Clifford Simak - El tiempo es lo más simple

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El tiempo es lo más simple: краткое содержание, описание и аннотация

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Llegó un momento en que el hombre tuvo que admitir que no le sería posible alcanzar las estrellas. Lo había sospechado por los cinturones radioactivos de Van Allen, cuando fueron descubiertos por el sabio astrónomo que le dio su nombre, hasta que gradualmente, se llegó a su total certidumbre.
Pero el hombre, con su interminable ingeniosidad, resolvió el problema con el auxilio de los telépatas, y con la ayuda de una gigantesca organización del más alto secreto, llamada “Anzuelo”, mediante la cual, los hombres podían lanzar sus mentes a las profundidades del espacio. Y en una de esas ocasiones, Sheperd Blaine, mientras exploraba su camino asignado por el “Anzuelo” tomó contacto con una criatura fantástica, sin forma, omnisciente, una amsitosa Cosa de Color de Rosa que le dijo: “Intercambio mente con la tuya”.

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—¿Lo hacen de veras?—Shep — dijo Freddy solemnemente —. Tendrías que darte una vuelta y abrir los oídos por ahí.

—No tengo ni siento ninguna necesidad particular de hacerlo. Ya oigo lo suficiente sobre ello, sin ir a ninguna parte. Mi pregunta era: ¿la gente odia realmente a el Anzuelo?

—Creo que sí lo hacen — repuso Freddy —. Quizá no lo hagan mucho aquí en la ciudad. Todas las conversaciones en esta ciudad tienen más bien un carácter ponderado Pero márchate fuera, a las provincias. Esas gentes sí que lo odian realmente.

Las calles aparecían con menos luces y más distantes. Se advertían menos edificios de negocios y las residencias de categoría disminuían cada vez más. El tráfico también había disminuido ostensiblemente.

—¿Quién hay en casa de Charline? — preguntó Blaine.

—Oh, ya sabes, la gente de siempre —repuso Freddy—. Además de la fauna corriente. Ella pertenece a una clase de gente medio loca. Sin inhibición alguna y dotada escasamente del sentido de lo social. Puedes tropezarte con casi todos.

—Sí, ya sé.

La cosa comenzó a removerse en el cerebro de Blaine, casi imperceptiblemente.

«Todo va bien — le dijo Blaine mentalmente —. Quédate donde estás y continúa durmiendo. Tenemos que conseguirlo. Estamos sobre el buen camino.»

Freddy sacó el coche del camino principal y siguió una vía secundaria que seguía hacia arriba el curso de un cañón entre dos montañas. El aire se volvió frío. En la oscuridad exterior, podían oírse los árboles moverse al impulso del viento y se apreciaba un fuerte olor a pino. El coche torció una abrupta curva y la casa apareció brillante de luces sobre un banco rocoso. Una casa ultramoderna, colgada de las paredes rocosas del acantilado, construida de los más modernos materiales plásticos, como un nido de golondrinas.

—Bien — dijo Freddy alegremente —. Ya hemos llegado, por fin.

V

La fiesta empezó a estar invadida por el ruido, sin ser demasiado bulliciosa y a adquirir poco a poco ese aire de intrascendencia y futilidad del que son víctimas, inevitablemente, todas las fiestas. Además y como es corriente, el ambiente se sobrecargó del olor de los licores, de demasiados cigarrillos, del frío aire de la montaña que entraba a través de las ventanas abiertas y del susurro pesado del parloteo constante de la gente. Todavía no era la medianoche.

Aquel individuo, llamado Herman Dalton, encogió sus largas piernas y se arrellanó en un butacón con un imponente cigarro cogido por un borde de la boca. Se alisó su abundante cabellera, pasándose las manos por ella a modo de suaves cepillos.

—Pero vuelvo a repetirle, Blaine — decía Dalton —, que todo tiene que tener su fin. El tiempo vendrá, si algo superior no lo impide, en que la palabra «negocios» no tendrá el menor significado. El Anzuelo, incluso ahora mismo, nos está aplastando contra la pared.

—Señor Dalton — le repuso Blaine —, si tiene usted deseos de argumentar sobre ese particular, yo le buscaré a otra persona que entienda de negocios. Yo soy el menos indicado, incluso el menor de todos dentro del Anzuelo, a despecho de la realidad de que esté trabajando allí.

