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Arturo Pérez-Reverte: El maestro de esgrima

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Arturo Pérez-Reverte El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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Don Lucas se retorcía el bigote amarillo de nicotina mientras fulminaba a Cárceles con la mirada.

– Acaba de hacer usted por enésima vez -dijo en tono mordaz- su habitual exposición destructiva de la realidad nacional. Nadie se la había pedido, pero hemos tenido que soportarla. Bien. Sin duda la veremos mañana publicada en cualquiera de esos libelos revolucionarios que le dan cobijo en sus panfletarias páginas… Pues escuche, amigo Cárceles. También yo por enésima vez le digo no. Me niego a seguir escuchando sus argumentos. Usted todo lo soluciona tocando a degüello. ¡Haría un bonito ministro de la Gobernación!… Recuerde lo que su querido populacho hizo en el treinta y cuatro: ochenta frailes asesinados por la chusma agitada por demagogos sin conciencia.

– ¿Dice usted ochenta? -Cárceles disfrutaba sacando a don Lucas de sus casillas, lo que ocurría a diario-. Pocos me parecen. Y yo sé de qué le hablo. ¡Vaya si lo sé! Conozco la sotana por dentro, ¡vaya si la conozco!… Entre el clero y los Borbones, este país no hay hombre honrado que lo aguante.

– Usted, por supuesto, lo arreglaría aplicando sus consabidas fórmulas…

– Sólo tengo una: al cura y al Borbón, pólvora y perdigón. ¡Fausto! Otras cinco medias, que paga don Lucas.

– Ni lo sueñe -el digno anciano se retrepó en su silla con los pulgares en los bolsillos del chaleco y el monóculo fieramente incrustado bajo la ceja-. Yo pago lo que sea a mis amigos, siempre y cuando disponga de corriente; que no es el caso. Pero me niego a convidar a un fanático vendepatrias.

– Prefiero ser un fanático vendepatrias, como usted dice, a pasarme la vida gritando vivan las caenas.

El resto de los contertulios creyó llegado el momento de mediar. Jaime Astarloa pidió serenidad, caballeros, mientras agitaba su café con la cucharilla. Marcelino Romero, el pianista, abandonó su melancólica contemplación de las musarañas para rogar mod-

eración, e intentó introducir, sin éxito, la música como tema alternativo. -No se desvíe -lo interpeló Cárceles.

– No me desvío -protestó Romero-. También la música tiene un contenido social. Crea la igualdad en el ámbito de la sensibilidad, rompe fronteras, une a los pueblos…

– ¡La única música que este señor tolera es el himno de Riego!

– No empecemos otra vez, don Lucas.

El gato creyó divisar un ratón y se lanzó en su busca entre las piernas de los contertulios. Antonio Carreño había mojado el índice en el agua de un vaso y trazaba misteriosos signos sobre el gastado mármol del velador.

– En Valencia, Fulano. En Valladolid, Mengano. Dicen que Topete en Cádiz ha recibido emisarios, pero vaya usted a saber. Y a Prim lo tenemos aquí el día menos pensado. ¡Esta vez se va a armar la marimorena!

Y se lanzó a describir, enigmático y parco en detalles, la conspiración de turno que, buena tinta, caballeros, obraba en su conocimiento gracias a ciertas confidencias que le habían hecho relevantes personajes de su misma logia cuyos nombres prefería mantener en el anonimato. Que la intriga a la que se refería fuese del dominio público, como otra media docena más, no restaba un ápice a su entusiasmo. En voz baja, con furtivas miradas en torno, palabras a medias y otras precauciones de rigor, Carreño fue enumerando los pormenores de la empresa en que, confío en su discreción, caballeros, él se encontraba metido hasta el cuello, o poco menos. Las logias -solfa referirse a las logias con la misma familiaridad que otros usaban al hablar de los parientes- se estaban moviendo mucho. Por supuesto, nada de Carlos VII; además, sin el viejo Cabrera, el sobrino de Montemolín estaba lejos de dar la talla. Alfonsito, descartado; no más Borbones. Quizás un príncipe extranjero, constitucional y todo eso, aunque decían que Prim se inclinaba por el cuñado de la reina, Montpensier. Y si no, la Gloriosa, que tan feliz haría al amigo Cárceles.

