Robert Silverberg - El día en que desapareció el pasado

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El día en que desapareció el pasado: краткое содержание, описание и аннотация

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Empezaron a levantarse algunas manos.

Había gente que lloraba o que gritaba, pero todos le aplaudían. Haldersen se sintió un charlatán, aunque sólo por un momento. Siempre había tenido espíritu de profeta, aun cuando hubiera actuado como un anodino erudito, un aburrido profesor de filosofía. Tenía en él cuanto un profeta necesita: la clara impresión del contraste entre la culpabilidad y la pureza, y la comprensión de la existencia del pecado. Esa comprensión le arrastraba ahora a celebrar su gozo en público, a buscar compañeros de su liberación —no, compañeros no, discípulos— para fundar la Iglesia del Olvido, aquí, en el parque de Golden Gate. El hospital podía haberle dado estas drogas hacia años, librándole así de la angustia. Bryce se había negado. Kamakura, Reynolds, todos los doctores de suaves palabras esperaban más pruebas, más experimentos con chimpancés o lo que fuera. Y Dios había dicho: Nathaniel Haldersen ha sufrido ya bastante por su pecado. En consecuencia, había echado una droga en la traída de aguas de San Francisco, la misma droga que los doctores le negaban, y por las cañerías que descendían de las montañas le había enviado el dulce elixir del olvido.

—¡Bebed conmigo! —gritó—. ¡Bebed todos los que sufrís y vivís angustiados! ¡Nosotros mismos buscaremos la droga! ¡Y purificaremos nuestras almas doloridas! ¡Bebed esta agua benéfica y cantad a la gloria de Dios que nos concede el olvido!

Freddy Munson había pasado la tarde y la noche del jueves, y luego todo el viernes, encerrado en su apartamento, cortadas todas las comunicaciones con el mundo exterior. No quería recibir ni hacer llamadas, no hacía caso del televisor y había conectado el xerofax de las cotizaciones sólo tres veces en aquellas treinta y seis horas.

Sabía que había llegado el fin y trataba de decidir cómo reaccionar.

Su memoria parecía haberse estabilizado. Todavía seguía sin recordar cinco semanas de maniobras mercantiles, pero ya no había más vacíos. Claro que eso no importaba. Estaba ya metido en un buen lío. Y a pesar de la declaración tan optimista del alcalde la noche anterior, Munson no había descubierto ninguna prueba de que la pérdida de la memoria desapareciera. Era incapaz de reconstruir los detalles que se habían desvanecido.

Sabía que no existía un peligro inmediato. La mayoría de los clientes cuyas cuentas había alterado a su gusto eran viejos acaudalados, que no se preocuparían por las acciones hasta que recibieran la relación de cuentas del mes próximo. Le habían dado plenos poderes, gracias a lo cual había utilizado sus recursos en beneficio propio. Hasta ahora, Munson siempre había logrado completar sus transacciones dentro del mes, de modo que las declaraciones enviadas cuadraran al céntimo. Había resuelto el problema de la retirada de acciones, que luego debían figurar en el estado de cuentas, alterando la computadora de la casa para que no lo revelara, siempre que la cuenta quedase clara a fin de mes. De ese modo, tomaba prestadas 10.000 acciones de Vías Espaciales Unidas o de I.B.M. durante dos semanas, se servía del stock como garantía para sus negocios propios y las devolvía a sus respectivas cuentas a tiempo para que nadie lo supiera. Dentro de tres semanas, los extractos de fin de mes mostrarían unas retiradas de acciones inexplicables en muchas cuentas, y él se vería en un grave aprieto.

