Jordi Sierra i Fabra - El Enigma Maya

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El 27 de noviembre del año 2012, la embajada española en México tuvo que notificar a Georgina Mir, como único familiar vivo, que su padre, un famoso arqueólogo, había desaparecido, sin dejar ningún rastro, hacía tres días en Palenque, donde realizaba una excavación. Como una cruel broma, Georgina sintió que el destino se divertía con su familia: trece años antes, su madre también había desaparecido. Nunca la volvieron a ver. Todavía conmocionada, la joven viaja a Palenque dispuesta esta vez a no quedarse sin respuestas, a remover la tierra y el cielo si fuera necesario para recuperar a su padre. Lo que no podía imaginar es que se vería envuelta en una alocada carrera de pistas hasta dar con una verdad para la que no estaba preparada.

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Luego la dejaron tranquila.

Desayunó.

Y por supuesto no fue casual que justo al sorber la última gota de su café, apareciera él.

Era un hombre de algo más que mediana edad, cincuenta y muchos años, no muy alto, relativamente orondo,

hebras de plata en la cabeza y bastón con empuñadura de verdadera plata en la mano, aunque no daba la impresión de tener ninguna dificultad para caminar. La sotabarba sí era generosa, y las bolsas bajo los ojos, perspicaces, vivos. Vestía con corrección, incluso con exceso de elegancia dada la temperatura, porque llevaba una chaqueta de lino por encima de su camisa abotonada hasta el cuello.

La iluminó con una sonrisa antes de comenzar a hablar.

– Señorita Mir…

Joa dejó la taza y lo contempló sin ambages. Con una desaparición de por medio, el misterio y el registro de su casa de Barcelona o las cosas de su padre allí, simplemente estaba en guardia. Cualquier noticia podía ser buena, o mala.

Lo único que hizo fue esperar.

– ¿Puedo sentarme?

– ¿Quién es usted?

– Permítame que me presente -le tendió una mano flácida-. Me llamo Nicolás Mayoral. Quería hablarle de Julián Mir -pronunció el nombre con respeto.

No parecía mexicano, hablaba un español correcto, sin acentos, neutro. Era la primera persona que quería hablarle de su padre.

Intentó no transmitir emoción alguna.

– ¿Le conoce?

– ¿Puedo? -insistió el aparecido.

Joa asintió y esperó a que se acomodara. No se quitó la chaqueta, pero sí dejó el bastón apoyado en la mesa, cerca de su mano derecha. La empuñadura tenía forma de cabeza de león, melena incluida. Un simple detalle. El personal del hotel se volvía a mirarla, pero sus rostros tampoco le dijeron mucho.

– ¿Cómo sabía que estaba aquí?

– Palenque es un pueblecito muy pequeño.

– ¿Le avisó alguien del hotel?

Nicolás Mayoral exhibió una sonrisa de complicidad.

– ¿Qué importa eso, señorita? Lo único que sí cuenta es que está aquí, buscándole.

– ¿Sabe dónde está?

– No -le mostró las palmas de las manos abiertas-. Lo siento.

– Entonces…

– Necesito su ayuda, y usted la mía.

– ¿Por qué?

– Porque usted no sabe lo que está ocurriendo y yo sí -fue sincero a la par que contundente.

– ¿Y qué está ocurriendo, señor Mayoral?

– ¿Puedo hacerle unas pocas preguntas primero? Después responderé a todas las suyas.

Lo evaluó.

– Adelante -dijo sin que trasluciera su nerviosismo, controlando cada gesto y la entonación de cada palabra.

– ¿Trabaja usted mucho con su padre?

– Tengo mis estudios. Cuando puedo le acompaño, en verano, Navidad…

– Así que últimamente…

– El curso académico en España arranca en septiembre. Desde entonces apenas si le había visto.

– ¿Sabe qué estaba haciendo en México?

– No.

El hombre arqueó una ceja. Más que duda reveló sorpresa.

– Mi padre siempre estaba excavando o investigando en algún lugar. Es un enamorado de su profesión, una persona que vive en el presente buscando las respuestas del pasado.

– Y no le dijo qué buscaba ahora -no fue una pregunta, sino una aseveración.

– Palenque es un tesoro con mucho por desenterrar y descubrir. No era la primera vez que estaba aquí. Me hablaron en la embajada de unas nuevas tumbas recién abiertas, la veinticinco, la veintiséis y la veintisiete.

– Entiendo -suspiró el hombre acariciando con una mano la cabeza de su bastón, igual que si le rascara la melena al león.

