– ¿Escaladores?-dice María-. Ésos suelen ir con furgonetas…
– Bueno, da igual-dice Ginés-. Centrémonos ahora en lo que de verdad interesa… Amparo: también necesitaremos la llave del tuyo.
– Yo voy con vosotros-dice Amparo, produciendo un unánime giro de cabezas hacia el lugar en el que ha sonado su voz-. Conozco el camino, tengo piernas… y no sé si me apetece que me protejan.
– ¿Y quién se queda con el encendedor?-pregunta Nieves.
– Vosotros-dice Ginés-, así podéis ir sacando los sacos y preparándolo todo. Lo complicado es dentro del refugio. Afuera aún se ve algo con la luz de las estrellas.
Una vez han conseguido las llaves de los coches de Cova y de Rafa, los dos hombres y la mujer salen al camino e inician la ascensión por su trazado irregular y pedregoso. El aire limpio transmite con nitidez, sin resonancias, el ruido de sus pasos, del calzado rozando la tierra, removiendo las piedras. Alguien, uno de los tres, ha resbalado momentáneamente; pero así como el sonido es nítido y recortado, la vista no distingue en la penumbra, no diferencia personajes en la fugaz agitación que se ha producido. Ahora vuelven.1 caminar a ritmo normal, ascendiendo, alejándose, hasta que las tres figuras imprecisas, visibles solamente por el hecho de estar en movimiento, se funden por completo con la sombra al entrar en contacto con la oscura masa de vegetación que rodea el sendero.
Ha pasado media hora, y los nueve integrantes del grupo están tumbados sobre mantas y sacos de dormir, bastante apiñados, ocupando un rectángulo relativamente centrado con el área de la plaza embaldosada. Rafa está en el extremo que mira hacia el sur, a la derecha del refugio según se sale por la puerta; a su lado está Maribel, y a continuación Nieves y Amparo. En el centro de todos está Cova, y después Hugo, María y Ginés mientras que Ibáñez queda en el otro extremo, cerrando el grupo. Todos están orientados en la misma dirección, con la cabeza hacia el refugio y los pies hacia el camino. Si no los conociéramos muy bien, desde hace tiempo, no podríamos distinguir sus voces ni identificarlas con ninguno de esos nombres. De hecho, si alguien se limitara a transcribir su conversación, sin acotarla con ningún tipo de indicación, no siempre podríamos diferenciar las voces masculinas de las femeninas.
– Chsssst, ¡callad un momento!
– ¿Qué pasa?
– ¡Que os calléis!
– Pero ¿qué pasa?
– Nada… nos quiere asustar.
– Pues lo tiene muy fácil. Por lo menos conmigo.
– Pero ¡¿queréis callaros?!
El silencio se impone sobre el grupo como una presencia más, como si el aire se hubiera vuelto de golpe más denso y llenara-o al menos ahora existiera la conciencia de ello-cada rincón, cada intersticio, cada pliegue entre la ropa y los sacos de dormir, entre éstos y el suelo. El silencio es total; se escucha hasta el más mínimo roce, el menor movimiento. Una pequeña tos, alguien que traga saliva, y después nada, unos segundos de total quietud, en los que parece que hasta las respiraciones se han detenido. Y entonces sí: entonces se oye el rumor del río en lo hondo de la quebrada, el chapoteo de las aguas calmas, tan misteriosas, en la oscuridad; y el susurro de las hojas de los árboles al entrechocar mecidas por la brisa. Y de pronto el ladrido de un perro, aislado y melancólico, lejano.
– ¿Ya está? ¿Era eso? ¿Sabías que iba a ladrar el perro?
– ¡No, hombre, no! Era para que oyerais el silencio.
– ¡Caramba tío, eres un poeta!
– Sí que hay silencio sí, demasiado…
– La verdad: a mí me habría tranquilizado más oír el motor de un coche que el ladrido ése.
– Dicen que donde hay perros hay personas.
– También hay gente muy perra.
– A mí me habría gustado oír hasta un coche de ésos «chunda chunda»; uno de esos que llevan la música muy alta. Imagínate si estoy desesperada.
– ¡Bueno, ¿tan asustados estáis?! ¿No os gusta la soledad?
– ¡¿Pero qué soledad?! ¡Si somos nueve!
– Tú ya me entiendes.
