Reymont habló, espaciando las palabras:
—Las reglas que limitan el uso no se escribieron por diversión, doctor Williams. Demasiado es peor que nada. Es adictivo. El resultado final es la locura.
—Escuche. —El químico hizo un intento evidente por dominar su cólera—. Las personas no son todas idénticas. Puede que usted piense que se nos puede estirar y cortar hasta encajar en su molde… forzándonos a hacer ejercicio, preparando trabajos que hasta un niño vería que sólo sirven para mantenernos ocupados unas pocas horas diarias, destrozando la destiladora que fabricó Pedro Barrios… su pequeña dictadura desde que emprendimos este viaje del Holandés Errante… —Bajó el volumen—. Escuche —dijo—. Esas reglas. Como en este caso. Están escritas para asegurarse de que nadie reciba una sobredosis. Por supuesto. ¿Pero como sabe si algunos de nosotros está recibiendo lo necesario? Todos debemos pasar tiempo en las cajas. Usted también, condestable Hombre de Hierro. Usted también.
—Por supuesto… —Reymont fue interrumpido.
—¿Cómo sabe lo que otra persona puede necesitar? No tiene ni la sensibilidad que Dios le dio a una cucaracha. ¿Sabe una mierda sobre Emma? Yo sí. Sé que es una mujer maravillosa y valiente… perfectamente capaz de juzgar sus propias necesidades y guiarse a sí misma… no necesita que usted dirija su vida por ella. —Williams señaló con el dedo—. Ahí está la puerta. Úsela.
—Norbert, no. —Glassgold salió de la caja e intentó interponerse entre los dos hombres.
Reymont la hizo a un lado y contestó a Williams:
—Si deben hacerse excepciones, el médico de la nave es la persona que debe decidirlo. No usted. De cualquier forma, después de esto debe ver al doctor Latvala. Puede pedirle una autorización médica.
—Sé lo que le sacará. Ese idiota ni siquiera receta tranquilizantes.
—Nos quedan muchos años por delante. Tendremos que superar problemas imprevisibles. Si comenzamos a depender de los tranquilizantes…
—¿Ha pensado qué sin esa ayuda nos volveríamos locos y moriríamos? Tomamos nuestras propias decisiones, gracias. Salga, le he dicho.
Glassgold intentó intervenir de nuevo. Reymont tuvo que agarrarla por el brazo para moverla.
—¡No le ponga las manos encima, cerdo! —Williams cargó agitando los puños.
Reymont soltó a Glassgold y se echó atrás, hacia el salón donde había más sitio para moverse. Williams gritó y le siguió. Reymont se protegió de los inexpertos golpes hasta que, tras sólo un minuto, saltó. Una ráfaga de karate y dos golpes enviaron a Williams al suelo. Se quedó acurrucado, atontado. Le salía sangre de la nariz.
Glassgold lanzó un grito y fue hacia él. Se arrodilló, lo agarró entre los brazos y miró a Reymont.
—¡Qué valor! —escupió.
El condestable extendió las palmas.
—¿Se supone que debía dejar que me pegase?
—Podía haberse ido.
—Imposible. Mi deber es mantener el orden a bordo. Hasta que el capitán Telander me destituya, seguiré haciéndolo.
—Muy bien —dijo Glassgold entre dientes—. Iremos a verle. Voy a presentar una queja formal.
Reymont negó con la cabeza.
—Se explicó, y todos estuvieron de acuerdo, que no debía molestarse al capitán con nuestras disputas. Debe preocuparse de la nave.
Williams recuperó la conciencia con un gemido.
—Veremos a la primer oficial Lindgren —le dijo Reymont—. Debo presentar cargos contra ustedes dos.
Glassgold apretó los labios.
—Como desee.
—No Lindgren —dijo Williams con dificultad—. Lindgren y él, fueron…
—Ya no —dijo Glassgold—. No puede ni verle, incluso antes del accidente. Ella será justa. —Con su ayuda, Williams se vistió y fue cojeando hasta el nivel de mando.
