Daniel C. NARVÁEZ - Horizonte Vacio

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Jukka Lehto, desolado por no haber tomado la decisión correcta en su momento, decidió dar un cambio radical a su vida. Renunció al mundo de la docencia y se refugió en la rutina de un trabajo repetitivo.Un par de hechos fortuitos se cruzaron en su camino haciendo que conociera a dos mujeres: Helena y Jana. Desde ese día, sus miedos, sus silencios y una serie de mentiras hábilmente disfrazadas se convirtieron en el verdadero rostro del microcosmos que Jukka percibía como seguro.

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Horizonte Vacio

Daniel C. NARVÁEZ

© Daniel C. NARVÁEZ, 2018

ISBN 978-83-8155-397-1

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1

Jukka puso el intermitente saliendo de la autovía en dirección a Elda. Había estado conduciendo toda la noche y frente a él, en el horizonte, se comenzaba a ver la claridad de un nuevo amanecer. Sabía que en un lugar de ese lejano horizonte se encontraba el Mediterráneo. Pero no era el día propicio para alcanzarlo. Había sido una típica noche de diciembre: larga, oscura, fría. Los seiscientos treinta kilómetros de recorrido se le habían hecho eternos, sólo con la ayuda de un par de bebidas cargadas de cafeína había podido aguantar al volante. Eso y la compañía de las emisoras de radio y su colección de cds de Hawkwind.

Siglas y señales lo habían martilleado durante el camino: A—1, A—3, A—31. En el retrovisor se alejaban los nombres de poblaciones que no conocía más que por pasar junto a ellas. Seis provincias, casi a provincia por hora: Burgos, Segovia, Madrid, Cuenca, Albacete y Alicante. De recuerdo, el mal trago del Puerto de Somosierra, donde su coche había luchado con el gélido aire del exterior para poder avanzar centímetro a centímetro sobre una superficie que amenazaba con helarse cada vez más a cada minuto. Durante el trayecto había vivido las situaciones típicas: el juego limpio de los camioneros indicando con los intermitentes la posibilidad de adelantar; el cabreo ante el típico acosador pegado al maletero del coche con las luces largas encendidas; los frenazos al avisar el navegador GPS con un pitido agudo la cercanía de un radar; la desgana de los dependientes de las áreas de servicio al pedir la llave del aseo. En definitiva, el fascinante mundo de la conducción nocturna.

Curiosamente este viaje no entraba en sus planes. Pero allí estaba, entrando en una ciudad a la que, aparentemente, nada le unía. Este pensamiento le rondaba la mente una y otra vez junto a una incómoda sensación de sueño, porque, al no esperar el desplazamiento, el día anterior —un jueves— lo había pasado entre corrección de exámenes, tutorías y reuniones en la Facultad. Había terminado un poco cansado, pero en lugar de irse a su piso, donde seguramente se habría instalado cómodamente en el sofá frente al televisor para ver una película antigua, o reciente; de nacionalidad exótica o de alguna república actualmente inexistente; relajarse y al mismo tiempo tomar nuevas ideas para sus clases, había cedido ante la insistencia de Arantxa, una colega con la que le gustaba pasar ratos muertos hablando de películas y series de televisión, con la que intercambiaba habitualmente DVD.

Jueves, 17 de diciembre de 2009 —una fecha que siempre recordaría—, sobre las cuatro de la tarde, Arantxa lo llamó al despacho y le insistió para mantener una de sus conversaciones. Estaban compartiendo el visionado de unas series policiacas y según ella, “tenían que comentar ya mismo lo que habían visto”. En el fondo Jukka tenía ganas de romper la rutina y sobre todo de hablar con alguien. No es que se llevara mal con el resto de sus colegas. Simplemente no había relación más allá de la típica charla sobre cuestiones de trabajo. El día a día le resultaba vacío y cansino.

