José Somoza - Zigzag

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“Muchos matarían por ver el futuro. Otros morirán por ver el pasado”.
Quienes conocen a Elisa Robledo, joven y brillante profesora de física teórica, presienten que algo extraño se oculta tras esa mujer atractiva y aparentemente segura de sí misma. Aunque quizá sea más correcto decir que nadie conoce a Elisa Robledo. Y es que guarda un secreto sobre unos experimentos ocurridos diez años atrás, cuando colaboró con su idealizado y prestigioso profesor Blanes y un selecto grupo de científicos en el desarrollo de la llamada “teoría de cuerdas”, mediante la cual sería posible, partiendo de una imagen actual de cualquier lugar geográfico y procesándola por medio de un acelerador de partículas, obtener otra imagen de ese emplazamiento en un tiempo pasado, ya sea reciente o remoto. Así, uno podría ser testigo en pleno siglo XXI del Jerusalén de tiempos de Cristo o de cuando los dinosaurios poblaban la tierra.
Pero algo no salió bien, y el experimento se zanjó con terribles resultados para los participantes en el mismo. Las consecuencias de esos experimentos no deja indemnes a las personas que “ven” esas secuencias, se producen unos extraños fenómenos que llaman “desdoblamientos”, consecuencia del entrelazamiento entre el pasado reciente el presente. De esa realidad, aparentemente inofensiva, surge lo terroríficamente inesperado, porque cada fracción de segundo somos alguien “distinto”.
Diez años después, y tras la noticia de un horrible crimen, Elisa se da cuenta de que ha llegado el momento de huir si quiere salvar su vida. La víctima era uno de sus compañeros en los experimentos. Y sólo es el principio…
Somoza utiliza sus conocimientos como psiquiatra para elaborar este thriller científico, centrado en experimentos físicos y protagonizado por físicos, donde el asesino no corresponde a un cuerpo o forma definida; sabemos del peligro que acecha a los personajes de la novela, pero no a ciencia cierta si se trata de algo real, si es producto de la imaginación o si sólo se aparece en sueños o en esas “desconexiones” que sufren los protagonistas. En palabras del propio Somoza, “no hace falta buscar fantasmas ni cuestiones sobrenaturales, creo que la física, adentrarse en el conocimiento que poseen los físicos hoy en día, es un caldo de cultivo muy bueno para cualquier escritor”. Así, el autor ha entrevistado y trabajado con profesionales del CSIC y profesores de física de las Universidades Autónoma y Complutense de Madrid para entender la física y hacérnosla entender a los lectores, de manera que algo tan complejo y tan oscuro para la mayoría de nosotros llegue a ofrecernos una respuesta lógica y una solución inteligible a los problemas que se plantean en la novela. Realmente, es arriesgado elegir la física como eje principal y motivo de desarrollo en la construcción de una novela de intriga; Somoza juega con la posible verosimilitud científica para crear una atmósfera inquietante, desasosegadora, que crea un universo extraño que es parábola de la naturaleza humana.
Como decía Montaigne, citado por Somoza, “sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco”. Y el lector piensa, ante tanta oscuridad que nos estampa el ser humano y sus acciones, en su ansia de dominar el universo, en la luz de esas estrellas que tarda millones de años en llegar a la Tierra.

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La sorpresa la dejó aturdida, pero obedeció.

Todo se transformó entonces en una veloz sucesión de imágenes. Se dirigieron al fondo del local, donde estaban los aseos, subieron otra escalera, más angosta que la de entrada, y accedieron a un corto pasillo con una puerta al fondo. Ésta mostraba una barra de apertura y un cerrador neumático sobre cuyo dintel destacaba el letrero de «Exit». Cuando la alcanzaron, él presionó la barra y la abrió unos milímetros. Observó el exterior, la cerró. Luego se volvió hacia ella.

Elisa, que lo había seguido como atada por un collar a su mano, se preguntó qué iba a suceder. Dadas las circunstancias, esperaba cualquier cosa. Pero la pregunta que escuchó desbordó todas sus expectativas. Creyó haber oído mal.

