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Arturo Pérez-Reverte: El maestro de esgrima

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Arturo Pérez-Reverte El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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– Pues ya ve, don Manuel… En efecto, me encuentra usted en plena ronda mañanera, prisionero de esté Madrid asfixiante. Pero el trabajo es el trabajo.

El de Sueca, que no había trabajado en su vida, hizo un gesto para dar a entender que se hacía cargo, mientras reprimía un movimiento impaciente de su cabalgadura, una bonita yegua isabelina. Miraba distraído a su alrededor, atusándose la barba con el meñique, pendiente de unas damas que paseaban junto a la verja del jardín Botánico.

– ¿Qué tal se porta Manolito? Espero que haga progresos.

– Los hace, los hace. El chico tiene condiciones. Todavía es demasiado fogoso, pero a sus diecisiete años eso puede considerarse una virtud. El tiempo y la disciplina nos lo templarán.

– En sus manos está, maestro.

– Muy honrado, Excelencia.

– Que tenga un buen día.

– Igualmente. Mis respetos a la señora condesa.

– De su parte.

El conde prosiguió su camino y don Jaime el suyo. Subió por la calle de las Huertas, deteniéndose unos instantes ante el escaparate de una librería. Comprar libros era una de sus pasiones, pero también suponía un lujo. Y él sólo podía permitirse lujos muy de vez en cuando. Observó amorosamente los lomos dorados sobre la piel de las encuaderna-ciones, y suspiró con melancolía al rememorar otros tiempos en los que no era preciso andar siempre a vueltas con su precaria economía doméstica. Resolviendo volver al presente, metió los dedos en el bolsillo del chaleco y consultó su reloj, que llevaba al extremo de una larga cadena de oro que databa de días -mejores. Le quedaban quince minutos para presentarse en casa de don Matías Soldevilla -Paños Soldevilla Hermanos, Proveedores de la Real Casa y de las Tropas de Ultramar- y dedicar una hora a inculcar trabajosamente en la estúpida cabeza de su hijo Salvadorín algunas nociones de esgrima: «Parar, enganchar, romper, ganar los grados del perfil… Uno dos, Salvadorín, uno dos, así, compás, esa finta, bien, evite el floreo, quite, así, parada, mal, muy mal, rematadamente mal, otra vez, cubriéndose, uno dos, parar, enganchar, romper, ganar los grados del. Progresa el pollo, don Matías, progresa. Todavía está verde pero tiene intuición, condiciones. Tiempo y disciplina, es lo único que necesita…». Todo induido por sesenta reales al mes.

El sol caía vertical, haciendo ondular las imágenes sobre el adoquinado. Un aguador pasó por la calle, voceando su refrescante mercancía. Sentada junto a las cestas de legumbres y frutas, una verdulera resoplaba a la sombra, apartando con gesto mecánico el enjambre de moscas que revoloteaba alrededor. Don Jaime se quitó el sombrero para enjugarse el sudor con un viejo pañuelo que sacó de la manga. Contempló brevemente el escudo de armas bordado en hilo azul -ya descolorido por el tiempo y los continuos lavados-, sobre la seda gastada por el uso, y continuó su camino calle arriba, con los hombros inclinados bajo el sol implacable. Su sombra era sólo una pequeña mancha oscura bajo sus pies.

Más que un café, el Progreso era un antónimo. Media docena de veladores de mármol desportillado, sillas centenarias, un suelo de madera que crujía bajo los pies, polvorientas cortinas y media luz. Fausto, el viejo encargado, dormitaba junto a la puerta de la cocina, desde la que llegaba el agradable aroma de café hirviendo en su puchero. Un gato escuálido y legañoso se deslizaba con aire taimado bajo las mesas, al acecho de hipotéticos ratones. En invierno, el local olía constantemente a humedad y grandes manchas amarilleaban el papel de la pared. En ese marco, los clientes conservaban casi siempre puestas las ropas de abrigo, lo que suponía un manifiesto reproche a la decrépita estufa de hierro que solía rojear débilmente en un rincón.

En verano era diferente. El café Progreso suponía un oasis de penumbra y frescor en la canícula madrileña, como si conservase dentro de sus muros y tras los pesados cortinones el frío soberano que en él se aposentaba durante los días invernales. Ésa era la razón de que la modesta tertulia de Jaime Astarloa se instalase allí cada tarde, apenas se iniciaban los rigores estivales.

