Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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—Aquí Potter. Usted querrá decir al menos un prisionero.

—Quiero decir lo que dije. Sólo uno. Potter, queda relevada del mando de su pelotón. Que Chavez se haga cargo.

—De acuerdo, sargento.

Su voz revelaba un alivio inconfundible.

Cortez prosiguió con su mapa y sus instrucciones. Había un edificio grande cuyas funciones eran bastante obvias: tenía una gran antena dirigible. Debíamos destruirla en cuanto los lanzadores de granadas la tuvieran a su alcance.

El plan de ataque era bastante flexible. La señal para avanzar sería el destello de la bomba de fisión. Al mismo tiempo varias naves teledirigidas convergerían sobre la base, a fin de permitirnos ver dónde estaban las defensas antiaéreas. Entonces trataríamos de reducir la eficacia de esas defensas sin destruirlas por completo.

Inmediatamente después de la bomba y de los proyectiles teledirigidos los granaderos se encargarían de convertir en vapor una hilera de siete cabañas.

Por ese hueco entraríamos todos a la base… y lo que pasara después quedaba librado a la imaginación de cada uno. Lo ideal era atravesar la base de un extremo a otro, destruyendo ciertos blancos y masacrando a todos los taurinos, salvo uno. Pero eso resultaba muy poco probable, pues dependía de que los enemigos ofrecieran muy poca resistencia.

En el caso contrario, si los taurinos demostraban superioridad de fuerzas desde el comienzo, Cortez daría la orden de desbandarse; cada miembro de la compañía tenía indicado un ángulo distinto para la retirada; nos abriríamos en todas direcciones, para reunimos (al menos los que sobrevivieran) en un valle situado a unos cuarenta klims al este de la base. Desde allí intentaríamos el regreso, una vez que la Esperanza ablandara un poco a los de la base.

—Una última advertencia —carraspeó Cortez—. Quizás algunos de ustedes piensen como Potter. Tal vez algunos opinen que… que deberíamos ser blandos y no convertir esto en un baño de sangre. La misericordia es un lujo y una debilidad que no podemos permitirnos en esta etapa de la guerra. Lo único que sabemos con respecto al enemigo es que ha matado a setecientos noventa y ocho humanos. No mostraron piedad alguna al atacar a nuestros cruceros y sería una ingenuidad de nuestra parte esperarla ahora, en esta primera acción en tierra.

»Ellos son responsables de la muerte de todos los compañeros que murieron durante el entrenamiento, de la de Ho y todos los que seguramente van a morir hoy. Me resulta incomprensible que alguien quiera ser blando con ellos. Pero eso no tiene importancia. Hay órdenes que cumplir; además, ¡qué diablos…! Es mejor que lo sepan: todos ustedes están bajo una sugestión poshipnótica que actuará al influjo de una frase; yo me encargaré de pronunciarla antes de la batalla. Eso les facilitará las cosas.

—Sargento…

—Silencio. Estamos escasos de tiempo; vuelvan a sus pelotones e informen de todo esto. Avanzaremos dentro de cinco minutos.

Los jefes de pelotón volvieron a sus respectivos grupos; atrás quedamos Cortez y diez de nosotros… y tres ositos de felpa que vagabundeaban por allí y estorbaban el paso.

15

Anduvimos con mucho cuidado para cubrir aquellos últimos cinco klims, manteniéndonos ocultos entre la hierba más alta y atravesando a toda prisa los claros ocasionales. Cuando estábamos a unos quinientos metros de la base, según nuestros datos, Cortez se adelantó con el tercer pelotón para explorar un poco, mientras los demás permanecíamos cuerpo a tierra. Al fin le oímos decir por la línea general:

—Es más o menos como suponíamos. Avancen en fila y arrastrándose sobre el vientre. Cuando alcancen al tercer pelotón sigan al jefe hacia la derecha o hacia la izquierda.

Así lo hicimos, distribuyéndonos en una línea de ochenta y tres personas que seguía una dirección más o menos perpendicular a la dirección del ataque.

