Robert Silverberg - El día en que desapareció el pasado

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El día en que desapareció el pasado: краткое содержание, описание и аннотация

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Ella se despertó rápidamente, abriendo los párpados y agitando la cabeza.

—¡Oh! —exclamó al verle, subiéndose la sábana hasta la garganta. Luego, sonriendo, la bajó de nuevo—. ¡Qué bobada! No viene a cuento mostrarse tan púdica ahora, supongo.

—Lo mismo supongo yo. Hola.

—Hola —respondió. Parecía tan confusa como él.

—Tal vez te parezca estúpido —dijo Timothy—, pero anoche debí de beber o fumar algo raro porque me temo que no recuerdo en absoluto haberte traído a casa. Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Lisa —respondió ella—. Lisa… Falk —Pareció vacilar acerca del apellido—. ¿Y tú eres…?

—Tim Bryce.

—¿Y no recuerdas dónde nos conocimos?

—No —confesó Bryce.

—Ni yo tampoco.

Bryce saltó de la cama, sintiéndose algo turbado por su propia desnudez y luchando por controlar la vergüenza.

—Entonces debieron darnos a los dos lo mismo para fumar. ¿Sabes? —continuó tímidamente—. Ni siquiera recuerdo si lo pasamos bien anoche. Espero que sí.

—Creo que sí —dijo ella—, aunque tampoco puedo recordarlo. Sin embargo, me siento bien…, como suelo sentirme cuando… —Hizo una pausa—. No es posible que nos conociéramos anoche, Tim.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo la impresión de que hace más tiempo que te conozco.

—No sé por qué —dijo él, encogiéndose de hombros—. Quiero decir, y no pretendo ser grosero, que indudablemente los dos estábamos borrachos anoche, en las nubes. Nos conocimos, vinimos aquí y…

—No. Yo me siento como en casa. Como si llevara semanas y semanas viviendo contigo.

—Una idea encantadora. Pero estoy seguro de que no es cierto.

—Entonces, ¿por qué me siento como en casa?

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos.

Se dirigió al armario del dormitorio y dejó que su mano rozara el contacto. La puerta se abrió. Evidentemente, la computadora de la casa obedecía a sus huellas dactilares. ¿Habría hecho eso también anoche?, se preguntó Bryce. Ella rebuscó en el interior.

—Mis ropas —dijo—. Mira. Todos esos vestidos, abrigos, zapatos. Todo un armario. No hay la menor duda. Hemos estado viviendo juntos, y no lo recuerdo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Bryce.

—¿Qué nos han hecho? Escucha, Lisa, vamos a vestirnos y tomar algo y luego nos iremos juntos al hospital para un chequeo. Los dos.

—¿Al hospital?

—Al Fletcher Memorial. Pertenezco al Departamento de Neurología. Fuera lo qué fuese lo que nos dieron anoche a los dos, nos ha producido una amnesia retrógrada, con ciertas lagunas, es decir, vacíos en nuestra memoria. Podría ser grave. Si ha causado daño cerebral, tal vez éste no sea irreversible todavía, pero no hay tiempo que perder.

Lisa se llevó las manos a la boca, aterrada. Bryce sintió un impulso cálido y repentino de proteger a aquella deliciosa desconocida, de consolarla. Comprendió que debía de haber estado enamorado de ella, aunque no pudiera recordar quién era. Cruzó la habitación y la tomó en sus brazos, en un abrazo breve e intenso y ella respondió ansiosamente, aunque un poco temblorosa. A las ocho menos cuarto, estaban ya fuera de la casa y se dirigían hacia el hospital, en medio de un tráfico extraordinariamente fluido. Bryce la llevó rápidamente a la sala de personal. Ted Kamakura estaba ya allí, de uniforme. El pequeño psiquiatra japonés se inclinó brevemente.

—Buenos días, Tim —dijo. Luego, parpadeó—. Buenos días, Lisa. ¿Cómo es que estás aquí?

—¿La conoces? —preguntó Bryce.

—¡Qué pregunta tan extraña!

—Pues es muy importante.

—Claro que la conozco —dijo Kamakura y, de pronto, se borró de su rostro la sonrisa de bienvenida—. ¿Por qué? ¿Es que hay algo raro en eso?

—Tal vez tú la conozcas, pero yo no —confesó Bryce.

