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Roberto Bolaño: Amuleto

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La voz arrebatada de Auxilio Lacouture narra, e indaga al tiempo que narra, un crimen atroz y lejano, un crimen que sólo se desvelará en las últimas páginas de una novela en la que, por otra parte, no escasean los crímenes cotidianos y los crímenes de la formación del gusto artístico. Auxilio Lacouture, uruguaya de mediana edad, alta y flaca como el Quijote, se oculta en los lavabos de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras durante la toma de la universidad por la policía, en México, en septiembre de 1968. Allí permanecerá recluida varios días y durante este tiempo el lavabo se convertirá en un túnel del tiempo desde el cual avizorar los años ya vividos en México y los años por vivir. En su discurso se rememora a la poetisa Lilian Serpas, que hizo el amor con el Che, y a su infortunado hijo, a los poetas españoles León Felipe y Pedro Garfias a quienes Auxilio sirvió como doméstica voluntaria, a la pintora catalana Remedios Varo y su legión de gatos, al rey de los homosexuales de la colonia Guerrero y su reino de terror gestual, e incluso también aparece Arturo Belano, uno de los personajes centrales de Los detectives salvajes, de la cual esta novela es deudora en más de un sentido. Pero sobre todo se narra un viaje por un mundo, el Polo Norte de la memoria que se extiende por doquier, y la imagen última de un asesinato olvidado. En la firme trayectoria narrativa del chileno Roberto Bolaño, este libro se define por su innegable peculiaridad. Se trata de un no muy extenso, aunque sí intenso, discurso que brota de los labios de un enigmático personaje, Auxilio Lacouture, una uruguaya transterrada a México, que se oculta en los lavabos de la Facultad de Filosofía y Letras durante la ocupación de la universidad por la policía en septiembre de 1968, durante las jornadas de represión del movimiento estudiantil decretada por el siniestro Díaz Ordaz. Los días que permanece encerrada, sin ser descubierta por la policía, se convierten en una suerte de eje más allá del tiempo, al que converge todo: el pasado y el futuro, su pasado y su futuro, pero también el de buena parte de la historia de Latinoamérica en los últimos tramos del siglo XX. Así su discurso es rememorativo y retrospectivo a la vez. El monólogo comienza desarrollándose en el plano de la cotidianidad para ir alzándose de manera gradual a una creciente irrealidad, que desemboca en paisajes francamente visionarios. Los diferentes episodios van concatenándose cada vez menos según las leyes de la causalidad narrativa y más según las exigencias del entramado simbólico, que se impone sobre una conscientemente relajada temporalidad. Todo parece confluir en un homenaje a las víctimas de la represión sufrida en América Latina -y no sólo en México- por la acción de los gobiernos autoritarios y dictatoriales, esa generación entera de jóvenes latinaomericanos sacrificados de la que habla el texto. Auxilio Lacouture es una suerte de alegoría de la inocencia y la verdad de la historia, amiga de la poesía y de los poetas, enamorada del puro fervor vital y hondamente desinteresada en cuanto a sus afectos y voliciones se refiere. El texto no carece de episodios significativos en sí mismos (así las relaciones de la protagonista con los poetas españoles León Felipe y Pedro Garfias, con la poeta Lilian Serpas, amante del Che, con los oscuros ámbitos de la homosexualidad más sombría), pero conforme la narración avanza tales episodios descubren más su condición de apoyaturas del discurso simbólico desplegado. En este sentido quizá el episodio culminante sea el que se refiere a Orestes y Erígone, donde la fábula mítica de amor y venganza se pone muy expresamente al servicio de la fábula de amor y muerte que es el último núcleo del texto y, sin duda, el más decisivo. Quizá no sea Amuleto la obra que de Bolaño aguardaba el lector, por más que sus vinculaciones con la escritura anterior del autor salten a la vista: aquí aparece Arturo Belano, uno de los dos detectives salvajes de su celebrada novela penúltima, y el ámbito de preocupaciones en el que el texto se instala dista de ser nuevo. Al comienzo de su monólogo, la protagonista señala que éste será un relato de serie negra y de terror, aunque no lo parecerá. No lo parece, desde luego. El autor da ahí una clave de lectura, que luego no desautoriza, pero cuyo sentido -y sobre todo su forma- el lector tarda mucho tiempo, quizá demasiado, en explicarse. Lectores y críticos -hay que proclamarlo también- no andan desacertados cuando esperan situarse en el ámbito de cierta poética, de ciertas formulaciones narrativas, aunque sean tan novedosas como las que Bolaño ha practicado. Pero el narrador albergaba ya se ve la necesidad de dar salida a determinada presión temática y existencial, y este libro es el resultado de tal necesidad. Un libro que, si se quiso en algún momento de serie negra, acaba siendo poemático, lírico y seguramente no menos sombrío que el género por él mismo invocado.

