José Somoza - La dama número trece

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Salomón Rulfo, profesor de literatura en paro y gran amante de la poesía, sufre noche tras noche una inquietante y aterradora pesadilla. En sus sueños aparece una casa desconocida, personas extrañas y un triple asesinato sangriento, en el que, además, una mujer le pide ayuda desesperadamente. Por este motivo, Salomón acude a la consulta del doctor Ballesteros, un médico que le ayuda a desentrañar el misterio de los sueños y le acompaña en lo que se convertirá en un caso mucho más terrible y escalofriante que cualquier fantasía: el escenario del crimen es real y la mujer que pide socorro a gritos fue realmente asesinada.
En compañía de una joven de pasado enigmático, el doctor y un ex-profesor de la universidad con el que mantiene una relación compleja, Salomón se adentrará en un mundo donde las palabras y la poesía son un arma de gran poder. En ese mundo, habitan las doce damas que controlan nuestro destino desde las sombras… O, ¿son trece brujas? En esta novela el autor hilvana con destreza y elegancia una fascinante historia de intriga, en la que se desafía la inteligencia y la fantasía del lector.

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La muchacha, a su derecha, agazapada tras un matorral, charlaba en voz baja con Rulfo. ¿De qué? Imagos y rituales. Apenas entendía media palabra de la conversación. Este asunto nos atañe a nosotros, no a ti , le había dicho Rulfo días antes. De repente le acometió un acceso de pánico. Sintió la tentación de salir huyendo. «Ahí os quedáis», quiso gritarles. «Tú lo has dicho, no es cosa mía.»

Pero claro que es cosa tuya. Por supuesto que sí.

Descifró los signos de su reloj. Cinco minutos para las doce. Un búho preguntaba algo con insistencia en algún lugar. Ballesteros se esforzó por entenderlo.

Claro que es cosa tuya.

Pensó en sus pacientes. Pensó en sus hijos. Recordó a Julia. Todas las noches dedicaba unos minutos a recordarla, y aquélla no iba a ser una excepción. Supuso que quizá estaba a punto de reunirse con ella, y que, posiblemente, eso era lo que había venido a hacer allí. Sin embargo -se preguntó-, ¿dónde encajaba el cielo o el paraíso en un mundo dominado por el azar de los versos? ¿Dónde encaja Dios, Julia? ¿Tú ya lo sabes?

Su fe se había convertido en un punto remoto y luminoso, como las estrellas que contemplaba. Apretó el arma contra el pecho, confiando tan solo en que sabría hacer bien las cosas, en que haría todo lo que debiera. Y si algo se torcía… Bueno, estaba completamente seguro de que volvería a reunirse con Julia, dondequiera que ella se encontrase.

En la soledad de la espera, Ballesteros le dijo a su mujer que aún la amaba.

– ¿Cómo es el ritual de Conjunción?

– Bastante complejo. Lo primero de todo es recitar la filacteria de Anulación al revés para Activar la imago: o sea, devolverle los poderes originales…

– ¿Devolverle los poderes? Pero, entonces, Akelos…

– Akelos está muerta físicamente, y el hecho de devolverle los poderes no tiene ninguna importancia. Si la imago no se Activara, el ritual no serviría, ya que la Conjunción no puede hacerse sobre imagos Anuladas. Luego comienza el verdadero ritual. Se recitan ciertos versos y se modifican. A veces se recitan al revés. Puede durar más de una hora.

El hombre la miró y asintió.

– ¿Cuándo vas a intervenir?

– Cuanto antes mejor. Es necesario impedir que el coven se una del todo. Se hace más fuerte conforme más tiempo pasa.

Él volvió a asentir y apretó su brazo. Ella le devolvió fugazmente la sonrisa sospechando que el hombre quería darle ánimos. Pero no los necesitaba. Por dentro era pura tensión, puro deseo de venganza. Sabía que había llegado el momento de despertar del todo o dormir para siempre. No lo haría para vengar a Akelos, si bien su amiga había sido igualmente vejada. Tampoco para resarcirse del infierno en que Saga había convertido su vida, cada uno de los gritos de dolor con que había medido el tiempo desde que tomara el poder, los ultrajes y humillaciones a que la había sometido, aquella filacteria en su espalda que la había transformado en una hermosa figura de barro.

No. Por encima de cualquier otra cosa, lo haría por él , y por lo que Saga le había hecho.

Ése había sido su error. El más grave.

Mientras aguardaba tras los matorrales contemplando la oscuridad, pensó que aquello era lo que verdaderamente le había dado fuerzas para dominar el verso-cuchillo y desear usarlo.

