José Somoza - La Caverna De Las Ideas

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Una novela enigma. Un desafío de ficción, diversión y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra griega clásica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la época de Platón. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, crímenes inexplicables que no parecen seguir ningún orden lógico. Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, se encargará de resolverlos con ayuda de uno de los filósofos de la célebre Academia platónica, Diágoras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, también esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricará tanto la novela como la percepción de cada lector.

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Heracles bajó los ojos hacia su copa.

– De hecho, Crántor, hay un enigma frente al cual mi razonamiento no sirve de nada -dijo-: ¿Cómo es posible que seamos amigos ?.

Rieron de nuevo, mesuradamente. En aquel instante, un pequeño pájaro se posó en un extremo de la mesa agitando sus finas alas pardas. Crántor lo contempló en silencio. [37]

– Observa este pájaro, por ejemplo -dijo-. ¿Por qué se ha posado en la mesa? ¿Por qué está aquí, con nosotros?

– Alguna razón tendrá, pero deberíamos preguntárselo.

– Hablo en serio: desde tu punto de vista, podrías pensar que este pequeño pájaro es más importante en nuestras vidas de lo que parece…

– ¿A qué te refieres?

– Quizá… -Crántor adoptó un tono de voz misterioso-. Quizá forme parte de una clave que explicaría nuestra presencia en la gran Obra del mundo…

Heracles sonrió, aunque no se hallaba de buen humor.

– ¿En eso crees ahora?

– No. Hablo exclusivamente desde tu punto de vista. Ya sabes: aquel que siempre está buscando explicaciones corre el riesgo de inventarlas.

– Nadie inventaría algo tan absurdo, Crántor. ¿Quién podría creer que la presencia de este pájaro forma parte de… cómo has dicho… una clave que lo explica todo? [38]

Crántor no respondió: extendió la mano derecha con hipnotizadora lentitud; los dedos, de uñas afiladas y curvas, se abrieron en las proximidades del ave; entonces, de un solo gesto centelleante, atrapó al pequeño animal.

– Hay quien lo cree -dijo-. Voy a contarte una historia -acercó la diminuta cabeza a su rostro y la contempló con expresión extraña (no podría decirse si de ternura o curiosidad) mientras hablaba-. Conocí hace tiempo a un hombre mediocre. Era hijo de un escritor no menos mediocre que él. Este hombre aspiraba a ser escritor como su padre, pero las Musas no lo habían bendecido con igual talento. Así pues, aprendió otras lenguas y se dedicó a traducir textos: fue el oficio más parecido a la profesión paterna que pudo encontrar. Un día, a este hombre le entregaron un antiguo papiro y le dijeron que lo tradujera. Se puso a ello con verdadero afán, día y noche. Se trataba de una obra literaria en prosa, una historia completamente normal, pero el hombre, quizá debido a su incapacidad para crear un texto de su invención, quiso creer que ocultaba una clave. Y ahí empezó su agonía: ¿dónde se hallaba aquel secreto? ¿En lo que decían los personajes?… ¿En las descripciones?… ¿En la intimidad de las palabras?… ¿En las imágenes evocadas?… Por fin, creyó encontrarla… «¡Ya la tengo!», se dijo. Pero después pensó: «¿Acaso esta clave no me lleva a otra, y ésta a su vez a otra, y ésta a otra…?». Como miríadas de pájaros que no pueden ser atrapados… -los ojos de Crántor, repentinamente densos, miraban con fijeza un punto situado más allá de Heracles.

Te miraban a ti. [39]

– ¿Y qué sucedió con aquel hombre?

– Enloqueció -bajo el hirsuto caos de su barba, los labios de Crántor se distendieron en una curva y afilada sonrisa-. Fue terrible: no bien creía haber dado con la clave final, cuando otra muy distinta se posaba en sus manos, y otra, y otra… Al final, completamente loco, dejó de traducir el texto y huyó de su casa. Vagó por el bosque durante varios días como un pájaro ciego. Por último, las alimañas lo devoraron [40]-Crántor bajó la vista hacia el minúsculo frenesí de la criatura que albergaba en la mano y volvió a sonreír-. He aquí la advertencia que hago a todos los que buscan afanosamente claves ocultas: tened cuidado, no sea que, confiados en la rapidez de vuestras alas, no os percatéis de que voláis a ciegas… -con suavidad, casi con ternura, acercó la afilada y picuda uña pulgar a la pequeña cabeza que asomaba entre sus dedos.