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Al respecto hay una historia de aquellos años que tal vez no fuera ocioso contar. Yo conocí a una muchacha en la Facultad. Fue en la época en que me dio por el teatro. Era una muchacha encantadora. Había terminado Filosofía. Era muy culta y muy elegante. Yo estaba dormida en una butaca del teatro de la Facultad (un teatro prácticamente inexistente) y soñaba con mi infancia o con extraterrestres. Ella se sentó a mi lado. El teatro, por supuesto, estaba vacío: en el escenario un grupo lamentable ensayaba una obra de García Lorca. No sé en qué momento me desperté. Ella entonces me dijo: ¿tú eres Auxilio Lacouture, verdad?, y me lo dijo con tanta calidez que a mí en el acto me resultó simpática. Tenía la voz un poco ronca, el pelo negro, peinado hacia atrás, no muy largo. Después dijo algo divertido o fui yo la que dijo algo divertido y nos pusimos a reír, bajito, para que no nos oyera el director, un tipo que había sido amigo mío en el 68 pero que ahora se había convertido en un mal director de teatro y eso él lo sabía y lo hacía estar resentido con todo el mundo. Después nos fuimos juntas a las calles de México.

Se llamaba Elena y me invitó a un café. Dijo que tenía muchas cosas que decirme. Dijo que desde hacía mucho tiempo tenía ganas de conocerme. Al salir de la Facultad me di cuenta de que era coja. No muy coja, pero evidentemente era coja. Elena la filósofa. Tenía un Volkswagen y me llevó a una cafetería de Insurgentes Sur. Yo nunca había estado allí antes. Era un sitio encantador y muy caro, pero Elena tenía dinero y tenía muchas ganas de hablar conmigo, aunque al final yo fui la única que habló. Ella escuchaba y se reía y parecía feliz de la vida, pero no habló mucho. Cuando nos separamos, pensé: ¿qué era lo que tenía que decirme?, ¿de qué quería hablar conmigo?

A partir de entonces nos solíamos encontrar cada cierto tiempo, en el teatro o en los pasillos de la Facultad, casi siempre al atardecer, cuando empieza a caer la noche sobre la Universidad y algunas personas no saben adonde ir ni qué hacer con sus vidas. Yo encontraba a Elena y Elena me invitaba a tomar algo o a comer en algún restaurante de Insurgentes Sur. Una vez me invitó a su casa, en Coyoacán, una casa preciosa, chiquitita pero preciosa, muy femenina y muy intelectual, llena de libros de filosofía y de teatro, porque Elena pensaba que la filosofía y el teatro estaban muy relacionados. Una vez me habló de eso, aunque yo apenas le entendí una palabra. Para mí el teatro estaba relacionado con la poesía, para ella con la filosofía, cada loco con su tema. Hasta que de repente la dejé de ver. No sé cuánto tiempo pasó. Meses, tal vez. Por supuesto, yo pregunté a algunas secretarias de la Facultad qué había sido de Elena, si estaba enferma o de viaje, si sabían algo de ella, y nadie supo darme una respuesta convincente. Una tarde decidí ir a su casa pero me perdí. ¡Era la primera vez que me pasaba una cosa semejante! ¡Desde septiembre de 1968 yo no me había perdido ni una sola vez en el laberinto del DF! Antes sí, antes solía perderme, no muy a menudo, pero solía perderme. Después ya no. Y ahora estaba allí, buscando su casa y no la encontraba y entonces me dije aquí pasa algo raro, Auxilio, nena, abre los ojos y fíjate en los detalles, no sea que se te pase por alto lo más importante de esta historia. Y eso fue lo que hice. Abrí los ojos y vagué por Coyoacán hasta las once y media de la noche, cada vez más perdida, cada vez más ciega, como si la pobre Elena se hubiera muerto o nunca hubiera existido.

Así pasó un tiempo. Yo dejé mi puesto de achichincle teatral. Yo volví con los poetas y mi vida tomó un rumbo que para qué explicarlo. Lo único cierto es que yo dejé de ayudar a ese director veterano del 68, no porque la puesta en escena me pareciera mala, que lo era, sino por hastío, porque necesitaba respirar y vagabundear, porque mi espíritu me pedía otro tipo de desazón.