– ¿Mi teléfono móvil?

– Sí. ¿Lo llevas encima?

– Sí, claro…

– Déjamelo.

Boquiabierta, introdujo la mano en el bolsillo de los vaqueros. Apenas había sacado el pequeño aparato cuando él se lo arrebató.

– Quédate aquí y mírame.

Ella sostuvo la puerta mientras él salía. Se asomó el tiempo justo de verle atravesar la estrecha calle y (apenas logró creerlo) arrojar su móvil a una papelera ceñida a un poste. Luego regresó y cerró la puerta.

– ¿Has visto bien dónde lo dejé?

– Sí, pero ¿qué…?

Él se llevó un índice a los labios.

– Sssh. No tardarán.

Durante la pausa que siguió, ella lo miró a él y él miró hacia la calle.

– Ahí vienen -dijo de repente. Había bajado la voz hasta convertirla en un susurro-. Acércate despacio. -Sintió otra vez la necesidad de obedecerle, pese a que lo que menos deseaba era acercarse-. Fíjate.

A través de la hendidura de la puerta lo único que pudo ver fue un coche de motor rugiente que en aquel momento atravesaba la calle y, en la acera de enfrente, un hombre introduciendo la mano en la papelera. Otro coche pasó, y luego otro. Cuando su campo visual quedó libre, pudo comprobar que el hombre había sacado un objeto y lo limpiaba con sacudidas que revelaban cierto enfado. No necesitó aguzar la vista: se trataba de su móvil, sin duda alguna; el hombre lo había abierto dejando en libertad la familiar lucecita azul de la pantalla. Era un tipo desconocido, calvo, con camisa de manga corta y (casi para su sorpresa) sin bigote.

De repente el hombre giró la cabeza hacia ellos. Todo volvió a oscurecerse.

– No queremos que nos vean, ¿verdad? -dijo él junto a su oído tras cerrar la puerta-. Sería estropear un bonito plan… -Entonces sonrió de una forma que hizo que Elisa se sintiera incómoda-. Debería comprobar si llevas otros micros encima… Quizá escondidos en la ropa, o en algún rincón de tu anatomía… Pero ya habrá tiempo esta noche de estudiarte exhaustivamente.

Ella no respondió. No sabía qué la impresionaba más: si el tipo que acababa de ver rescatando su móvil de la papelera o la presencia de él, sus increíbles ojos azul verdosos, tan fríos e inquietantes, y su voz teñida de aquel acento de burla. Pero cuando él volvió a darle una orden, la acató de inmediato.

– Vamos -dijo Valente Sharpe.

– ¿Cómo puede nadie haber colocado un… transmisor en mi móvil?

– ¿Estás segura de no haberlo dejado olvidado en algún sitio? ¿O de no habérselo prestado a alguien aunque solo fuera un momento?

– Completamente segura.

– ¿Se te ha estropeado algo recientemente? ¿La tostadora? ¿La televisión? ¿Algo que necesitara la visita de un técnico?

– No, yo… -Entonces lo recordó-. La línea telefónica. La semana pasada vinieron a repararla.

– Y tú estabas en casa, claro. Y el móvil estaría en tu habitación.

– Pero no tardaron mucho… Ellos…

– Oh -sonrió Ric Valente-. Tuvieron tiempo hasta de ponerte micros en la tapa del retrete, te lo aseguro. Podrán ser torpes, pero como siempre hacen lo mismo ya tienen cierta habilidad.

Habían llegado a la plaza de España. Valente giró en dirección a Ferraz. Conducía despacio, sin impacientarse con los atascos propios del viernes nocturno. Le había dicho a Elisa que el coche en el que iban era «seguro» (se lo había prestado una amiga para esa noche), pero agregó que lo que menos deseaba era que la policía lo detuviera y le pidiera la documentación. Elisa lo escuchaba pensando que, después de todo lo sucedido y lo que estaba oyendo, la posibilidad de una multa sería lo más insignificante de todo. Su cerebro era un nudo gordiano de dudas. A ratos miraba el perfil de ave rapaz de Valente preguntándose si estaría loco. Él pareció percatarse.