Varias personas vieron pasar al grupo y empezaron a preguntar qué sucedía. Reymont los hizo callar con un gesto. Las miradas que le lanzaban eran malhumoradas. En el primer intercomunicador llamó a Lindgren y le pidió que fuese a la sala de entrevistas.
Era minúscula pero insonorizada, un lugar para reuniones confidenciales y humillaciones necesarias. Lindgren estaba sentada tras la mesa. Se había puesto el uniforme. El fluoropanel extendía la luz sobre su pelo rubio helado; la voz con la que le pidió a Reymont que comenzase fue igualmente fría.
Él dio una versión sucinta del incidente.
—Acuso a la doctora Glassgold de violación de la regla higiénica —terminó—, y al doctor Williams de asalto a un agente de paz.
—¿Motín? —preguntó Lindgren. El desaliento inundó a Williams.
—No, señora. Asalto será suficiente —dijo Reymont. Al químico—: Considérese afortunado. Psicológicamente no podemos permitirnos el juicio que el cargo de motín provocaría. No a menos que persista en ese tipo de comportamiento.
—Eso será suficiente, condestable —cortó Lindgren—. Doctora Glassgold, ¿me daría su versión?
La bióloga todavía estaba furiosa.
—Me declaro culpable del delito mencionado —declaró con firmeza—. Pero pido que se revise mi situación, y la de todo el mundo, como se especifica en el reglamento. No según el juicio único del doctor Latvala; sino según el de un grupo de oficiales y mis colegas. Y en lo que se refiere a la pelea, a Norbert se le provocó intolerablemente y fue víctima de una malicia extrema.
—¿Su declaración, doctor Williams?
—No sé cuál es mi situación bajo sus estúpidas reglas… —El americano se comportó—. Perdóneme, señora —dijo, con algunos problemas por los labios hinchados—. Nunca memoricé la ley del espacio. Creía que el sentido común y la buena voluntad serían suficientes. Puede que Reymont tenga técnicamente razón, pero he alcanzado mi límite respecto de sus descaradas interferencias.
—¿Por tanto, doctora Glassgold, doctor Williams, aceptan someterse a mi sentencia? Tienen derecho a un juicio si lo desean.
Williams consiguió una sonrisa torcida.
—Las cosas ya están lo bastante mal, señora. Supongo que esto tendrá que aparecer en el diario de a bordo, pero puede que no tenga que llegar a oídos de toda la tripulación.
—¡Oh!, sí. —Glassgold respiró aliviada. Cogió la mano de Williams.
Reymont abrió la boca.
—Está usted bajo mi autoridad, condestable —le interrumpió Lindgren—. Puede, por supuesto, apelar al capitán.
—No, señora —contestó Reymont.
—Bien entonces. —Lindgren se echó atrás. Su rostro se aflojó—. Ordeno que todas las acusaciones de cada lado sean desestimadas… o mejor, que nunca se presenten. Esto no irá a ningún archivo. Hablémoslo como seres humanos que están todos, podemos decir, en el mismo barco.
—¿Él también? —Williams lanzó un pulgar hacia Charles Reymont.
—Debemos tener ley y disciplina, ya lo sabe —dijo Lindgren con calma—. Sin ellas, moriremos. Quizás el condestable Reymont sufra de exceso de celo. O quizá no. En cualquier caso, es el único especialista policial y militar que tenemos. Si no están de acuerdo con él… para eso estoy yo. Relájense. Pediré café.
—Si la primer oficial está de acuerdo —dijo Reymont—, me iré.
—No, tenemos cosas que decirle —fue la respuesta inmediata de Glassgold.
Reymont mantuvo los ojos fijos en Lindgren. Era como si saltasen chispas entre ellos.
—Como ya ha dicho, señora —dijo—, mi trabajo es mantener el orden en la nave. Ni más ni menos. Esto es algo más: una sesión de consejos personales. Estoy seguro de que la dama y el caballero hablarían con mayor libertad sin mí.
—Creo que tiene razón, condestable —asintió ella—. Puede retirarse.
Se levantó, saludó y se fue. En el camino hacia arriba se encontró con Freiwald que le saludó. Se mantenía algo cercano a la cordialidad con su media docena de ayudantes.
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