José Somoza - La Caverna De Las Ideas

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Una novela enigma. Un desafío de ficción, diversión y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra griega clásica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la época de Platón. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, crímenes inexplicables que no parecen seguir ningún orden lógico. Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, se encargará de resolverlos con ayuda de uno de los filósofos de la célebre Academia platónica, Diágoras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, también esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricará tanto la novela como la percepción de cada lector.

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Pónsica entró con una crátera repleta y sirvió más vino. Aprovechando la pausa, Crántor dijo:

– Voy a dar un paseo. El aire de la noche me hará bien…

El perro blanco y deforme siguió sus pasos. Un momento después, Heracles comentó:

– No le hagas demasiado caso, buen Diágoras. Siempre fue muy impulsivo y muy extraño, y el tiempo y las experiencias han acentuado esas peculiaridades de su carácter. Nunca tuvo paciencia para sentarse y hablar durante largo rato; le confundían los razonamientos complejos… No parecía ateniense, pero tampoco espartano, pues odiaba la guerra y el ejército. ¿Te conté que se retiró a vivir solo, en una choza que él mismo construyó en la isla de Eubea? Eso ocurrió, poco más o menos, en la época en que se quemó la mano… Pero tampoco se encontraba a gusto como misántropo. No sé qué es lo que le complace y lo que le disgusta, y nunca lo he sabido… Sospecho que no le agrada el papel que Zeus le ha adjudicado en esta gran Obra que es la vida. Te pido disculpas por su comportamiento, Diágoras.

El filósofo le quitó importancia al asunto y se levantó para marcharse.

– ¿Qué haremos mañana? -preguntó.

– Oh, tú nada. Eres mi cliente, y ya has trabajado bastante.

– Quiero seguir colaborando.

– No es necesario. Mañana llevaré a cabo una pequeña investigación solitaria. Si hay novedades, te pondré al tanto.

Diágoras se detuvo en la puerta:

– ¿Has descubierto algo que puedas decirme?

El Descifrador se rascó la cabeza.

– Todo marcha bien -dijo-. Tengo algunas teorías que no me dejarán dormir tranquilo esta noche, pero…

– Sí -lo interrumpió Diágoras-. No hablemos del higo antes de abrirlo.

Se despidieron como amigos. [31]

V

Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, podía volar.

Planeaba sobre la cerrada tiniebla de una caverna, ligero como el aire, en absoluto silencio, como si su cuerpo fuera una hoja de pergamino. Por fin encontró lo que había estado buscando. Lo primero que oyó fueron los latidos, densos cual paladas en aguas legamosas; después lo vio, flotando en la oscuridad como él. Era un corazón humano recién arrancado y aún palpitante: una mano lo aferraba como a un pellejo de odre; por entre los dedos fluían espesos regueros de sangre. No era, sin embargo, la desnuda víscera lo que más le preocupaba, sino la identidad del hombre que la apresaba tan férreamente, pero el brazo al que pertenecía aquella mano parecía cortado con pulcritud a la altura del hombro; más allá, las sombras lo cegaban todo. Heracles se acercó a la visión, pues sentía curiosidad por examinarla; le resultaba absurdo creer que un brazo aislado pudiera flotar en el aire. Entonces descubrió algo aún más extraño: los latidos de aquel corazón eran los únicos que escuchaba. Bajó la vista, horrorizado, y se llevó las manos al pecho. Encontró un enorme y vacío agujero.

Dedujo que aquel corazón recién extirpado era el suyo.

Se despertó gritando.

Cuando Pónsica penetró en su habitación, alarmada, él ya se sentía mejor, y pudo tranquilizarla. [32]

El niño esclavo se detuvo a colocar la antorcha en el gancho de metal, pero esta vez consiguió hacerlo de un salto, antes de que Heracles pudiera ayudarlo.

– Has tardado en regresar -dijo, sacudiéndose el polvo de las manos-, pero mientras me sigas pagando no me importaría aguardarte hasta que llegue a la edad de la efebía.

– Llegarás antes de lo que impone la naturaleza, si continúas siendo tan astuto -replicó Heracles-. ¿Cómo está tu ama?

– Un poco mejor que cuando la dejaste. No del todo bien, sin embargo -el niño se detuvo en mitad de uno de los oscuros pasillos y se acercó al Descifrador con aire misterioso-. Ifímaco, el anciano esclavo de la casa, que es amigo mío, dice que grita en sueños -susurró.

– Hoy yo he tenido uno muy propicio para gritar -confesó Heracles-. Lo extraño es que, en mi caso, tales sucesos son muy infrecuentes.

– Eso es signo de vejez.

– ¿También eres adivino de sueños?

– No. Es lo que opina Ifímaco.

