Había acudido a Ohafa de vacaciones. Durante los últimos años el trabajo en el JPL había sido intenso. Investigando el sistema solar desde sondas robots casi había olvidado cuánto le gustaba explorar con su propio cuerpo, viajando. Ohafa era una de las reservas etnosterra de la Unión de Estados Africanos. Dentro de esas reservas el siglo XXI e incluso el XX estaban prohibidos, por tanto eran sitios donde aún cabía la aventura.
El paso de la civilización a la etnozona siempre le había parecido fascinante. Tras un corto vuelo desde Pasadena en un convertiplano tomó un transatmosférico en Los Ángeles para cruzar el Atlántico. El trans rugió sobre la pista y se disparó al cielo a toda velocidad en una trayectoria balística que le mantuvo en ingravidez durante cinco minutos. Como resultado aterrizó en Niger solo hora y media después de despegar. La tecnología aeronáutica de alto nivel dio paso a las carreteras de asfalto, luego a los caminos y al fin… al desierto.
Una vez que el jeep le dejó en el perímetro de la etnozona había tenido que caminar hasta llegar al poblado donde los nativos vivían en todo como sus antepasados. Aquello era una forma de locura revisionista, una más de las cosas extrañas que había traído el nuevo milenio, pensaba Herbert. Primero se habían abolido las distancias, luego la uniformidad había acabado con casi cualquier diferencia entre individuos. Y al final, se añoraba y recuperaba con ahínco todo lo que se había tenido antes.
No había sido la primera vez que había salido de vacaciones a un sitio así. No era fácil ser admitido como visitante-residente. Lo había conseguido casi en todas las ocasiones, aunque a veces había tenido que pasar muchas entrevistas y pruebas. Recordaba con especial cariño el tiempo pasado junto a los aborígenes de la Ayer's Rock. Igual que los Ohafa, eran desertores de la sociedad moderna. Por propia elección habían vuelto a caminar por los senderos del sueño, recuperando toda la cosmogonía aborigen de los últimos chamanes.
Los Ohafa también eran así. La mayoría no habían nacido allí, no había heredado directamente las ricas tradiciones, las danzas de guerra y lluvia, los ritos iniciáticos y sin embargo…
Se removió recolocando las piernas una vez más. Había alguien en el borde del círculo. No era el brujo que le había aceptado para el rito, ni siquiera un guerrero, parecía sólo un chiquillo curioso.
Herbert se esforzó en enfocar la vista. Lo conocía, su nombre era Yahumi, igual a todos los otros niños: sonrisa deslumbrante, miembros largos, delgados y ágiles. Al moverse, aquellos niños curtidos por la vida al aire libre le recordaban mucho la gracia de las gacelas. Yahumi, con el tiempo, llegaría a ser como sus hermanos y padres, leopardos rápidos y letales en la caza, prestos a beber fermento de raíz hasta caer casi muertos en el suelo de la tienda y llamar a gritos a sus mujeres para hacerlas el amor toda la noche. Herbert torció el gesto. Todos ellos habían pasado por esta iniciación. Todos los niños lo harían.
El adolescente se agachó y miró debajo del tóldete de telas dónde se le ofrecían las nueces, las tortas de semillas, el agua y el fermento de raíz huenmbele. Tomó una torta, medio comida por las hormigas, la arrojó lejos y la sustituyó por una recién horneada que traía en su morral. Luego, tras dedicarle una sonrisa nerviosa, toda dientes enormes, salió corriendo en dirección a la aldea. No podía estar allí, el brujo lo había prohibido ya que el guerrero del Sol no puede ser visto en su batalla mas que por gente consagrada.
Herbert se rió en voz muy baja. Luego comenzó a toser y después apenas pudo respirar de lo agotado que le dejó el esfuerzo. Se lamentaba, sufría, pero sabía que no cambiaría aquella experiencia, que había elegido el camino correcto, lo sentía así en todos los huesos y músculos de su cuerpo.
