Robert Silverberg - El día en que desapareció el pasado

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El día en que desapareció el pasado: краткое содержание, описание и аннотация

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Bryce dijo al alcalde:

—A las seis y media quiero que aparezca en la pantalla recomendando calma. Le entregaremos por escrito lo que tenga que decir.

El alcalde gimió. Bryce continuó:

—No se preocupe. Yo le iré apuntando todo el discurso a través de un transmisor. Usted concéntrese exclusivamente en hablar con claridad y mirando sólo a la cámara. Si se comporta como un hombre asustado, será el fin de todos nosotros. En cambio, si les habla serenamente, tal vez logremos salir adelante.

El alcalde hundió la cabeza entre las manos. Ted Kamakura susurró:

—No puedes hacerle salir en la pantalla, Tim. ¡Está hecho una ruina, todo el mundo lo advertirá!

—El alcalde de la ciudad ha de aparecer —insistió Bryce—. Ponle un par de inyecciones estimulantes. Que pronuncie ese discurso y luego lo meteremos en la cama.

—¿Quién será el portavoz después? —preguntó Kamakura—. ¿Tú? ¿Yo? ¿O Dennison, el jefe de policía?

—No lo sé —murmuró Bryce—. Necesitamos una persona con autoridad para que transmita comunicados cada media hora poco más o menos. Y que me cuelguen si yo dispongo de tiempo para eso. Ni tú. En cuanto a Dennison…

—Caballeros, ¿puedo hacer una sugerencia? —Era el viejo astronauta, Braskett—. Me ofrezco voluntario como portavoz. Admitirán que tengo cierto aspecto de autoridad. Y estoy acostumbrado a dirigirme al público.

Bryce rechazó la idea por un instante; ¿Aquel loco derechista, aquel autor de cartas absurdas y apasionadas a todos los medios de la prensa del Estado, aquel Paul Revere de los últimos días? ¿Él, portavoz del Comité? Iba ya a despacharlo, cuando decidió aceptarlo. En realidad, nadie se preocupaba de actividades políticas tan desfasadas como las suyas. Probablemente, nueve personas de cada diez en San Francisco consideraban a Braskett (si es que pensaban en él) tan sólo como el héroe de la Primera Expedición a Marte. Además, el viejo era un tipo realmente apuesto, de aspecto elegante, delgado, con una voz profunda y la mirada firme. Un hombre fuerte y de prestancia.

—Comandante Braskett —dijo—, en caso de nombrarle portavoz del Comité de Salud Pública…

Ted Kamakura dejó escapar un silbido.

—¿… podríamos contar con que los anuncios que transmita se limitarán absolutamente a las conclusiones a que haya llegado todo el Comité?

El comandante Braskett esbozó una helada sonrisa.

—Quiere que sea sólo un figurón, ¿no es eso?

—Lo que quiero es que sea nuestro portavoz, con el título oficial de presidente.

—Lo que dije, un figurón. Muy bien, acepto. Proclamaré esas mentiras como un títere obediente y no intentaré inyectar ninguna de mis ideas radicales y extremistas en las declaraciones. ¿Es eso lo que desea?

—Creo que nos comprendemos perfectamente —dijo Bryce, sonriente. Y se sorprendió al ver que también el otro le sonreía afectuosamente.

Oprimió el botón de su transmisor de datos. En el laboratorio de Patología, ocho pisos más abajo de su despacho, alguien contestó a su llamada.

—¿Hay ya algún análisis a punto? —preguntó Bryce.

—Le paso al doctor Madison.

Éste apareció en la pantalla. Habitualmente dirigía el Departamento de Radioisotopía del hospital. Un hombre grueso, de rostro colorado, con todo el aspecto de un cervecero. Conocía bien su campo de acción.

—Indudablemente es el sistema de abastecimiento de aguas, Tim —dijo de inmediato—. Lo establecimos como hipótesis hace una media hora, claro, pero ahora ya no cabe la menor duda. He aislado restos de dos drogas diferentes para suprimir la memoria, y hay indicios de una tercera. Fuera quien fuera, no quiso correr riesgos.

—¿Qué drogas son? —preguntó Bryce.

—Bueno, tenemos una buena cantidad de terminasa acetilcolina —respondió Madison—, que trastorna las sinapsis e interfiere en las fijaciones a corto plazo. Luego, hay algo más, quizás un disolvente proteínico derivado de la puromicina, que actúa sobre las cadenas de ácido ribonucleico del cerebro y destruye los recuerdos más antiguos. Y sospecho también que nos enfrentamos con uno de los nuevos amnesiógenos experimentales, algo que todavía no he aislado, capaz de llegar muy hondo y destruir los esquemas motores básicos. De modo que nos han atacado por arriba, por abajo y por en medio.

