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Greg Bear: La radio de Darwin

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Greg Bear La radio de Darwin

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La es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino. Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos. Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo. El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de y . Premio Nebula 2000. Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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Agarró una pequeña navaja de bolsillo que se encontraba junto al torso más cercano y despegó un jirón de tejido, algo que había sido algodón blanco, y después levantó el borde de un corte cóncavo, de piel endurecida, que había sobre el abdomen. Encontró agujeros de entrada de balas en la ropa y la piel que cubría la pelvis.

—Dios —exclamó.

En el interior de la pelvis, entre tierra y restos rígidos de piel seca, se veía un cuerpo más pequeño, enroscado, poco más que un montoncillo de huesos, el cráneo destrozado.

—Coronel —se lo mostró a Beck, cuyo rostro se endureció.

No era inconcebible que los cuerpos llevasen allí cincuenta años, pero de ser así se encontraban en sorprendente buen estado. Todavía había restos de lana y algodón. Todo estaba muy seco. Toda esa zona se había desecado. Las zanjas eran profundas. Pero las raíces…

Chikurishvili habló de nuevo. Su tono parecía más cooperador, incluso culpable. Muchas culpas amontonándose con el paso de los siglos.

—Dice que ambas son mujeres —le susurró Lado a Kaye.

—Ya lo veo —comentó ella.

Rodeó la mesa para examinar el segundo torso. Éste no tenía piel sobre el abdomen. Rascó la tierra para apartarla haciendo que el torso se balancease con un ruido de calabaza seca. Otro pequeño cráneo ocupaba la pelvis, un feto de unos seis meses, igual que el anterior. Faltaban las extremidades del torso; Kaye no podía saber si las piernas se habían quedado en la tumba. Ninguno de los fetos había sido expulsado por la presión de los gases abdominales.

—Ambas embarazadas —dijo. Lado lo tradujo al georgiano.

—Contamos unos sesenta individuos. A las mujeres parecen haberles disparado. Da la sensación de que a los hombres les dispararon o les golpearon hasta matarles —señaló Beck en voz baja.

Chikurishvili señaló a Beck y luego de nuevo al campamento y gritó, su rostro enrojecido bajo el brillo de las linternas.

—Jugashvili, Stalin.

El oficial dijo que las tumbas habían sido excavadas pocos años antes de la gran Guerra del Pueblo, durante las purgas. A finales de los años treinta. Eso les daría casi setenta años de antigüedad, agua pasada nada que incumbiese a Naciones Unidas.

—Quiere a Naciones Unidas y a los rusos fuera de aquí —dijo Lado—. Dice que es un asunto interno, no de los Cuerpos de Paz.

Beck se dirigió de nuevo al oficial georgiano, menos conciliador. Lado decidió que no quería estar en medio de ese intercambio y se apartó hasta donde se encontraba Kaye, inclinada sobre el segundo torso.

—Es un asunto desagradable —dijo.

—Demasiado tiempo —dijo Kaye suavemente.

—¿Qué? —preguntó Lado.

—Setenta años es demasiado. Dime sobre qué discuten. —Pinchó las extrañas tiras de tejido que rodeaban las cuencas de los ojos con la navaja. Parecían formar una especie de máscara. ¿Les habrían cubierto la cabeza antes de ejecutarles? No lo creía. Las uniones eran oscuras, fibrosas y resistentes.

—El hombre de Naciones Unidas está diciendo que los crímenes de guerra lo son siempre —le explicó Lado—. No hay periodo… ¿cómo se dice? Periodo de prescripción.

—Tiene razón —dijo Kaye. Le dio la vuelta al cráneo con delicadeza. El occipital había sido fracturado lateralmente y se había hundido un centímetro.

Volvió a centrar su atención en el pequeño esqueleto acurrucado en la pelvis del segundo torso. Había estudiado algo de embriología durante su segundo año en la facultad de medicina. La estructura ósea del feto parecía algo extraña, pero no quería dañar el cráneo intentando liberarlo de los restos de tierra y tejido reseco. Ya había manipulado demasiado.

Kaye se sintió mareada, enferma, no por los restos consumidos y resecos sino por lo que su imaginación reconstruía. Se enderezó e hizo un gesto para atraer la atención de Beck.