Es algo que no había podido explicarle a casi nadie, aún menos a Lorna. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Torturando los dientes a algún gordo saturado de azúcares? ¿Feliz de regresar a la casa que había comprado a las afueras de Nueva York en su todo terreno que jamás se saldría de las carreteras?
Se habían conocido tras el que consideró el mejor periodo de su vida. Acababa de terminar su doctorado en planetología por la Universidad de Cornell. Había trabajado sobre la morfogénesis en el Sistema Solar, un amplio estudio que pretendía encontrar parámetros comunes a las formaciones rocosas de diversos mundos. Al acabar los dos años de investigaciones, al obtener el cum laude y unas cuantas ofertas de trabajo a las que atender, se había encontrado misteriosamente pleno y, también, desocupado.
Lo normal es que hubiese emprendido uno de sus viajes, a la Ayer's Rock en Australia, a visitar a los chamanes que le habían adoptado como visionario aprendiz, o quizá a buscar un nuevo lugar en el mundo, ese sitio cada vez más difícil de encontrar al que no llegaban ni móviles, ni satélites, ni turistas. No lo hizo, paseó por el parque con las manos en los bolsillos y la mente extrañamente vacía, no acostumbrada al descanso después de tantos meses de trabajo intenso. Era primavera y el sol ardía en el cielo como si el mundo fuese enteramente nuevo. Se sentó a mirar un estanque lleno de patos y, de repente, alguien paso delante de él. Herbert lo recordaba perfectamente. En la onda de aquel olor a primavera, aquella luz nueva y verde, quedó enmarcada ella, Lorna. Caminaba también despreocupada, comiendo un helado. No creyó lo que los aborígenes le habían dicho, que tenía algo de visión, la máxima que un blanco puede tolerar sin enloquecer, hasta aquella ocasión. Al mirarla supo, de modo inmediato, lo que sucedería, un inamovible cúmulo de sucesos futuros. Lo olvidó también inmediatamente.
Pasaron una primavera larga e intensa, un verano tórrido, agotador, y un otoño melancólico. Se querían, hubieran vivido felices juntos muchos años… de no ser por él, claro.
Herbert nunca olvidaría aquella tarde cuando tras horas de discusión, al fin la explicó por qué no dormía, por qué conducía sin rumbo hasta perderse durante horas, por qué miraba interminablemente al cielo desde la ventana del dormitorio.
Y se lo explicó de un modo muy sencillo, con un cuento. Él era el protagonista, un niño con una lesión en la espalda que no podía moverse ni correr hasta que los nuevos tratamientos de osteogénesis le repararan el espinazo quebrado en un accidente. Y ese niño era un niño muy triste, muy solo, hasta que alguien, su abuelo, le regaló unas novelas antiguas, una reedición de coleccionista. El niño apenas sabia leer pero aprendió espoleado por aquellas portadas brillantes, los dibujos de soles y desiertos y bestias de muchos brazos: Barsoom . Marte. Aquel mundo fue suyo ya por siempre. Su silla de ruedas viajó por el espacio, los apoyabrazos fueron los mandos de una astronave, el sol del jardín se hizo el sol de un desierto abrasador y las matas de petunias ciudades de jade y cristal que elevaban sobre la arena cientos de agujas y cúpulas. Y la noche… la noche tras la ventana era también la noche marciana, la noche en que Dejah Thoris, la princesa de Marte, paseaba su sensualidad alienígena bajo las dos lunas de Barsoom , quizá esperando la llegada del guerrero verde y de cuatro brazos, Tras Tarkas.
Ella no le entendió, le miró con amor, pero sin entenderle ni lo más mínimo. No sabía de sueños, de ese ansia por llegar más lejos, allá dónde sólo tus fuerzas y tu corazón te sostienen vivo contra la naturaleza salvaje, sin domar aún. Y siguió sin entender por qué Herbert decía quererla mientras hacía las maletas y se marchaba a Goddard. Había aceptado el trabajo en el centro espacial, su futuro estaba claro. El de ella también.
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