– Gloriosa y federal -apostilló el periodista, mirando a don Lucas con manifiesta mala intención-. Para que se vayan enterando los servilones de lo que vale un peine.

Don Lucas recogió la puya. Era un blanco sumamente fácil a la hora de tomar varas.

– Eso, eso -exclamó con un bufido de desaliento-. Federal, democrática, anticlerical, librepensadora, chusmosa y puñetera. Todos iguales y una guillotina en la Puerta del Sol, con don Agapito manejando el ingenioso mecanismo. Ni Cortes, ni leches. Asambleas populares en Cuatro Caminos, en Ventas, en Vallecas, en Carabanchel… Eso es lo que proponen los correligionarios del señor Cárceles. ¡Somos el África de Europa!

Llegó Fausto con las medias tostadas. Jaime Astarloa mojó pensativo la suya en el café. Le aburrían soberanamente las interminables polémicas que libraban sus contertulios, pero no eran éstos una compañía peor ni mejor que otra cualquiera. El par de horas que cada tarde pasaba con ellos le ayudaba, al menos, a aliviar su soledad. Con todos los defectos, gruñones y malhumorados, despotricando contra cualquier bicho viviente, al menos se proporcionaban unos a otros la ventaja de poder comunicarse en voz alta sus respectivas frustraciones. En el reducido círculo, cada uno de sus integrantes hallaba tácitamente en los otros el consuelo de saber que el propio fracaso no era un hecho aislado, sino compartido en mayor o menor medida por los demás. Eso era lo que por encima de todo los unta, haciéndoles mantenerse fieles a su diaria reunión. A pesar de las frecuentes disputas, de sus discrepancias políticas y de la diversidad de talantes, los cinco contertulios se profesaban una retorcida solidaridad que, aunque habría sido negada por todos en caso de formularse abiertamente, podría compararse a la de esos seres solitarios que se aprietan unos contra otros en busca de calor.

Don Jaime paseó la mirada a su alrededor y sus ojos se encontraron con los del profesor de música, graves y dulces. Marcelino Romero, rozando la cuarentena, vivía desde un par de años atrás atormentado por un amor imposible, una honesta madre de familia cuya hija había aprendido de su mano los rudimentos musicales. Finalizada hacía meses la relación profesor-discípula-madre, el pobre hombre paseaba cada día bajo cierto balcón de la calle Hortaleza, rumiando estoicamente una ternura no correspondida y sin esperanza.

El maestro de esgrima le sonrió a Romero con simpatía, y el otro respondió distraídamente, sin duda absorto en sus tormentos interiores. Pensó don Jaime que era imposible no encontrar una sombra agridulce de mujer en la memoria de cualquier hombre. También él tenía la suya; pero de aquello hacía ya demasiado tiempo.

El reloj de Correos dio las siete campanadas. El gato seguía sin hallar ratón que llevarse a la boca, y Agapito Cárceles recitaba un soneto anónimo dedicado al difunto Narváez, cuya autoría intentaba atribuirse entre el escepticismo guasón de la concurrencia:

Si alguna vez de Loja en el camino hallas un calañés puesto en el suelo…

Don Lucas bostezaba ostensiblemente, más por fastidiar a su amigo que por otra cosa. Dos señoras de buen ver pasaron por la calle, junto a la ventana del café, echando sin detenerse una ojeada al interior. Se inclinaron cortésmente todos los contertulios salvo Cárceles, concentrado en su declamación:

… Detén un poco el paso, peregrino, que allí reposa ya, gracias al Cielo, el héroe de más rumbo y menos pelo que gobernó la Fspaña a lo argelino…

Un voceador ambulante iba por la calle ofreciendo pirulís de La Habana, volviéndose de vez en cuando para espantar a un par de chicuelos descamisados que lo seguían mirando codiciosos su mercancía. Un grupo de estudiantes entró en el café a tomar un refresco. Llevaban periódicos en la mano y discutían animadamente sobre la última actuación callejera de la Guardia Civil, a la que aludían jocosamente como Guardia Cerril. Algunos se detuvieron, divertidos, para escuchar a Cárceles recitando la elegía fúnebre del duque de Valencia:

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