Habían llegado a la habitación que Heracles recordaba: el cenáculo; pero se hallaba más limpia y luminosa, con lámparas encendidas en los nichos de las paredes y detrás de los divanes y ánforas, así como en los pasillos que se extendían más allá, lo que otorgaba al ambiente una especie de dorada belleza. El niño dijo:

– ¿No vas a participar en las Leneas?

– ¿Cómo? No soy poeta.

– Se me figuraba que sí. ¿Qué eres entonces?

– Descifrador de Enigmas -repuso Heracles.

– ¿Y eso qué es?

Heracles lo pensó un momento.

– Bien mirado, algo parecido a lo que hace Ifímaco -dijo-: Opinar sobre cosas misteriosas.

Los ojos del niño destellaron. De repente pareció recordar su condición de esclavo, porque bajó la voz y anunció:

– Mi ama no tardará en recibirte.

– Te lo agradezco.

Cuando el niño se marchó, Heracles, sonriendo, cayó en la cuenta de que aún no sabía su nombre. Se entretuvo estudiando la diminuta levedad de las partículas que flotaban alrededor de la luz de las lámparas y que, impregnadas por los resplandores, se asemejaban a limaduras de oro; intentó descubrir alguna clase de ley o patrón en el recorrido ligerísimo de aquellas nimiedades. Pero pronto tuvo que desviar la vista, pues sabía que su curiosidad, hambrienta por descifrar imágenes cada vez más complejas, corría el riesgo de perderse en la infinita intimidad de las cosas.

Al entrar en el cenáculo, los bordes del manto de Etis parecieron batir como alas debido a una repentina corriente de aire; su rostro, aún pálido y ojeroso, se hallaba un poco más cuidado; la mirada había perdido oscuridad y se mostraba despejada y ligera. Las esclavas que la acompañaban se inclinaron ante Heracles.

– Te honramos, Heracles Póntor. Lamento que la hospitalidad de mi casa sea tan incómoda: la tristeza no gusta del regalo.

– Agradezco tu hospitalidad, Etis, y no deseo otra.

Ella le indicó uno de los divanes.

– Al menos, puedo ofrecerte vino no mezclado.

– No a estas horas de la mañana.

La vio hacer un gesto, y las esclavas salieron en silencio. Ambos se recostaron en divanes enfrentados. Mientras acomodaba los pliegues de su peplo sobre las piernas, Etis sonrió y dijo:

– No has cambiado, Heracles Póntor. No echarías a perder el más insignificante de tus pensamientos con una sola gota de vino a horas desacostumbradas, ni siquiera para ofrecer una libación a los dioses.

– Tú tampoco has cambiado, Etis: sigues tentándome con el zumo de la uva para que mi alma pierda el contacto con mi cuerpo y flote libremente por los cielos. Pero mi cuerpo se ha hecho demasiado pesado.

– Tu mente, sin embargo, es cada vez más ligera, ¿verdad? Debo confesarte que a mí me ocurre lo mismo. Sólo me queda la mente para huir de estas paredes. ¿Dejas volar la tuya, Heracles? Yo no puedo encerrarla; ella extiende sus alas y yo le digo: «Llévame a donde quieras». Pero siempre me lleva al mismo lugar: el pasado. Tú no comprendes esta afición, claro, porque eres hombre. Pero las mujeres vivimos en el pasado…

– Toda Atenas vive en el pasado -replicó Heracles.

– Así hablaría Meragro -sonrió ella débilmente. Heracles acompañó su sonrisa, pero entonces percibió su extraña mirada-. ¿Qué nos ocurrió, Heracles? ¿Qué nos ocurrió? -hubo una pausa. Él bajó los ojos-. Meragro, tú, tu esposa Hagesíkora y yo… ¿Qué nos ocurrió? Obedecíamos normas, leyes dictadas por hombres que no nos conocieron y a los que no les importábamos. Leyes cumplidas por nuestros padres, y por los padres de nuestros padres. Leyes que los hombres deben obedecer aunque puedan discutirlas en la Asamblea. A las mujeres ni siquiera se nos permite hablar de ellas en la Fiesta de las Tesmoforias, cuando salimos de nuestras casas y nos reunimos en el ágora: las mujeres debemos callar y acatar, incluso, vuestros errores. Yo, ya lo sabes, no soy más que cualquier otra mujer, no sé leer ni escribir, no he visto otros cielos ni otras tierras, pero me gusta pensar… ¿Y sabes lo que pienso? Que Atenas está hecha de leyes rancias como la piedra de los antiguos templos. La Acrópolis es fría como un cementerio. Las columnas del Partenón son barrotes de jaula: los pájaros no pueden volar en su interior. La paz… sí, hay paz. Pero ¿a qué precio? ¿Qué hemos hecho con nuestras vidas, Heracles?… Antes era mejor. Al menos, todos pensábamos que las cosas eran mejores… Nuestros padres así lo creían.

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