– Usted tergiversa mis palabras, don Lucas. Como de costumbre.

Agapito Cárceles tenía aspecto de cura exclaustrado, cosa que en realidad era. Cuando discutía levantaba el índice hacia lo alto como poniendo al cielo por testigo, hábito adquirido durante la breve época en que -por una inexplicable negligencia que el obispo de su diócesis todavía lamentaba-, la autoridad eclesiástica le había permitido arengar a los fieles desde un púlpito. Malvivía dando sablazos a los conocidos o escribiendo encendidas soflamas radicales en periódicos de escasa circulación bajo el seudónimo El patriota embozado, lo que se prestaba a frecuentes chirigotas de sus contertulios. Se auto-proclamaba republicano y federalista, recitaba sonetos antimonárquicos compuestos por él mismo a base de infames ripios, decía a los cuatro vientos que Narváez había sido un tirano, Espartero un timorato y que Serrano y Prim le daban mala espina, citaba en latín sin venir a cuento, y constantemente mencionaba a Rousseau, a quien no había leído en su vida. Sus dos bestias negras eran el clero y la monarquía, y sostenía con ardor que las dos aportaciones decisivas para la historia de la Humanidad habían sido la imprenta y la guillotina.

Tac. Tac. Tac. Don Lucas Rioseco tamborileaba con los dedos sobre la mesa; su impaciencia era visible. Torcía el bigote entre continuos hum, hum, mirando las manchas del techo como si esperase hallar en ellas paciencia suficiente para escuchar los desafueros de su contertulio.

– La cosa está clara -sentenciaba Cárceles-. Rousseau dio una respuesta a la cuestión de si el hombre es bueno o malo por naturaleza. Y su razonamiento, caballeros, es aplastante. Aplastante, don Lucas, entérese de una vez. Todos los hombres son buenos, luego deben ser libres. Todos los hombres son libres, luego deben ser iguales. Y aquí viene lo bueno: todos los hombres son iguales, ergo son soberanos. Como lo oyen. De esa bondad natural del hombre resultan, por tanto, la libertad, la igualdad y la soberanía nacional. Lo demás -puñetazo sobre la mesa- son pamplinas.

– Pero también hay hombres malos, mi querido amigo -intervino don Lucas con picardía,

como si acabase de pescar a Cárceles en su propia red. Sonrió el periodista, desdeñoso y olímpico.

– Toma, pues claro. ¿Quién lo duda? Ahí tentamos al Espadón de Loja, que se estará pudriendo en el infierno; González Bravo y su pandilla, la Corte… Los obstáculos tradicionales, ya saben. Pues bien. Para ocuparse de todos ellos, la Revolución francesa alumbró un ingenioso artilugio: una cuchilla que sube y baja. Zas. Archivado. Zas. Archivado. Así se liquidan todos los obstáculos, los tradicionales y los otros. Nox atra cava circunvolat umbra. Y para el pueblo libre, igual y soberano, la luz de la razón y del progreso.

Don Lucas estaba indignado. Era un caballero de buena familia venido a menos, estirado y con fama de misántropo, frisando los sesenta. Viudo, sin hijos ni fortuna, todo el mundo estaba al corriente de que no había visto un duro de plata desde los tiempos del extinto Fernando VII, y de que vivía con una muy exigua renta y gracias a la caridad de unas buenas vecinas. Era, sin embargo, muy cuidadoso en guardar las apariencias. Sus pocos trajes estaban siempre meticulosamente planchados y no había un solo conocido que dejase de admirar la elegancia con que se anudaba su única corbata y sostenía sobre el ojo izquierdo un monóculo de concha. Sus ideas eran ultramontanas: se definía como monárquico, católico y, ante todo, hombre de honor. Con Agapito Cárceles siempre andaba a la greña.

Además de Jaime Astarloa, eran los otros contertulios Marcelino Romero, profesor de piano en un colegio de señoritas, y Antonio Carreño, funcionario de Abastos. Romero era insignificante, tísico, sensible y melancólico. Sus esperanzas de granjearse un nombre en el campo de la música hablan quedado reducidas hacia tiempo a enseñar a una veintena de jovencitas de la buena sociedad cómo aporrear razonablemente un piano. En cuanto a Carreño, se trataba de un individuo pelirrojo y flaco, de barba cobriza muy cuidada, semblante adusto y amigo de pocas palabras. Se daba aires de conspirador y masón, aunque no era ni lo uno ni lo otro.

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