Jordi Sierra i Fabra - Campos de fresas
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– En serio.
– Mirad que como mañana me despierte en una cama ajena y no recuerde nada… Os mato, ¿vale?
– Todo depende de cómo sea él.
– ¡Pero si no es más fuerte que una anfeta, cagada!
– Por eso vale dos mil cucas, ¿no?
– ¡Cómo te enrollas!
– Venga, tía, va.
– Que no, en serio.
– Serás…
– ¿Vas a ser la única que pase?
– En fin… pero no se lo digáis a Eloy.
– A ver si es que vas a tener que pedirle permiso para todo, tú.
– Venga, venga, que vamos a arrasar.
– ¿Habéis oído hablar del Special K ?
– No, ¿qué es?
– ¡Huy, lo más fuerte! ¡Y lo último!
– No toméis alcohol con esto, ¿eh? Te deshidratas. Y bebed agua cada hora, pero sin pasarse.
– Muy enterado estás tú.
– Hombre, hay que saber de qué va la película.
– ¿Qué tal? ¿Flipa o no flipa?
– Yo no siento nada.
– ¡Venga, vamos a bailar! ¡Que circule!
Santi volvió a abrir los ojos.
Jadeaba, y el corazón le latía con mucha fuerza en el pecho. No era Cinta, sino él, quien necesitaba que le abrazaran ahora.
– Cinta… -susurró.
No hubo respuesta.
24
Cinta miraba las rendijas de la persiana, los segmentos horizontales por los cuales se filtraba la luz del sol. No tenía sueño, ni pizca de sueño, aunque agradecía el hecho de poder estar tumbada, en silencio. Lo único malo del silencio era oír el eco de sus propios pensamientos. Un eco cargado de reverberaciones que la aturdían.
Y no podía escapar de las mismas. Eran como ondas que se dilataban y se contraían en la superficie quieta de un lago.
Ella y Luciana habían sido las más reacias a tomar la pastilla. Una cosa eran las anfetas o alguna bebida fuerte, y otra muy distinta una pastilla de éxtasis. Raúl, y Máximo, y también Santi en el fondo, incluso la misma Ana, fueron los motores. Raúl y Máximo estaban habituados. En realidad, ni Ana ni Paco formaban parte del grupo, pero los conocían. Ella parecía estar de vuelta de todo. Demasiado.
Una simple pastilla blanca, redonda, del tamaño de una uña, o tal vez más pequeña.
¿Cómo era posible que…?
– Oye, ¿no dices que quieres probar nuevas experiencias, y que le has dicho a Eloy que vas a tomártelo con calma? Pues empieza.
– Creo que soy idiota.
– Bueno, mañana le llamas y le dices que eres idiota. Pero esta noche vamos a soltarnos el pelo.
– La verdad es que pagar dos mil del ala por esto…
– A mí no me irá mal dejar de pensar un rato. Tengo los exámenes metidos en el tarro.
– Seguro que me mareo y vomito.
– ¡Jo, qué moral, tía! ¡Tómatela ya y calla de una vez!
Ojalá hubiera vomitado. Cuando la vio caer al suelo, y se dio cuenta de lo mal que estaba… Y todo lo que ocurrió después, cuando la sacaron fuera, y empezaron los gritos, y la espera de la ambulancia, y todo lo demás…
Santi tal vez tuviera razón: necesitaba un poco de cariño, amor, ternura, tal vez sexo. Pero no se movió.
Recordaba cuando se conocieron. Hacían cola para comprar dos entradas del concierto de su grupo preferido, y de pronto cerraron la taquilla y anunciaron que se habían agotado. Luciana se echó a llorar, y ella empezó a gritar, dispuesta a saltar sobre la taquilla y abrirla a golpes. Sin saber cómo, se vieron una junto a la otra, llorando desconsoladas, y abrazándose. No sabían nada la una de la otra, pero compartían su amor infinito por ellos, los cinco chicos más guapos de la creación, los que mejor cantaban, los que mejor bailaban, los que mejor se movían…
No pudieron ir a ese concierto, pero desde entonces fueron como hermanas. Luego, Luciana le presentó a Loreto. Eran íntimas, pero a Loreto la música le importaba menos, así que Luciana y ella tenían muchas más cosas en común.