Pero con Arantxa podía hablar de otros temas, no en vano tenían gustos semejantes e inquietudes parecidas. Ella, con sus treinta y dos años, diez años más joven que él, tenía una mirada viva, inquieta, con un brillo que se disparaba cuando empezaba a aprender de un tema que desconocía. Para ser profesora, y eso a Jukka le gustaba, solía terminar las frases con groserías y conjugando de todas las formas posibles: “joder” y “a tomar por culo”. En alguna ocasión se había referido a sí misma, cansada de desplazarse semanalmente de Madrid a Burgos, para atender sus horas de clases y tutorías, “como puta por rastrojos”. Jukka le había dicho, en broma, que hablaba como un estibador de puerto. Aunque él le solía replicar con alguno de los sonoros vocablos malsonantes que sabía en finés, aprendidos de su abuelo: perkele y saatana entre otros. Tanta familiaridad, conversaciones y encuentros habían hecho dudar a Jukka en algún momento sobre si había algo más, algún tipo de atracción, pero él mismo se dio cuenta de que no existía. Después de dos años no había nada más que amistad. “Mejor así. De todas formas, el amor no existe” había concluido Jukka. Era una buena manera de pasear por el parque del Parral, que estaba junto a la Facultad, cuando el frío no lo impedía. En caso contrario siempre había algún rincón en las diversas cafeterías que rodeaban a la Universidad.

En alguna ocasión, al acabar la jornada, habían ido a algún bar del centro a continuar sus interminables conversaciones sobre series policiacas. Arantxa, envuelta en el humo de los cigarrillos y saboreando un par de gin tonics, y Jukka, con su sempiterno ruso blanco, parecían salidos de esas historias de policías nórdicos decadentes, huérfanos del estado de bienestar. Invariablemente llegaban a un punto en el que contrastar realidad y ficción los sumía en una melancolía previa al estancamiento de ideas. Llegados a ese punto, una despedida y una conversación aplazada hasta otro día. Mientras Jukka volvía a su casa con la mente perdida en ese cine del norte. No solo recordaba a los clásicos como Sjöström, Dreyer o Bergman sino actuales como con Trier o Louhimies. Estas historias le producían una especial sensación de goce estético. Personajes y situaciones se le antojaban harto familiares hasta el punto de empatizar con ellos. Recientemente estaba empezando a encontrar esa misma sensación con las realizaciones de los países bálticos.

Aquel día, como de costumbre, acompañó a Arantxa hasta el hostal donde solía pasar los dos días que acudía a sus clases. Estaban enfrascados en una conversación sobre sociópatas en series de televisión. Jukka estaba argumentando “no me gusta la típica narración clásica, ya sabes, planteamiento, nudo y desenlace. Al menos en su forma tradicional de estructura lineal y todo eso. Prefiero esas narraciones que desconciertan, que no sabes muy bien lo que te están contando. Está claro que siempre hay un inicio y un final, pero el final ¿por qué no dejarlo abierto? Y el inicio igual, dejar dudas, cuantas más mejor. Eso es lo que me gusta de esas películas posmodernas. Todo ocurre como en la vida real. Las cosas suceden sin tanta truculencia. El día a día es sórdido y siniestro por sí mismo. Como le digo a los alumnos: el gran motor de la ficción y la realidad es la venganza, y esta, por supuesto, no es agradable”. En ese momento sonó su móvil; con una melodía que desconcertaba a sus colegas. La versión de Metallica del tema de Morricone Ectasy of gold . Horas más tarde, durante el viaje, Jukka se lamentó varias veces por haber contestado esa llamada. La conversación parecía haberse instalado en su memoria palabra por palabra.

– ¿Señor Lehto? ¿Jukka Lehto?

– Sí, soy yo —contestó con reservas.

– Mire usted… —se oyó una respiración entrecortada al otro lado de la línea—. Soy Rafael Melero Soler.

– ¿Sí? —dijo Jukka alargando inconscientemente la pregunta—. ¿En qué le puedo ayudar?

– No sé muy bien cómo explicarme… – se hizo un silencio mientras Jukka miraba a Arantxa y se encogía de hombros—. Mire… – continuó su interlocutor—, soy el padre de Lorena Melero. Usted fue su profesor… en Alicante. ¿Recuerda?

Súbitamente el rostro de Jukka cambió, se dio cuenta porque Arantxa le preguntaba por señas que ocurría. Nítidamente le vinieron a la mente algunas imágenes del pasado mientras se decía a sí mismo: “Jodido pasado”.

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