Estábamos bastante bien escondidos, si exceptuábamos a los diez o doce ositos de felpa que recorrían la hilera mascando hierba.

En la base no había señales de vida. Todos los edificios carecían de ventanas y estaban pintados de un blanco uniforme y brillante. Las cabañas que constituían nuestro primer objetivo eran grandes huevos lisos, semienterrados, distantes unos sesenta metros entre sí. Cortez indicó una a cada lanzador de granadas.

Estábamos repartidos en tres equipos de fuego; el equipo A estaba compuesto por los pelotones dos, cuatro y seis; el B, por el uno, el tres y el cinco; el grupo de comando lo constituía el equipo C.

—Falta menos de un minuto. ¡Abajo los filtros! Cuando yo dé la orden los lanzadores de granadas dispararán contra los blancos. Que Dios les ayude si fallan.

Se oyó un ruido similar al eructo de un gigante; una ráfaga de cinco o seis burbujas iridiscentes surgió hacia el cielo desde el edificio en forma de flor y se elevó con velocidad creciente, hasta quedar fuera de la vista. Después se lanzaron hacia el sur por encima de nuestras cabezas. El suelo adquirió un súbito resplandor; por primera vez en mucho tiempo pude ver mi sombra, una sombra larga que apuntaba hacia el norte. La bomba había estallado prematuramente. Sólo tuve tiempo de pensar que eso no importaba mucho; de cualquier modo haría sopa de letras con todas las comunicaciones del enemigo cuando…

—¡Naves teledirigidas!

Una nave llegó bramando, apenas a la altura de los árboles, y se encontró con una burbuja. Cuando establecieron contacto la burbuja reventó y la nave estalló en un millón de pequeños fragmentos. Otro vehículo que venía en dirección contraria sufrió idéntico destino.

—¡Fuego!

Siete centellas brillantes, las granadas de 500 microtones, y una conmoción sostenida que habría matado a quienes no estuvieran protegidos.

—Arriba los filtros.

Niebla gris de polvo y humo. Terrones que caían con el ruido de pesadas gotas de lluvia.

—Escuchen: «Escoceses, que con Wallace han sangrado, escoceses, a quienes Bruce dirigía, bienvenidos al lecho ensangrentado ¡o a la victoria!» Apenas si le escuché, pues estaba tratando de comprender lo que ocurría dentro de mi cerebro. Sabía que se trataba sólo de sugestión poshipnótica y hasta recordaba la sesión en que la habían implantado, pero eso no la hacía menos avasalladora. Sentí que la mente me daba vueltas bajo fuertes recuerdos falsos: moles velludas que representaban a los taurinos (en nada parecidos a los que ahora conocíamos) abordaban la nave de unos colonos y devoraban a los bebés ante los mismos ojos de las madres, que gritaban aterrorizadas (los colonos nunca llevaban bebés, pues éstos no resistían la aceleración); después violaban a las mujeres hasta matarlas con enormes miembros purpúreos y surcados de venas (era ridículo pensar que podrían sentir deseo por las humanas), y sujetaban a los hombres para arrancarles la carne viviente y devorarla (como si pudieran asimilar proteínas extrañas). Cien detalles espeluznantes, tan nítidamente recordados como los sucesos del minuto anterior, ridículamente exagerados y lógicamente absurdos. Pero mientras mi parte consciente rechazaba tanta estupidez, algo en mí, a mucha mayor profundidad, en el interior de aquel animal dormido que atesora nuestros verdaderos motivos, codiciaba la sangre extraña, firme en la convicción de que el acto más noble, para un ser humano, sería morir matando a uno de esos monstruos horribles.

Yo sabía que todo eso era pura y exclusivamente mierda de soja y odié a quienes se habían tomado tan obscenas libertades con mi mente, pero al mismo tiempo oía rechinar mis dientes y sentía que las mejillas se me petrificaban en una mueca espástica, sedienta de sangre. Un osito de felpa cruzó frente a mí con aspecto aturdido. Comencé a levantar el dedo láser, pero alguien se me adelantó y la cabeza de la criatura estalló en una nube de sangre y astillas grises.

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