Incluso tenían planes. Se querían ir a vivir juntas. Y solas.
De pronto todo parecía increíble, lejano, y sobre todo, ¡tan absurdo!
Una simple noche, una simple pastilla que se suponía iba a disparar…
Sí, disparar era la palabra exacta.
Como todas las armas, el disparo podía llegar a ser mortal.
25
Máximo tampoco podía dormir.
La pelea entre sus padres a causa de él había cesado hacía rato, y ahora la casa estaba en silencio, pero su mente era un hervidero. Creía que un descanso, atemperar los nervios, le vendría bien, y descubría que no, que la soledad era peor. El silencio se convertía en un caos.
Cinta y Santi estaban juntos, pero él no tenía a nadie.
Nunca había tenido a nadie. El loco de Máximo.
Loco o no, ahora no podía eludir su responsabilidad. Eloy tenía razón. La culpa era suya, no toda, pero sí gran parte. Fue él quien llevó las malditas pastillas a Luciana, Cinta y Santi. Él y, por supuesto, Raúl.
Aún más condenadamente loco.
– ¡Vamos, tío, si compramos un puñado nos las rebaja!
– ¿Colocan bien?
– ¿De qué vas? Te estoy hablando de éxtasis, no de ninguna mierda de esas de colores para críos con acné.
– Que ya lo sé, hombre, ¿qué te crees? Pero no sé si ellas…
– ¿Luci y Cinta? ¿Qué son, bebés? ¡Eh, colega!
Entonces había aparecido él.
El camello.
Tal y como se lo describió al inspector.
– Recién llegadas. ¿A que son bonitas? ¿Veis? Una luna. Dos mil cada una si compráis media docena. Precio de amigo.
– De amigo sería a mil.
– Sí, hombre, si quieres te las regalo.
– ¡Anda ya!
Se conocían. Raúl y el camello se conocían.
Entonces fueron con Cinta, Santi y Luciana. Paco y Ana también estaban allí. Siete pastillas. Catorce mil pesetas. Raúl ya llevaba algo encima, porque no paraba de moverse, de reír, de gritar, con los ojos iluminados.
Raúl era de los que aguantaban todo el fin de semana, de viernes a lunes prácticamente. Cuatro días de bajada y al siguiente viernes, vuelta a empezar. Era su vida.
La música, la mákina y el bakalao, la disco, el movimiento continuo.
Y en un momento determinado, todos formando una cadena, el camello, Raúl, él, y, finalmente, Luciana.
Una cadena que se rompía por el eslabón más pequeño y más débil.
Aparte de Loreto, la única chica que le había importado, y que ya no era más que una sombra de sí misma por culpa de la maldita bulimia.
¿Por qué se destruían a sí mismos?
Suspiró con fuerza, para sentirse vivo, pero sólo consiguió recordar que Luciana ya no podía hacerlo. El dolor se le hizo entonces insoportable. Y no tenía ni idea de cómo arrancárselo.
Si Luciana moría…
Si permanecía en coma durante meses, o años…
Máximo se levantó de un salto. Estaba temblando.
26
Eloy tuvo suerte. No se vio obligado a llamar desde el interfono. Un hombre, llevando de la mano a un niño, salía del portal, y él se coló dentro sin necesidad de llamar. Ni siquiera esperó el ascensor. Total, sólo eran tres pisos. Los subió dando zancadas que devoraron los peldaños de dos en dos y se detuvo ante la puerta el tiempo justo para coger aire. Luego llamó.
Le abrió Julia. La conocía. Era una preciosidad de catorce años, que daría mucho que hablar cuando se formara un poco más, si es que ya no lo hacía ahora. Rubia, de pecho pequeño y puntiagudo, ojos grises, piernas largas que ella resaltaba con ajustadas minifaldas de tubo…
– Vaya -le sonrió-. Es toda una sorpresa. ¿Cómo estás?
– Bien -mintió-. ¿Está Raúl?
Su hermana pareció sorprenderse por la pregunta.
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