Y un día, cuando menos lo esperaba, volví a encontrar a Elena. Fue en la cafetería de la Facultad. Yo estaba allí, improvisando una encuesta sobre la belleza de los estudiantes, y de golpe la vi, en una mesa apartada, en un rincón, y aunque al principio me pareció la misma de siempre, conforme me fui acercando, un acercamiento que no sé por qué dilaté deteniéndome en cada mesa y manteniendo conversaciones cortas y más bien bochornosas, noté que algo en ella había cambiado aunque en ese momento no pude precisar qué era lo que había cambiado. Cuando me vio, eso lo puedo asegurar, me saludó con el mismo cariño y la simpatía de siempre. Estaba… no sé cómo decirlo. Tal vez más delgada, pero en realidad no estaba más delgada. Tal vez más demacrada, aunque en realidad no estaba más demacrada. Tal vez más callada, pero me bastaron tres minutos para darme cuenta de que tampoco estaba más callada. Puede que tuviera los párpados hinchados. Puede que tuviera la cara entera un poco más hinchada, como si estuviera tomando cortisona. Pero no. Mis ojos no me podían engañar: era la misma de siempre.

Esa noche no me separé de ella. Estuvimos un rato en la cafetería que poco a poco se fue vaciando de estudiantes y profesores y al final sólo quedamos las dos y la mujer de la limpieza y un hombre de mediana edad, un tipo muy simpático y muy triste que atendía la barra. Después nos levantamos (ella dijo que la cafetería a esa hora le parecía siniestra; yo me callé mi opinión, pero ahora no veo por qué no he de decirla: la cafetería a esa hora me parecía magnífica, usada y majestuosa, pobre y libérrima, penetrada por los últimos centelleos del sol del valle, una cafetería que me pedía con un susurro que me quedara allí hasta el final y leyera un poema de Rimbaud, una cafetería por la que valía la pena llorar) y nos metimos en su auto y ella dijo, cuando ya llevábamos un buen trecho recorrido, que me iba a presentar a un tipo extraordinario, eso dijo, extraordinario, Auxilio, dijo, quiero que lo conozcas y que luego me des tu opinión, aunque yo en el acto me di cuenta de que mi opinión no le interesaba en lo más mínimo. Y también dijo: después de que te lo presente, te vas, que necesito hablar con él a solas. Y yo dije claro, Elena, cómo no. Tú me lo presentas y luego yo me voy. A buen entendedor, pocas palabras. Además esta noche tengo que hacer. ¿Qué tienes que hacer?, dijo ella. Tengo que ver a los poetas de la calle Bucareli, dije yo. Y entonces nos reímos como tontas y casi estrellamos el coche, pero yo en mi fuero interno iba pensando y pensando y cada vez que pensaba veía que Elena no estaba bien, sin poder precisar qué era, objetivamente, lo que me hacía verla así.

Y en ésas llegamos a un local de la Zona Rosa, una especie de tasca cuyo nombre he olvidado pero que estaba en la calle Varsovia y que se especializaba en quesos y vinos, era la primera vez que yo iba a un sitio así, quiero decir a un sitio tan caro, y la verdad es que me entró de repente un apetito tremendo, porque yo soy flaca entre las flacas, pero cuando se trata de comer soy capaz de comportarme como la glotona irredenta del Cono Sur, como la Emily Dickinson de la bulimia, más todavía si te ponen sobre la mesa una variedad de quesos que es de no creerlo, y una variedad de vinos que te hacen temblar de los pies a la cabeza. No sé qué cara debí de poner, pero Elena se compadeció de mí y me dijo quédate a comer con nosotros, aunque por lo bajo me dio un codazo que significaba: quédate a comer con nosotros pero luego te vas con viento fresco. Y yo me quedé a comer con ellos y a beber con ellos y probé unos quince quesos diferentes y me bebí una botella de Rioja y conocí al hombre extraordinario, un italiano que estaba de paso por México y que en Italia era amigo, eso decía, de Giorgio Strehler, y al que le caí simpática o eso deduzco ahora, porque cuando dije que me tenía que ir por primera vez, él dijo quédate, Auxilio, qué prisa tienes, y cuando dije que me tenía que ir por segunda vez, él dijo no te vayas, mujer de conversación portentosa (lo dijo tal cual), la noche es joven, y cuando dije que me tenía que ir por tercera vez, él dijo basta ya de tantos remilgos, Auxilio, ¿acaso Elena y yo te hemos ofendido?, y entonces Elena me dio otro codazo, por debajo de la mesa, y su voz serenísima y bien timbrada dijo quédate, Auxilio, luego yo te doy un aventón a donde tengas que ir, y yo los miraba y asentía, extasiada de queso y vino, y ya no sabía qué hacer, si marcharme o no marcharme, si la promesa de Elena quería decir lo que quería decir o quería decir otra cosa. Y en ese dilema decidí que lo mejor que podía hacer era quedarme callada y escuchar. Y eso hice.

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