Incluso el problema podía presentarse antes, proveniente de otra dirección. Desde que se inició la crisis en San Francisco, el mercado de valores había bajado de golpe. Probablemente el lunes empezarían a llamarle para que iniciara las operaciones. La Bolsa de San Francisco estaba cerrada, claro. No había abierto desde el jueves por la mañana, ya que la mayoría de los corredores habían sido afectados por la amnesia. Pero sí lo estaba la Bolsa de Nueva York, que había reaccionado muy mal ante las noticias de San Francisco, sin duda por temor a que todo obedeciera a una conspiración y el país entero se viera lanzado al caos. Cuando se abriera de nuevo la Bolsa local, el lunes, si es que se abría, sin duda se ajustaría a los últimos precios de Nueva York, o se aproximaría mucho a ellos. Y seguiría bajando. Le pedirían a Munson que presentara efectivo o bien garantías adicionales para cubrir sus préstamos. Desde luego, no tenía efectivo, y el único modo de conseguir acciones adicionales sería intervenir más cuentas, agravando así el delito. Por otra parte, si no accedía a las peticiones de depósito de fondos, le descubrirían y jamás conseguiría devolver las acciones a las cuentas de donde las tomara, aunque lograra recordar de dónde había salido cada una.

Estaba atrapado. Podía optar por seguir así unas cuantas semanas, esperando a que cayera el hacha, o largarse ahora mismo. Prefería hacerlo ahora mismo.

¿Pero adonde se iría?

¿Caracas? ¿Reno? ¿Sao Paulo? No, esos santuarios de los deudores no le servirían de nada. El no era un deudor corriente. Era un ladrón, y los santuarios no protegían a los criminales, sólo a los que habían hecho bancarrota. Tendría que ir más lejos, hasta Luna Dome. No había extradición en la Luna. Pero tampoco esperanzas de volver.

Munson cogió el teléfono, confiando en hablar con su agente de viajes. Dos billetes para la Luna, por favor. Uno para él, otro para Helena. Si ella no quería acompañarle, se iría solo. No; no de ida y vuelta. El agente no contestó. Munson probó el número varias veces. Encogiéndose de hombros, decidió pedirlo directamente y llamó a Vías Espaciales Unidas. El número estaba comunicando.

—¿Ponemos su llamada en la lista de espera? —preguntó la computadora—. Hay tres días de demora, según el estado actual de la lista de llamadas, antes de que podamos pasar la suya.

—Déjelo —murmuró Munson.

Acababa de recordar que, de todos modos, San Francisco estaba incomunicado. A menos que tratara de hacerlo a nado, no lograría salir de la ciudad para ir al puerto espacial, aunque consiguiera adquirir los billetes a la Luna. Estaba atrapado hasta que abrieran de nuevo las rutas de tránsito. ¿Cuánto tardarían? ¿El lunes, el martes, el viernes próximo? No iban a mantener aislada la ciudad para siempre… ¿O sí?

Todo se resumía, pensó Munson, en el índice de probabilidades. ¿Descubriría alguien las discrepancias en las cuentas antes de que hallara el modo de escapar a la Luna, o su salida llegaría demasiado tarde? Llevado a ese límite, la cuestión se convertiría en una apuesta interesante, en vez de ser generadora de pánico. Dedicaría el fin de semana a encontrar un medio de salir de San Francisco y, si fallaba, trataría de mostrarse estoico y enfrentarse a lo que le esperaba.

Ya más sereno, recordó que había prometido unos cuantos miles de dólares a Paul Mueller para ayudarle a equipar su estudio de nuevo. Se entristeció al descubrir que se le había ido de la memoria. Le gustaba ayudar. E incluso ahora, ¿qué significaban para él dos o tres de los grandes? Disponía de mucho activo recuperable. Lo mismo daba que le prestara un poco de dinero a Paul, antes de que los abogados cayeran sobre él.

Sin embargo, había un problema. Contaba con menos de cien dólares en efectivo —¿quién se molestaba en llevar dinero encima?— y no podía ordenar por teléfono una transferencia de fondos a la cuenta de Mueller porque Paul ya no tenía una cuenta con la computadora, ni siquiera teléfono. Tampoco había modo de conseguir tanto dinero en efectivo a esta hora de la tarde, especialmente estando la ciudad paralizada. Y se aproximaba el fin de semana. Por fin, Munson tuvo una idea. ¿Y si se iba de compras con Mueller mañana y cargaba sencillamente en su propia cuenta lo que necesitara el escultor? Estupendo. Tomó el teléfono para arreglar la cita, recordó que Mueller no lo tenía y decidió decírselo en persona. Ahora mismo. De todos modos, le vendría bien tomar el aire.

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