John Tolkien - El hobbit
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—¡Bien, aquí tenemos el Bosque Negro! —dijo Gandalf—. El bosque más grande del mundo septentrional. Espero que os agrade. Ahora tenéis que enviar de vuelta estos poneys excelentes que os han prestado.
Los enanos quisieron quejarse, pero el mago les dijo que eran unos tontos.
—Beorn no está tan lejos como vosotros pensáis, y de cualquier modo será mucho mejor que mantengáis vuestras promesas, pues él es un mal enemigo. Los ojos del señor Bolsón son más penetrantes que los vuestros, si no habéis visto de noche en la oscuridad un gran oso que caminaba a la par con nosotros, o se sentaba lejos a la luz de la Luna, observando nuestro campamento. No sólo para guiaros y protegeros, sino también para vigilar los poneys. Beorn puede ser amigo vuestro, pero ama a sus animales como si fueran sus propios hijos. No tenéis idea de la amabilidad que ha demostrado permitiendo que unos enanos los monten, sobre todo en un trayecto tan largo y fatigoso, ni de lo que sucedería si intentaseis meterlos en el bosque.
—¿Y qué hay del caballo? —dijo Thorin—. No dices nada sobre devolverlo.
—No digo nada porque no voy a devolverlo.
—¿Y qué pasa con tu promesa?
—Déjala de mi cuenta. No devolveré el caballo, cabalgaré en él.
Entonces supieron que Gandalf iba a dejarlos en los mismísimos lindes del Bosque Negro, y se sintieron desesperados. Pero nada de lo que dijesen lo haría cambiar de idea.
—Todo esto lo hemos tratado ya antes, cuando hicimos un alto en la Carroca —dijo—. No vale la pena discutir. Como ya he dicho, tengo un asunto que resolver, lejos al sur; y no puedo perder tiempo con todos vosotros. Quizá volvamos a encontrarnos antes de que esto se acabe, y puede que no. Eso sólo depende de vuestra suerte, coraje, y buen juicio; envío al señor Bolsón con vosotros, ya os he dicho que vale más de lo que creéis y pronto tendréis la prueba. De modo que alegra esa cara, Bilbo, y no te muestres tan taciturno. ¡Alegraos, Thorin y Compañía! Al fin y al cabo, es vuestra expedición. ¡Pensad en el tesoro que os espera al final, y olvidaos del bosque y del dragón, por lo menos hasta mañana por la mañana!
Cuando el mañana por la mañana llegó, Gandalf seguía diciendo lo mismo. Así que ahora nada quedaba por hacer excepto llenar los odres en un arroyo claro que encontraron a la entrada del bosque, y descargar los poneys. Distribuyeron los bultos con la mayor equidad posible, aunque Bilbo pensó que su lote era demasiado pesado, y no le hacía ninguna gracia la idea de recorrer a pie millas y millas con todo aquello a sus espaldas.
—¡No te preocupes! —le dijo Thorin—. Todo se aligerará muy pronto. Antes de que nos demos cuenta, estaremos deseando que nuestros fardos sean más pesados, cuando la comida empiece a escasear.
Entonces por fin dijeron adiós a los poneys y les pusieron las cabezas apuntando á la casa de Beorn. Los animales se marcharon trotando, y parecían muy contentos de volver las colas hacia las sombras del Bosque Negro. Mientras se alejaban, Bilbo hubiera jurado haber visto algo parecido a un oso que salía de entre las sombras de los árboles e iba tras ellos arrastrando los pies.
Gandalf se despidió también. Bilbo se sentó en el suelo sintiéndose muy desgraciado y deseando quedarse con el mago, montado a la grupa de la alta cabalgadura. Acababa de adentrarse en el bosque justo después del desayuno (por cierto bastante frugal), y todo estaba allí tan oscuro en plena mañana como durante la noche, y muy en secreto se dijo a sí mismo: «Parece como si algo esperara y vigilara».
—Adiós —dijo Gandalf a Thorin—. ¡Y adiós a todos vosotros, adiós! Ahora seguid todo recto a través del bosque. ¡No abandonéis el sendero! Si lo hacéis, hay una posibilidad entre mil de que volváis a encontrarlo, y nunca saldréis del Bosque Negro, y entonces os aseguro que ni yo ni nadie volveremos a veros jamás.
—¿Pero es realmente necesario que lo atravesemos? —gimoteó el hobbit.
