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Arturo Pérez-Reverte: El maestro de esgrima

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Arturo Pérez-Reverte El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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Quitándose el peto acolchado para quedar en mangas de camisa, el marqués dejó el florete sobre una mesita en la que un silencioso sirviente había colocado una bandeja de plata con una botella.

– Por hoy está bien, don Jaime. No logró dar una a derechas, así que arrío el pabellón. Tomemos un jerez.

La bebida, tras la diaria hora de esgrima, se había convertido en un rito. Jaime Astarloa, careta y florete bajo el brazo, se acercó a su anfitrión, aceptando la copa de cristal tallado donde el vino relucía como oro líquido. El aristócrata aspiró con deleite el aroma.

– Hay que reconocer, maestro, que en Andalucía saben embotellar bien las cosas -mojó los labios en la copa y chasqueó la lengua, satisfecho-. Mírelo al trasluz: oro puro, sol de España. Nada que envidiar a esas mariconadas que se beben en el extranjero.

Don Jaime asintió, complacido. Le gustaba Luis de Ayala, y también que éste lo llamara maestro, aunque no se tratase exactamente de uno de sus alumnos. En realidad, el de los Alumbres era uno de los mejores esgrimistas de la Corte, y hacía años que no precisaba recibir lecciones de nadie. Su relación con Jaime Astarloa era de otra índole: el aristócrata amaba la esgrima con la misma pasión que dedicaba al juego, las mujeres y los caballos. A tal efecto pasaba una hora diaria en el saludable ejercicio de tirar con florete, actividad que, dado su carácter y aficiones, le resultaba por otra parte extremadamente útil a la hora de solventar lances de honor. Para gozar de un adversario a su altura, Luis de Ayala había recurrido, cinco años atrás, al mejor maestro de armas de Madrid; pues don Jaime era conocido como tal, si bien los tiradores a la moda consideraban su estilo demasiado clásico y anticuado. De esta forma, a las diez de cada mañana excepto sábados y domingos, el profesor de esgrima acudía puntualmente al palacio de Villaflores, residencia del aristócrata. Allí, en la amplia galería de esgrima construida y acondicionada según los más exigentes requisitos del arte, el marqués se entregaba con encarnizado tesón a los asaltos, aunque por lo general terminaban imponiéndose la habilidad y el talento del maestro. Como jugador de raza, Luis de Ayala era, sin embargo, buen perdedor. Admiraba, además, la singular pericia del viejo esgrimista.

El aristócrata se palpó el torso con gesto dolorido y emitió un suspiro.

– Por las llagas de sor Patrocinio, maestro, que me ha dejado usted bien aviado… Voy a necesitar varias fricciones de alcohol después de su exhibición.

Jaime Astarloa sonrió con humildad.

– Ya le dije que hoy no es su mejor día, Excelencia.

– Desde luego que no. Si los floretes no llevasen botón en la punta, a estas horas yo estaría criando malvas. Me temo que he estado lejos de ser un digno adversario.

– Las calaveradas se pagan.

– ¡Y que lo diga! Sobre todo a mi edad. Ya no soy un pollo, qué diablos. Pero la cosa no tiene arreglo, don Jaime… Nunca adivinaría usted lo que me pasa. -Imagino que Su Excelencia se ha enamorado.

– En efecto -suspiró el marqués, sirviéndose más jerez-. Me he enamorado como un lechuguino cualquiera. Hasta las cachas.

Carraspeó el maestro de esgrima, atusándose el bigote.

– Si no llevo mal la cuenta -dijo- es la tercera vez en lo que va de mes.

– Eso es lo de menos. Lo importante es que cuando me enamoro, me enamoro de verdad. Como un choto. ¿Comprende lo que quiero decir?

– Perfectamente. Incluso sin la licencia poética, Excelencia.

– Es curioso. A medida que pasan los años, me enamoro con mayor asiduidad; es superior a mí. El brazo sigue fuerte, pero el corazón es débil, como decían los clásicos. Si yo le contara…

En ese punto, el marqués de los Alumbres se lanzó a describir, con medias palabras y elocuentes sobreentendidos, la arrebatadora pasión que lo había dejado exhausto al filo de la madrugada. Toda una señora, por supuesto. Y el marido, en la inopia.

– En resumen -sonrisa cínica en la cara del marqués-. Hoy me veo así por mis pecados.