La agonía del pájaro fue diminuta y espantosa, como los gritos de un niño torturado bajo tierra.

Heracles bebió plácidamente un sorbo de vino.

Cuando terminó, Crántor soltó al animal sobre la mesa con el gesto de un jugador de petteía arrojando una ficha.

– He aquí mi advertencia -dijo.

El pájaro seguía vivo, pero se estremecía y piaba frenéticamente. Dio dos pequeños y torpes saltos sobre sus patas y sacudió la cabeza, esparciendo a un lado y a otro vistosos copos rojizos.

Heracles, goloso, atrapó otro higo de la fuente.

Crántor contemplaba los sangrientos cabeceos del ave con ojos entrecerrados, como si estuviera pensando en algo poco importante.

– Hermosa puesta de sol -dijo Heracles un poco aburrido, oteando el horizonte. Crántor se mostró de acuerdo.

El pájaro echó a volar de repente -un vuelo tan brutal como una pedrada- fue a dar de lleno en el tronco de uno de los árboles cercanos. Dejó una huella púrpura y soltó un chillido. Entonces ascendió, golpeando las ramas más bajas. Cayó a tierra y remontó el vuelo otra vez, para caer de nuevo, arrastrando con sus cuencas vacías una guirnalda de sangre. Tras varios saltos inútiles, rodó por la hierba hasta quedar inmóvil, aguardando y deseando la muerte.

Heracles comentó, con un bostezo:

– No hace demasiado frío, desde luego. [41]

De repente, Crántor se levantó del diván, como si hubiera dado por finalizada la conversación. Dijo:

– La Esfinge devoraba a aquellos que no respondían correctamente a sus preguntas. Pero ¿sabes lo más terrible, Heracles? Lo más terrible era que la Esfinge tenía alas, y un día se echó a volar y desapareció. Desde entonces, los hombres experimentamos algo muchísimo peor que ser devorados por ella: no saber si nuestras respuestas son correctas -se pasó una de sus enormes manos por la barba y sonrió-. Te agradezco la cena y la hospitalidad, Heracles Póntor. Tendremos ocasión de vernos de nuevo antes de que me marche de Atenas.

– Confío en ello -dijo Heracles.

Y el hombre y el perro se alejaron por el jardín. [42]

Diágoras llegó al lugar convenido al anochecer, y, como ya se había imaginado, hubo de esperar. Agradeció, sin embargo, que el Descifrador no hubiese escogido un sitio tan poblado como el anterior: el de aquella noche era una solitaria esquina más allá de la zona de comercios metecos, frente a las callejuelas que se internaban en los barrios de Kolytos y Melita, a salvo de las miradas de un pueblo cuya escandalosa diversión podía escucharse, no tan débil como Diágoras desearía, proveniente sobre todo del ágora. La noche era fría y caprichosamente neblinosa, impenetrable a las miradas; en ocasiones, un borracho inquietaba, con pasos renqueantes, la oscura paz de las calles; pero también iban y venían los servidores de los astínomos , siempre en pareja o en grupo, portando antorchas y palos, y pequeñas patrullas de soldados que regresaban de custodiar algún servicio religioso. A nadie miraba Diágoras y nadie lo miraba a él. Hubo un hombre, no obstante, que se le acercó: era de baja estatura y vestía un manto raído que le servía también de capucha; por entre sus pliegues se deslizó con prudencia, como la pata de una grulla, un brazo óseo y alargado con la palma de la mano extendida.

– Por Ares guerrero -graznó con voz de cuervo-, serví veinte años en el ejército ateniense, sobreviví a Sicilia y perdí el brazo izquierdo. ¿Y qué ha hecho mi patria ateniense por mí? Echarme a la calle para que busque huesos roídos, como los perros. ¡Ten más piedad que nuestros gobernantes, buen ciudadano!…

Con dignidad, Diágoras buscó algunos óbolos en su manto.

– ¡Vive tantos años como los hijos de los dioses! -dijo el mendigo, agradecido, y se alejó.

Casi al mismo tiempo, Diágoras oyó que alguien lo llamaba. La obesa silueta del Descifrador de Enigmas se recortaba, orlada por la luna, en el extremo de una de las callejuelas.

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