Joa se movió con inquietud.

– ¿Qué es lo que entiende?

– ¿Qué sabe de su madre, señorita?

Era lo último que esperaba, que el recién llegado le hablara de su madre.

– ¿Perdone? -no le ocultó su sorpresa.

– Responda, por favor.

– ¿Qué tiene que ver mi madre con todo esto?

– Se lo diré. Pero primero le toca usted. Es lo que hemos convenido.

– Mi madre desapareció hace años, el 15 de septiembre de 1999, siendo yo una niña. Han pasado trece años.

– ¿Y…?

– Nada más, eso es todo -intentó no encolerizarse, aunque no sabía por qué se sentía furiosa.

– ¿Conoce su origen?

– ¿Qué tiene que ver…?

– Respóndame, se lo ruego.

– Fue encontrada en la tierra de los huicholes. La adoptó mi abuela y vivió allí hasta la llegada de mi padre. Se enamoraron, se casaron y vivió en Barcelona hasta su desaparición.

– ¿Eso es todo?

– ¡Sí!

– ¿Y no le extraña que ahora sea su padre el que haya desaparecido?

Tuvo la sensación de que el hombre era un gato y ella un ratón. Como si jugara antes de decidir zampársela. Nada de lo que acababa de decirle le era desconocido, estaba segura.

– ¿Por qué no me cuenta su historia, señor Mayoral? -se cruzó de brazos y apoyó la espalda en el respaldo de su silla.

– Es justo -asintió él-. Adelante. ¿Qué quiere saber?

No sabía ni por dónde empezar. Volvía el recuerdo de su madre en medio de la desaparición de su padre, y se mantenía la incertidumbre, la tensión, la duda acerca de quién era su visitante…

Así que, ante todo, buscó la forma de serenarse.

No permitir que él llevara la iniciativa.

A fin de cuentas, si aquel hombre estaba allí era por

algo.

– ¿Quién es usted? -fue su primera pregunta.

9

Nicolás Mayoral le tendió una tarjeta de visita.

– No es mucho

– Joa la dejó sobre la mesa después de leerla.

– Tengo algunas propiedades, tierras, negocios, aquí, en Colombia, en Argentina, en Belize…

– ¿A qué se dedica?

– Me interesa el futuro.

– Lo siento -hizo ademán de ir a levantarse-. Si no es más explícito, no veo la razón de seguir aquí hablando con usted. Tengo cosas que hacer, como por ejemplo tratar de saber qué le ha sucedido a mi padre.

– Ya está en el camino, créame.

Detuvo su gesto.

– ¿Hablando con usted?

– Sí.

– Le repetiré la pregunta que le he hecho hace un minuto: ¿qué tiene que ver mi madre con todo esto?

– Su padre la está buscando, señorita Mir. Eso sí la paralizó.

– ¿Cómo sabe que él…?

– No se lo dijo, ¿verdad? -habló despacio, impregnándola-. Nunca ha dejado de buscarla, y ahora puede que esté cerca, muy cerca, más de lo que nunca lo ha estado.

Joa supo que la sangre había huido de su rostro. De pronto se sintió pesada, aplastada en aquella silla.

– ¿Aquí, en Palenque?

– Sí.

– Mi madre desapareció muy lejos de Palenque, señor.

– El mundo es pequeño para según qué. Lo extraordinario está allá afuera -y levantó un dedo apuntando al techo, y por encima de él al cielo, y más allá del cielo…

– ¿Va a decírmelo de una vez?

Nicolás Mayoral dejó la cabeza del león. Puso las dos manos sobre la mesa, contempló los restos del desayuno de su interlocutora y luego se enfrentó a sus ojos. Joa sintió cómo se los atravesaba hasta llegar casi a su mente. Aun así no hizo nada. Esperó.

– Su madre no era de este mundo, Georgina.

El silencio fue una explosión.

Y ellos, inmóviles, dos estatuas.

– ¿Cómo dice? -reaccionó.

– Vino de más allá de las estrellas, del espacio, de otro mundo galáctico, como prefiera llamarlo.

– No tiene gracia, señor.

– Georgina, reflexione.

– No le conozco de nada, aparece como si tal cosa y me dice que mi madre era una marciana.

– No lo frivolice. En Marte no hay vida. En el espacio exterior sí.

– ¡Por Dios! -rezongó más y más inquieta.

– Su padre nunca le dijo nada, me consta. Y más después de su desaparición siendo tan niña, tratando de protegerla.

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