Don Jaime movió la cabeza, irónico e indulgente.

– La esgrima es como la comunión -amonestó con una sonrisa-. Hay que ir a ella en la debida disposición de cuerpo y alma. Contravenir esa ley suprema trae implícito el castigo.

– Diablo, maestro. Tengo que anotar eso.

Jaime Astarloa se llevó la copa a los labios. Su aspecto contrastaba con la vigorosa humanidad de su cliente. El maestro de esgrima había rebasado con creces el medio siglo; era de mediana estatura, y su extrema delgadez le daba una falsa apariencia de fragilidad, desmentida por la firmeza de sus miembros, secos y nudosos como sarmientos de vid. La nariz ligeramente aguileña bajo una frente despejada y noble, el cabello blanco pero todavía abundante, las manos finas y cuidadas, transmitían un aire de serena dignidad, acentuado por la expresión grave de sus ojos grises, bordeados por infinidad de pequeñas arrugas que los hacían muy vivaces y simpáticos al agolparse en torno a ellos cuando sonreía. Llevaba el bigote muy cuidado, a la vieja usanza, y no era ése el único rasgo anacrónico que podía observarse en él. Sus recursos sólo le permitían vestir de forma razonable, pero lo hacía con una decadente elegancia, ajena a los dictados de la moda; sus trajes, incluso los más recientes, estaban cortados según patrones de veinte años atrás, lo que a su edad era, incluso, de buen tono. Todo esto daba al viejo maestro de esgrima el aspecto de haberse detenido en el tiempo, insensible a los nuevos usos de la agitada época en que vivía. Lo cierto es que él mismo se complacía íntimamente en ello, por oscuras razones que quizás ni el propio interesado hubiera sido capaz de explicar.

El criado trajo sendas jofainas con agua y toallas para que maestro y cliente se lavasen. Luis de Ayala se despojó de la camisa; en su poderoso torso, todavía reluciente de sudor, se apreciaban las marcas rojas de los botonazos.

– Por los cuernos de Lucifer, maestro, que me ha dejado usted hecho un Nazareno… ¡Y pensar que le pago por esto!

Jaime Astarloa se secó el rostro y miró al marqués con benevolencia. Luis de Ayala se remojaba el pecho, resoplando.

– Claro que -añadió- más estocadas da la política. ¿Sabe que González Bravo me ha propuesto recobrar mi escaño? Con vistas a un nuevo cargo, dice: Debe de estar con el agua al cuello, cuando se ve obligado a recurrir a un perdis como yo.

El maestro de esgrima compuso un gesto de cordial interés. En realidad la política le traía sin cuidado.

– ¿Y qué piensa hacer Vuestra Excelencia?

El de los Alumbres se encogió de hombros, desdeñoso.

– ¿Hacer? Nada en absoluto. Le he dicho a mi ilustre tocayo que a ese tren se suba su señor padre. Con otras palabras, claro. Lo mío es la disipación, un tapete en cualquier casino y unos ojos hermosos a mano. De lo otro ya tengo bastante.

Luis de Ayala había sido diputado en Cortes, ocupando también por un breve período cierta importante secretaría en el Ministerio de la Gobernación durante uno de los últimos gabinetes de Narváez. Su cese, a los tres meses de ocupar el cargo, coincidió con el fallecimiento del titular de la cartera, su tío materno Vallespín Andreu. Poco después, Ayala dimitía también, voluntariamente esta vez, de su escaño en el Congreso, y abandonaba las filas del partido moderado, en el que había militado tibiamente hasta entonces. La frase «ya tengo bastante», pronunciada por el marqués en su tertulia del Ateneo, había hecho fortuna, pasando al lenguaje político cuando se quería expresar un profundo desencanto respecto a la fúnebre realidad nacional. A partir de entonces, el marqués de los Alumbres se había mantenido al margen de cualquier actividad pública, negándose a participar en las componendas cívico-militares que se sucedieron bajo los diversos gabinetes de la monarquía, y se limitaba a observar el discurrir de la agitación política del momento con una sonrisa de dilettante. Vivía con un alto tren de vida y perdía, sin pestañear, sumas enormes sobre los tapetes de juego. Los murmuradores comentaban que estaba de continuo al filo de la ruina, pero Luis de Ayala terminaba siempre por rehacer su economía, que al parecer contaba con recursos insospechados.

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