– Comprendo que te resulte difícil de creer, querida. Veamos si puedo aportar más pruebas. ¿Has sentido que te seguían personas semejantes de aspecto llamativo? No sé: pelirrojos, policías, barrenderos…

La pregunta la había dejado sin habla. Le pareció como si acabara de salir de lo que pensaba que había sido una pesadilla y alguien le probara que se trataba de la realidad. Cuando terminó de contar lo de los hombres de bigote gris vio a Valente lanzar una risa hueca al tiempo que frenaba ante un semáforo.

– Conmigo fueron mendigos. En el argot se llaman «señuelos perturbadores». No son ellos los que te vigilan realmente. De hecho, su misión consiste justo en lo opuesto: que tú te fijes en ellos. En las películas es frecuente que el protagonista se percate de que el tipo que finge leer el periódico o el hombre que aguarda el autobús lo están espiando, pero en la vida real solo ves a los «señuelos». Sé de lo que hablo -añadió, y orientó su blanco rostro hacia ella-. Mi padre es especialista en temas de seguridad. Dice que el uso de «señuelos» es pura psicología: si crees que te vigila gente con bigote gris, tu cerebro buscará de forma inconsciente tipos así y descartará a cualquier otro que no tenga esa característica. Luego te convences de que es una paranoia, bajas la guardia y ya no te llaman tanto la atención otros detalles extraños. Y, mientras, los espías reales se dan un festín contigo. Aunque supongo que hoy les hemos dado esquinazo.

Elisa estaba impresionada. Lo que Valente le contaba era justo lo que ella había experimentado durante los últimos días. Iba a preguntar otra cosa cuando sintió que el coche se detenía. Valente había estacionado con rapidez junto a un contenedor. Entonces echó a caminar calle abajo, hacia Pintor Rosales. Ella se acomodó a su paso, aún aturdida. Ignoraba adónde se dirigían (ya lo había preguntado una vez sin obtener respuesta, y tenía demasiadas dudas importantes aguardando detrás como para repetir la pregunta), pero lo siguió sin protestar mientras intentaba encajar mentalmente las fantásticas piezas de aquel enigma.

– Dices que nos vigilan… Pero ¿quién? ¿Y por qué?

– No lo sé con certeza. -Valente caminaba con las manos en los bolsillos y sumido en aparente calma, pero a Elisa le parecía que iba muy deprisa, como si la tranquila exactitud de sus pasos constituyera para ella otra forma de velocidad-. ¿Has oído hablar de ECHELON?

– Me suena. Leí algo sobre eso hace tiempo. Es una especie de… sistema de vigilancia internacional, ¿no?

– Es el sistema de vigilancia más importante del mundo, querida. Mi padre ha trabajado para ellos, por eso lo conozco bien. ¿Sabías que todo lo que dices por teléfono, o compras con tarjeta, o buscas en Internet, queda registrado y es examinado y filtrado por ordenadores? Cada uno de nosotros, cada ciudadano de cada país, es estudiado por ECHELON con una minuciosidad directamente proporcional a nuestro grado de presunta peligrosidad. Si los ordenadores deciden que somos dignos de interés, nos clavan una chincheta roja y empiezan a rastrearnos en serio: señuelos, micros… Toda la parafernalia. Eso es ECHELON, el Gran Hermano del mundo. Vigilemos nuestro propio culo, dicen, no vaya a ser que lo apoyemos sobre un cristal roto. El 11-S y el 11-M nos han dejado a todos como Adán y Eva en el paraíso: en pelotas y controlados. No obstante, ECHELON pertenece a los anglosajones, particularmente a Estados Unidos. Pero mi padre me contó hace tiempo que en Europa ha surgido algo parecido, un sistema de vigilancia que usa tácticas similares a las de ECHELON. Quizá sean ellos.

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