—Eso explica muchas cosas. Los que no pueden recordar lo que hicieron ayer, los que han perdido parte de su memoria de adultos y los que ni siquiera recuerdan su nombre…, ya que actúa a diferentes niveles, según las personas.

—Teniendo en cuenta el metabolismo, la edad, la estructura del cerebro del individuo y la cantidad de agua que bebieron ayer, sí.

—¿Sigue contaminada el agua? —preguntó Bryce.

—Me atrevería a decir que no. He hecho que me trajeran muestras de agua de los distritos superiores. Todo está bien allí. El personal de la traída ha hecho comprobaciones por su cuenta y asegura lo mismo. Evidentemente, lo que sea fue introducido en la canalización ayer a primera hora, llegó a la ciudad y en este momento ya ha desaparecido. Tal vez queden residuos en las cañerías. Yo aconsejaría no beber agua tampoco hoy.

—¿Y qué dice la farmacopea sobre la efectividad de esas drogas?

—Cualquiera puede adivinarlo —repuso Madison, encogiéndose de hombros—. Tú lo sabrás mejor que yo. ¿Desaparece?

—No en el sentido normal —dijo Bryce—. Lo que sucede es que el cerebro crea un circuito de redundancia y obtiene el acceso a un duplicado de los recuerdos afectados… Como si se pasara a otro carril, por así decirlo… Naturalmente, siempre que hubiera un duplicado del sector en cuestión y mientras ese duplicado no se haya borrado también. Algunas personas recobrarán retazos de su memoria en unos cuantos días o unas cuantas semanas. Otros no.

—Magnífico —terminó Madison—. Te tendré informado, Tim.

Bryce cortó la llamada y preguntó al empleado de Comunicaciones:

—¿Tiene ya ese transmisor? Colóquelo tras el oído de Su Señoría.

El alcalde se echó a temblar. El aparatito fue instalado en su sitio.

—Señor alcalde —dijo Bryce—, voy a dictarle un discurso y usted lo transmitirá a todos los medios de comunicación. Será lo último que le pediré que haga hasta que tenga la oportunidad de recuperarse, ¿de acuerdo? Escuche cuidadosamente lo que digo y hable despacio. Imagine que mañana es el día de las elecciones y que su trabajo depende de lo bien que quede ahora. No va a actuar en directo. Habrá un desfase de quince segundos y contamos con un circuito de prueba para corregir sus errores, de modo que no hay razón alguna para que se sienta en tensión. ¿Me sigue? ¿Lo hará lo mejor que pueda?

—Tengo la mente nublada.

—Limítese a escucharme y repetir ante la cámara lo que yo diga. Sus reflejos de político le ayudarán. Ésta es su oportunidad para convertirse en un héroe. Estamos viviendo un momento histórico, señor alcalde. Lo que hagamos hoy pasará a la historia, como pasaron los sucesos del terremoto de 1906. Vamos ya. Repita. Habitantes de esta maravillosa ciudad de San Francisco…

Las palabras salían con toda facilidad de los labios de Bryce. Y ¡oh, maravilla!, el alcalde las repetía con una voz clara, resonante. Mientras pronunciaba su discurso, Bryce sintió en su interior el impulso del poder. Por un momento, se imaginó que era el líder electo de la ciudad y no únicamente el dictador (nombrado por sí mismo) en una emergencia. Resultaba una sensación interesante, casi extática. Lisa, que le observaba actuar, le sonrió amorosamente.

También él sonrió al mirarla. En este momento de gloria casi lograba olvidar su dolor al comprender que había perdido todos los recuerdos de su vida con ella. Por lo visto, era lo único que había perdido. Con una selectividad estúpida, la droga había anulado todo cuanto pertenecía a sus primeros cinco años de matrimonio. Kamakura le había dicho, hacía pocas horas, que el suyo era el matrimonio más feliz de cuántos conocía. Y ahora todo había desaparecido. Por lo menos, y contra todas las probabilidades, Lisa había sufrido una pérdida idéntica. En cierto modo, el hecho resultaba así más soportable. Habría sido horrible que uno de ellos recordara los buenos tiempos y el otro no tuviera ni idea. Gracias a eso, casi podía ignorar el tormento de la pérdida mientras siguiera trabajando. Casi.

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