—A estas mujeres les dispararon en el estómago —dijo. «Muerte a todos los primogénitos. Monstruos furiosos»—. Asesinadas. —Apretó los dientes.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Puede que él tenga razón en cuanto a la edad de la bota, si es que proviene de aquí, pero esta tumba no es tan antigua. Las raíces del borde de las zanjas son demasiado pequeñas. Mi opinión es que las víctimas murieron hace tan sólo dos o tres años. La tierra parece seca, pero aquí el terreno probablemente sea ácido y eso disolvería cualquier hueso de mayor antigüedad. Además están los tejidos, parecen lana y algodón y eso implica que la tumba sólo tiene unos años. Si se tratase de tejidos sintéticos, podría ser más antigua, pero en todo caso nos daría una fecha posterior a Stalin.

Beck se acercó a ella y levantó su máscara.

—¿Puede ayudarnos hasta que lleguen los otros? —preguntó en un susurro.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Kaye.

—Cuatro, cinco días —dijo Beck.

Unos pasos más allá, Chikurishvili miraba de unos a otros, con la mandíbula apretada, molesto, como si la policía se hubiese interpuesto en una pelea doméstica.

Kaye se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Se volvió y retrocedió, aspiró algo de aire y preguntó:

—¿Van a abrir una investigación sobre crímenes de guerra?

—Los rusos opinan que deberíamos hacerlo —dijo Beck—. Están deseando desacreditar a los nuevos comunistas de su país. Unas cuantas atrocidades del pasado podrían proporcionarles munición fresca. Si pudiese darnos una estimación más ajustada… ¿dos, cinco, treinta años, los que sean?

—Menos de diez. Probablemente menos de cinco. Estoy muy desentrenada —dijo—. Sólo puedo hacer unas cuantas cosas. Tomar algunas muestras de tejido. No una autopsia completa, por supuesto.

—Usted es mil veces mejor que dejar que los locales enreden por aquí —dijo Beck—. No me fío de ninguno. Tampoco estoy seguro de que los rusos sean de fiar. Todos tienen cuentas pendientes, de una forma u otra.

Lado mantuvo el rostro impasible y no comentó nada, tampoco le tradujo a Chikurishvili. Kaye notó lo que había sabido que sucedería, lo que había temido: aquella terrible sensación apoderándose de ella.

Había pensado que viajando y alejándose de Saul podría olvidar los malos momentos, los sentimientos negativos. Se había sentido liberada observando a los médicos y a los técnicos trabajar en el Instituto Eliava, haciendo tanto bien con tan pocos recursos, literalmente sacando salud de las cloacas. El triunfante y hermoso rostro de la República de Georgia. Ahora… la otra cara de la moneda. Papá Ioseb Stalin o las limpiezas étnicas, los georgianos tratando de eliminar a los armenios o a los osetios; los abjasianos tratando de eliminar a los georgianos. Los rusos enviando tropas, los chechenos involucrándose. Pequeñas guerras sucias entre antiguos vecinos con viejos rencores.

Esta guerra no la beneficiaría, pero no podía rehusar.

Lado frunció el ceño y miró de frente a Beck.

—¿Iban a ser madres?

—La mayoría de ellas —dijo Beck—. Y tal vez algunos de ellos iban a ser padres.

3

Los Alpes

El fondo de la cueva estaba abarrotado.

Tilde se encontraba bajo un saliente de roca, con las piernas encogidas, y observaba a Mitch mientras éste se arrodillaba ante aquellos a quienes habían venido a ver. Franco estaba agachado detrás de Mitch.

Mitch tenía la boca entreabierta, como un niño sorprendido. No fue capaz de hablar durante un rato. El fondo de la cueva estaba completamente tranquilo y silencioso. Tan sólo el haz de luz se movía mientras recorría las dos figuras con la linterna.

—No hemos tocado nada —dijo Franco.

Las cenizas oscuras, antiguos fragmentos de madera, hierba y cañas, tenían el aspecto de que un sólo soplo de aliento podría dispersarlas, pero todavía formaban los restos de una hoguera. La piel de los cuerpos se había mantenido mucho mejor. Mitch nunca había visto ejemplos más asombrosos de momificación por congelación. Los tejidos estaban duros y secos, el aire frío y seco había absorbido toda la humedad. Cerca de las cabezas, que se miraban una a otra, la piel y los músculos apenas se habían encogido antes de quedar rígidos en su posición. Los rasgos eran casi naturales, aunque los párpados se habían levantado y los ojos en su interior estaban arrugados, oscuros, indescriptiblemente dormidos. Los cuerpos también estaban completos; sólo cerca de las piernas parecía que la carne se había retorcido y oscurecido, tal vez debido a la brisa intermitente de lo alto del hueco. Los pies estaban apergaminados, como pequeños champiñones secos.

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