—¡Sí, así es! —dijo el mago—. Si queréis llegar al otro lado. Tenéis que cruzarlo o abandonar toda búsqueda. Y no permitiré que retrocedas ahora, señor Bolsón. Me avergüenza que se te haya ocurrido. Eres tú quien desde ahora tendrá que cuidar a estos enanos en mi lugar —Gandalf rió.
—¡No! ¡No! —dijo Bilbo—. Yo no quería decir eso. Pregunto si no hay algún otro camino bordeándolo.
—Hay, si lo que deseas es desviarte doscientas millas o más al norte, y cuatrocientas al sur. Pero ni siquiera entonces encontrarías un sendero seguro. No hay senderos seguros en esta parte del Mundo. Recuerda que estás ahora en las fronteras de las tierras salvajes, expuesto a todo, dondequiera que vayas. Antes de que pudieras bordear el Bosque Negro por el norte, te encontrarías justo entre las laderas de las Montañas Grises, plagadas de trasgos, hobotrasgos y orcos de la peor especie. Antes de que pudieras bordearlo por el sur, te encontrarías en el país del Nigromante; y ni siquiera tú, Bilbo, necesitas que te cuente historias del hechicero negro. ¡No os aconsejo que os acerquéis a los lugares dominados por esa torre sombría! Manteneos en el sendero del bosque, conservad vuestro ánimo, esperad siempre lo mejor y con una tremenda porción de suerte puede que un día salgáis y encontréis los Pantanos Largos justo debajo; y más allá, elevándose en el este, la Montaña Solitaria donde habita el querido viejo Smaug, aunque confío en que no os esté esperando.
—Muy consolador de tu parte, puedes estar seguro —gruñó Thorin—. ¡Adiós! ¡Si no vienes con nosotros es mejor que te largues sin una palabra más!
—¡Adiós entonces, esta vez de verdad adiós! —dijo Gandalf, y dando media vuelta, cabalgó hacia el oeste; pero no pudo resistir la tentación de ser el último en decir algo, y cuando aún podían oírlo, se volvió y llamó poniendo las manos a los lados de la boca, oyeron la voz débilmente—: ¡Adiós! Sed buenos, cuidaos, ¡ y no abandonéis el sendero !
Luego se alejó al galope y pronto se perdió en la distancia.
—¡Oh, adiós y vete de una vez! —farfullaron los enanos, todos de lo más enfadados, realmente abrumados de consternación.
Ahora empezaba la parte más peligrosa del viaje. Cada uno cabalgaba con un fardo pesado y el odre de agua que le correspondía, y dejando detrás la luz que se extendía sobre los campos, penetraron en la floresta.
8
Moscas y arañas
Caminaban en fila. La entrada del sendero era una suerte de arco que llevaba a un túnel lóbrego formado por dos árboles inclinados, demasiado viejos y ahogados por la hiedra y los líquenes colgantes para tener más que unas pocas hojas ennegrecidas. El sendero mismo era estrecho y serpenteaba por entre los troncos. Pronto la luz de la entrada fue un pequeño agujero brillante allá atrás, y en el silencio profundo los pies parecían golpear pesadamente mientras todos los árboles se doblaban sobre ellos y escuchaban.
Cuando se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver un poco, a los lados, una trémula luz de color verde oscuro. En ocasiones, un rayo de Sol que alcanzaba a deslizarse por una abertura entre las hojas de allá arriba, y escapar a los enmarañados arbustos y ramas entretejidas de abajo, caía tenue y brillante ante ellos. Pero esto ocurría raras veces, y cesó pronto.
Había ardillas negras en el bosque. Los ojos penetrantes e inquisitivos de Bilbo empezaron a vislumbrarlas fugazmente mientras cruzaban rápidas el sendero y se escabullían escondiéndose detrás de los árboles. Había también extraños ruidos, gruñidos, susurros, correteos en la maleza y entre las hojas que se amontonaban en algunos sitios del bosque; pero no conseguían ver qué causaba estos ruidos. Entre las cosas visibles lo más horrible eran las telarañas: espesas telarañas oscuras, con hilos extraordinariamente gruesos; tendidas casi siempre de árbol a árbol, o enmarañadas en las ramas más bajas, a los lados. No había ninguna que cruzara el sendero, y no pudieron adivinar si esto era por encantamiento o por alguna otra razón.
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