– Ya. Tú quieres decir paz, tranquilidad, pero… la verdad, con un apagón general, los aparatos eléctricos que no funcionan, sin la posibilidad de comunicarse ni de desplazarse en coche… no sé yo si no es más bien la paz de los cementerios.
– Por cierto, Maribel: no vimos el coche fantasma.
– ¿Qué coche fantasma?
– El que tú decías que había, aparte de los nuestros.
– Se marcharía después, mientras estábamos de fiesta.
– Mañana tenemos que probar con el coche de Hugo, como yo decía.
– ¡Y dale! ¡Que no es el mío, que es el de Cova!
– Es el único de gasolina, ni siquiera va inyectado, tirándolo por la bajada tiene que ponerse en marcha…
– Con alguien dentro, a ser posible.
– Pero ¿los coches no tienen batería?
– La chispa de las bujías la produce directamente el generador, o algo así, ¿no es verdad, Rafa?… Rafa…
– Más o menos.
– ¿Veis? Basta con que el motor gire unas vueltas; aunque no tenga nada de batería, tiene que ponerse en marcha.
– No sé por qué os preocupáis tanto. Mañana todo volverá a funcionar, ya lo veréis. Cuando estéis en la cola de la autopista, por la tarde, os acordaréis de mis palabras, y os lamentareis de que el apagón no fuera más en serio. Aquí nadie se va a salvar de ir a currar el lunes.
– ¡ Ay, no me hables del lunes!
– Pues disfruta entonces del sábado…
– Ahora ya es domingo.
– Bueeeeno, domingo. Mira qué cielo; esto es mejor que el planetario.
– Es verdad… hacía siglos que no veía la vía Láctea. Desde que era niña, en la aldea. Ya no recordaba que fuera así, tan… tan blanca; es como un camino…
– El camino de Santiago.
– Se ha movido, el cielo; se ha movido un buen trozo desde que se fue la luz y salimos…
– Gira sobre sí mismo en torno a esa estrella que hay ahí, ¿ves? Ésa es la única que no se mueve.
– Será que no hay estrellas. ¿Cómo quieres que sepa…?
– Es la Estrella Polar. Hay que mirar la recta de atrás del carro, y prolongarla…
– Por cierto, ¿alguien ha visto un avión?
– ¿Qué quieres decir?
– Si habéis visto la luz de algún avión cruzando el cielo.
Siempre se ve alguno… y ya llevamos aquí un buen rato.
– Pues… la verdad, yo no me he fijado.
– Yo tampoco.
– A lo mejor no pasan por aquí… No sé si habrá alguna línea que…
– Eh, que esto no es como el metro. Los aviones pasan por todas partes.
– Hombre… tanto como por todas partes…
– A lo mejor ha pasado cuando no mirábamos, cuando estábamos hablando, antes de tumbarnos.
– ¿Sabéis que los satélites, los satélites artificiales, también se pueden ver? Yo un día vi uno.
– ¿A simple vista?
– Sí, es como una estrella, pero que se va moviendo, siempre a la misma velocidad, siempre en línea recta. Y en completo silencio.
– ¡Eso! El ruido… tampoco se ha oído ningún ruido, ningún reactor.
– No, si al final nos vas a acojonar, queramos o no.
– ¡Silencio! Escuchad…
– ¿Qué pasa ahora?
Un sonido nace en el seno mismo del grupo, creciendo en intensidad, pasando de ser un gemido lastimero, gutural, a un verdadero aullido prolongado y cambiante en sus modulaciones, como el de los lobos. Algunos se han sobresaltado momentáneamente, otros han comprendido enseguida que se trataba de Hugo, que obsequiaba a la concurrencia con una de sus elaboradas imitaciones. Ya han comenzado a felicitarle unos y a increparle las otras, cuando él mismo se calla impresionado. Su aullido ha desencadenado una serie de ladridos que llegan desde los cuatro puntos cardinales, desde distintos grados de lejanía, cada uno diferente, incitándose unos a otros, algunos incluso en forma de aullido como el del propio Hugo, algunos inquietante mente cercanos. El disperso concierto tiene un momento culminante, de máxima intensidad, y después va decreciendo lo gradualmente, espaciándose, hasta que sólo llega de vez en cuando algún ladrido aislado, cobarde, apagado por la lejanía y por el receso en la excitación.
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