Tu error. Tu gran error.

Intentó relajarse. Sabía que tendría una sola oportunidad. El plan que había trazado era arriesgado: herir a Saga gravemente. Matar su forma corporal. Comprendía que ya nada podía hacer por salvar a su hijo, pero si la dama número doce caía, su venganza se vería satisfecha. No iba a perder nada por intentarlo, o por lo menos nada que le importase, y, con suerte, tendría éxito. Necesitaba una oportunidad. Lo que sucediera después le resultaba indiferente.

Con tal de que el cuchillo que llevaba en la boca alcanzara su destino, nada le importaba.

¿Qué podía fallar? ¿Qué…?

Presentía una amenaza tan honda como la noche cerniéndose sobre ellos.

Sin embargo, si aquel verso cumplía con su obligación, ella podría morir en paz.

Un pensamiento quería tomar forma en su cabeza. Era la pieza que faltaba. Pero no daba con ella.

Sentado en el césped oscuro y mirando el firmamento, advirtió de repente una nube con aspecto de león de fauces abiertas engullendo la luna. Especuló con la fantasía de que los restos de aquella luna excretados por el león formaran las estrellas. La Vía Láctea era fácilmente reconocible en la gélida negrura. La contempló un instante. Un herpes pacífico de luz remota. No había ruidos a su alrededor. Los insectos hibernaban con el intenso frío. La muchacha no parecía siquiera respirar, como si también hibernara: se sentaba sobre los talones sin apoyarse en ningún árbol, contemplando fijamente el claro. Ahora que la luna estaba oculta, su hermoso rostro se hallaba velado. El amplio cabello negro se agitaba con los golpes de viento.

¿Y Ballesteros? Parecía sumergido en su propio miedo, sosteniendo la escopeta sobre las piernas. Su aliento era tan blanco como su pelo o su semblante. Rulfo le deseó suerte en silencio. Volvió a acariciar el mango y la plateada superficie del cuchillo de caza que el médico le había dejado. Por un momento sonrió al pensar en el singular equipo que llevaban: un verso, una escopeta y un cuchillo. Sin embargo, el enemigo al que se enfrentaban también era singular. Si ninguna de esas tres cosas lograba nada, tanto daría que llevaran dinamita.

¿Qué era lo que no encajaba?, se preguntó otra vez.

Akelos. Su minucioso plan extendiéndose a través del tiempo: la forma en que había utilizado a Alejandro Guerín para transmitir a César el secreto de las damas; que después se completaría con las revelaciones de Rauschen; cómo había dejado el retrato y el papel para que él los encontrara y César recordara la leyenda; los sueños, las filacterias en la casa de Lidia Garetti y en el centro psicológico, la imago. Todas esas piezas rodaban por su mente desafiándolo a que construyera con ellas una figura que tuviera sentido.

Una imagen .

Estaban allí para… ¿para qué? Para impedir que Akelos fuese destruida. No. ¿Qué diablos les importaba eso…? ¿Qué diablos les había importado nunca…? En realidad, estaban allí para destruir a Saga. Para vengarse.

Akelos había sido muy astuta. Los había elegido tiempo atrás convirtiéndolos en protagonistas involuntarios de una trama desconocida: él era el receptáculo, Raquel la antigua Saga y Ballesteros los había ayudado a llegar a donde estaban. Un plan muy hábil. Pero ¿cuál era su finalidad?

Arriba estaban las constelaciones. De niño, su padre había intentado enseñarle las más comunes. Cada una tenía un nombre, y así se distinguía de las demás. En realidad, él había terminado pensando que las constelaciones se parecían mucho entre sí, y solo los nombres les otorgaban una personalidad independiente…

¿Qué era? Por Dios, ¿qué?

Intentó recapitular lo que sabía, retroceder, encontrar una clave, una palabra. Estaba seguro de que había algo en lo que no habían reparado.

Las constelaciones… Los nombres…

Sintió de repente que la muchacha se movía. Un poco. Como si quisiera cambiar de postura sin que nadie lo notara. Entonces la mano de ella le tocó.

– Ahí están.

Giró la cabeza hacia el claro. No vio nada extraño. El silencio era enorme.

– ¿Qué pasa? -susurró Ballesteros.

– Están ahí -repitió la muchacha, tensa.

Pero solo había bosque y tinieblas. Sopló el viento. Las nubes que velaban la luna se apartaron. Una claridad de plata dibujó el contorno de los árboles y proyectó sombras en la tierra. Sombras de troncos.

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