—¡Oh, Señor! ¡Tú también!

—Dime quién es, Ted.

—Es tu mujer, Tim. Os casasteis hace cinco años.

Hacia las once de la mañana del jueves, los Gerard lo tenían todo listo para la hora crítica del almuerzo en el Petit Pois. El caldero de sopa burbujeaba, las bandejas de caracoles estaban dispuestas para meterlas en el horno, las salsas iban cobrando cuerpo. Fierre Gerard quedó algo sorprendido ante la ausencia de la mayoría de sus clientes habituales. Ni siquiera el señor Munson, siempre tan puntual, apareció a las once y media. Algunos de esos clientes no habían faltado al almuerzo en el Petit Pois desde hacía quince años. Algo terrible debía de haber sucedido en la Bolsa, pensó Pierre, para que todos aquellos financieros siguieran pegados a sus mesas de trabajo, demasiado ocupados para llamarle y cancelar su reserva habitual. Sin duda ésa era la respuesta. Era imposible que todos los clientes se olvidaran de avisarle. La Bolsa debía de haberse hundido. Pierre tomó nota mentalmente de que tenía que llamar a su corredor después del almuerzo y averiguar qué ocurría.

Hacia las dos de la tarde del jueves, Paul Mueller entró en el Departamento de Instrumentos de Arte de Metchnikoff, en North Beach, para buscar y adquirir una varilla de soldar metal en bruto, pintura de altavoces y todas las cosas que necesitaba para la reanudación de su carrera de escultor. Metchnikoff le recibió muy serio.

—¡Nada de créditos para usted, señor Mueller, ni por diez centavos! —exclamó.

—De acuerdo. Esta vez voy a pagar en efectivo.

El tratante se animó.

—En ese caso, conforme…, tal vez. ¿Han terminado sus problemas?

—Eso espero —respondió Mueller.

Hizo el pedido. Ascendía a unos 2.300 dólares. Cuando llegó el momento de pagar, dijo que sólo tenía que acercarse a Montgomery Street a recoger el dinero de su amigo Freddy Munson, que le daría tres de los grandes. Metchnikoff empezó a enojarse de nuevo.

—¡Cinco minutos! —gritó Mueller—. ¡Estaré de regreso en cinco minutos!

Sin embargo, cuando llegó a la oficina de Munson, descubrió que aquello era un verdadero caos y que su amigo no se hallaba presente.

—¿No ha dejado un sobre para el señor Mueller? —preguntó a una apresurada secretaria—. Tenía que recoger algo muy importante aquí, esta tarde. Por favor, ¿quiere comprobarlo?

La muchacha se limitó a alejarse corriendo. Lo mismo hizo otra empleada. Un corredor le ordenó que abandonara la oficina.

—¡Hemos cerrado, amigo! —gritó.

Mueller se marchó desconcertado.

Como no se atrevía a volver a Metchnikoff con la noticia de que, después de todo, no había conseguido el efectivo, regresó sencillamente a su casa. Tres robots cobradores le esperaban ante la puerta. Cada uno de ellos empezó a gruñir sus amenazas en cuanto se acercó.

—Lo lamento —les detuvo Mueller—, no recuerdo nada de todo eso.

Entró en el apartamento. Se sentó en el desnudo suelo, furioso al pensar en las hermosas piezas que estaría construyendo de haber conseguido hacerse con los instrumentos de su oficio. No obstante, empezó a hacer esbozos. Al menos, los buitres le habían dejado lápiz y papel. Tal vez no fueran tan eficientes como una pantalla de computadora y una pluma luminosa, pero Miguel Ángel y Benvenuto Cellini se las habían arreglado muy bien sin computadoras ni plumas luminosas.

A las cuatro en punto, sonó el timbre de la puerta.

—¡Largúese! —aulló Mueller por el altavoz—. Vaya a ver a mi contable. No quiero saber de más apremios. Y la próxima vez que coja a uno de sus robots idiotas junto a mi puerta, voy a…

—Soy yo, Paul —dijo una voz en absoluto mecánica.

¡Carole!

Corrió a la puerta. Había siete robots rodeándola, y todos ellos trataron de abrirse paso. Los obligó a retroceder para que ella entrara. Un robot no se atrevería a tocar a un ser humano. Dio un portazo ante sus rostros metálicos y pasó el cerrojo.

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