—El Anzuelo nos está absorbiendo — continuó Dalton irritadamente —. Se están llevando al diablo nuestra forma de vida, están destruyendo sistemáticamente toda una serie de convenciones tradicionales y de valores éticos que han sido edificados cuidadosamente a través de siglos, por hombres a que han dedicado devotamente y con profundidad, sus vidas al servicio público. Están quebrantando y arruinando la estructura comercial, tan cuidadosamente edificada y estatuida. Nos están arruinando, lenta e inexorablemente, no a todos de una vez, sino a uno por uno. Tengamos, por ejemplo, ese llamado «carnicero vegetal». Usted planta una fila de semillas y más tarde usted llega y las arranca y donde pensaba encontrarse con patatas, en lugar de patatas tiene usted un concentrado de proteínas.

—Y bien — comentó entonces Blaine —, así tenemos que, por primera vez en sus vidas, millones de personas están comiendo carne que antes jamás pudieron pensar en comprar y que su elegante y magnífico sistema de convenciones y de valores éticos, no les permitieron nunca poder adquirir.

—Pero, ¡y los granjeros! — gritó Dalton —. Y los trabajadores de los mataderos. Sin mencionar los intereses del empaquetamiento, envíos, etc.

—Yo supongo — sugirió Blaine — que habría sido más bueno el haber vendido las semillas en exclusiva a los granjeros o a los dueños de supermercados. O que hubieran sido vendidas a la tarifa de un dólar o de dólar y medio, en vez de diez centavos el paquete. Por ese camino, se habría conservado el sistema natural competitivo de la carne y la economía continuaría sana y a salvo. Por supuesto, entonces, esos millones de personas…

—Pero usted no comprende — interrumpió Dalton —. Los negocios constituyen la sangre del cuerpo de nuestra sociedad. Destrúyalos y habrá destruido al hombre mismo.

—Lo dudo mucho — repuso Blaine.

—Pero la historia demuestra la posición preeminente del comercialismo. Ha construido el mundo como permanece hasta el día de hoy. Descubrió y abrió vías de progreso con sus pioneros, erigió las factorías, y…

—Ya comprendo, señor Dalton, ha leído usted mucha historia.

—Sí, señor Blaine, lo he hecho. Soy particularmente aficionado a…

—Entonces, quizás habrá usted caído en la cuenta de otras cosas también. Ideas, instituciones y creencias, siempre sobreviven al tiempo para el cual resultaron útiles. Eso lo hallará página tras página en toda nuestra historia… el mundo evoluciona y la gente y los métodos de vida, cambian asimismo. ¿Se le ha ocurrido pensar que los negocios, en la forma en que usted los concibe han sobrevivido a su tiempo de utilidad? Los negocios ya hicieron su contribución al mundo; pero el mundo continúa hacia delante. El concepto «negocio» es otro dodo (1 ) ( 1) Dodo. Especie de ave de pico curvo, alas cortas inservibles para el vuelo, patas delgadas y cortas con pies de cuatro dedos, que vivió en las Islas Mauricio y en Madagascar, y que se ha extinguido. .

Dalton se incorporó rabioso, masticando furiosamente su puro y alisándose el cabello por enésima vez.

—¡Por Dios! — gritó —, Ya veo lo que piensa usted. ¿Es esa también la mentalidad del Anzuelo?

Blaine sonrió, sin alterarse.

—No, en absoluto; esa es mi opinión estrictamente particular. No tengo la menor idea de lo que el Anzuelo pueda estar pensando. No estoy metido en política.

«Así ocurría siempre», pensó Blaine. No importaba dónde se encontrase, siempre existiría a su alrededor alguien que tratara de arrancarle una pista, una idea, un pensamiento, el más diminuto secreto que pudiera pertenecer al Anzuelo. Al igual que una bandada de buitres, cerniéndose sobre su posible víctima, sospechando, seguramente, mucho más de lo que podría ocurrir en la realidad.

La ciudad era una colmena de intrigas, de murmullos y de rumores, llevados y traídos por los «representantes», agentes activos y falsos diplomáticos de secretos intereses. Y aquel caballero de aspecto respetable que se hallaba recostado en el butacón frente a él, venía allí para establecer su protesta formal contra algún nuevo ultraje perpetrado sobre cualquier grupo comercial poderoso, a causa de cualquier nueva empresa del Anzuelo.

Dalton volvió a retreparse en el butacón. Sacó un nuevo cigarro y tiró el otro, destrozado. Sus cabellos volvieron a caerle sobre la frente como si nunca hubieran conocido un peine.

—Dice usted que no está metido en la política — continuó —. Creo recordar que me dijo en alguna ocasión que era un viajero del espacio.

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