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Roberto Bolaño: Estrella Distante

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Roberto Bolaño Estrella Distante

Estrella Distante: краткое содержание, описание и аннотация

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Roberto Bolaño en la primera página de Estrella distante explica la génesis de esta novela: `En el último capítulo de mi novela La literatura nazi en América se narraba tal vez demasiado esquemáticamente (no pasaba de las veinte páginas) la historia del teniente Ramírez Hoffman, de la FACH. Esta historia me la contó mi compatriota Arturo B., veterano de las guerras floridas y suicida en África, quien no quedó satisfecho del resultado final. El último capítulo de La literatura nazi en América servía como contrapunto, acaso como anticlímax del grotesco literario que lo precedía, y Arturo deseaba una historia más larga, no espejo ni explosión de otras historias sino espejo y explosión en sí misma. Así, pues nos encerramos durante un mes y medio en mi casa de Blanes y con el último capítulo en mano y al dictado de sus sueños y pesadillas compusimos la novela que el lector tiene ahora ante sí. Mi función se redujo a preparar bebidas, consultar libros, y discutir, con él y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos`. La trama de Estrella distante se desarrolla en 1971 ó 1972, cuando Salvador Allende aún era presidente de Chile. El protagonista es un joven, cuyo nombre era Ruiz-Tagle, que participa de un taller literario de la Universidad de Concepción. Una nada ejemplar fábula protagonizada por un impostor, por un hombre sin otra moral que la estética, un dandy del horror, un artista bárbaro disfrazado de poeta en el Chile de Allende que reaparece con su verdadero rostro después del Golpe, el rostro sanguinario de quien escribía versículos de la Biblia con la estela de su avión de la Segunda Guerra Mundial y que fue responsable de la desaparición en los estadios de personas queridas por el narrador La quinta novela del chileno Roberto Bolaño, afincado en España, se alinea de forma muy personal en el género temático de las pesquisas en torno a la personalidad de un personaje carismático, envuelto en brumas legendarias. Más exactamente, pertenece al subgénero de la indagación en la obra o en la vida de un escritor desaparecido o misterioso, que con distintas intenciones han frecuentado entre otros Henry James o Borges. Estrella distante investiga la figura de Carlos Wieder, aviador y supuesto poeta que adquiere tenebrosa celebridad escribiendo amenazadoras proclamas de tono bíblico con el humo de su avión en el firmamento de Santiago de Chile y exponiendo las fotos tomadas a quienes torturó y ejecutó durante el golpe de Pinochet en un alarde de action-art. Tras convertirse en miembro destacado e infernal de la vanguardia estética chilena, Wieder desaparece y el narrador y otros personajes que le conocieron rastrean su bárbara y destructiva estela a través de una enredada madeja de grupos y revistas literarias clandestinas americanas y europeas. La pesquisa de Bolaño, literaria y detectivesca a la vez, examina los destinos y propuestas de una heteróclita hueste de creadores, algunos reales, la mayoría imaginarios, marcados por la desmesura grotesca, la burla marginal, la destructividad nihilista o el sueño post-surrealista de convertir la literatura en vida y la vida en literatura. Esta pesquisa no es neutra, está dirigida por un irónico y persistente ánimo crítico. Bolaño se desenvuelve de modo divertido, inteligente y sarcástico en esa vertiente literaria que es juego de espejos entre verdad y mixtificación, entre realidad e ilusión, entre hechos y conjeturas, entre personajes apócrifos e históricos. Pero nunca pierde de vista que hay juegos poéticos y juegos criminales. Ampliación del último capítulo de su anterior novela, significativamente titulada La literatura nazi en América, en Estrella distante hay constantes indicios de la referida discriminación. Juan Stein y Diego Soto, directores de los dos talleres literarios de Santiago de Chile están en las antípodas del cerril Nicasio Ibacache, ciegamente fascinado por la obra (sic) de Wieder. Lorenzo, la acróbata ermitaña, es un gran artista aunque escribe y pinta con los pies porque perdió sus brazos en un accidente y nada tiene que ver con la pintora ultraderechista Rebeca Vivar Vivanco. También hay diferencias entre los rasgos de humor y las torpezas descabelladas que mezclan las revistas y fanzines en los que aparece y vuelve a perderse la pista de Wieder. En las secuencias finales, se alude a Bruno Schultz, el autor polaco asesinado por un nazi, en quien se intuye la personalidad inversa de un Wieder siempre «dueño de sí mismo». El narrador afirma «para mí Carlos Wieder era un criminal, no un poeta» y acto seguido colabora en el descubrimiento y desenlace del fugitivo. Pues bien, a pesar de estos reveladores indicios, algún crítico ha quedado prendado, no de Bolaño, sino de su destructivo y genial poeta inventado, apoyándose en una de las opiniones del personaje: «(…) nadie, absolutamente nadie, puede erigirse en juez de esa literatura menor que nace en la mofa, que se desarrolla en la mofa, que muere en la mofa». Pero, Wieder no tiene intención burlesca alguna, su disgresión estética es el mero pretexto de un frío asesino que se cree en el derecho de serlo impunemente y por eso el autor dicta sentencia y la ejecuta de forma inexorable. Hacer pivotar el libro de Bolaño sobre la dudosa luz de la citada frase, equivale a tergiversar obtusamente su intención frontalmente opuesta a quienes se atrincheran en la injustificable pretensión de otorgar a la excentricidad literaria (¿por qué sólo a ella?) el derecho de eludir cualquier enjuiciamiento estético o/y ético. Freixas saca un desigual partido a la mezcla de materiales especulativos y sus pesares, y concluye con una postura positiva pero matizada: Miriam, en su conformable marco, cerca de su hija recién nacida, se siente feliz, pero advierte un encogimiento, un miedo y no cabe explicar el fondo de tristeza que la asedia, como aquella Laura barojiana de la soledad sin remedio. Tan es así que se pregunta: «¿Miedo, en plena felicidad?». La respuesta contiene un restringido vitalismo: miedo a perderla y no saber gozarla plenamente.

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Pocos días después llegó el golpe militar y la desbandada.

Una noche llamé por teléfono a las hermanas Garmendia, sin ningún motivo especial, simplemente por saber cómo estaban. Nos vamos, dijo Verónica. Con un nudo en el estómago pregunté cuándo. Mañana. Pese al toque de queda insistí en verlas esa misma noche. El departamento en donde vivían solas las dos hermanas no quedaba demasiado lejos de mi casa y además no era la primera vez que me saltaba el toque de queda. Cuando llegué eran las diez de la noche. Las Garmendia, sorprendentemente, estaban tomando té y leyendo (supongo que esperaba encontrarlas en medio de un caos de maletas y planes de fuga). Me dijeron que se iban, pero no al extranjero sino a Nacimiento, un pueblo a pocos kilómetros de Concepción, a la casa de sus padres. Qué alivio, dije, pensé que os marchabais a Suecia o algo así. Qué más quisiera, dijo Angélica. Luego hablamos de los amigos a quienes no habíamos visto desde hacía días, haciendo las conjeturas típicas de aquellas horas, los que seguro estaban presos, los que posiblemente habían pasado a la clandestinidad, los que estaban siendo buscados. Las Garmendia no tenían miedo (no tenían por qué tenerlo, ellas sólo eran estudiantes y su vínculo con los entonces llamados «extremistas» se reducía a la amistad personal con algunos militantes, sobre todo de la Facultad de Sociología), pero se iban a Nacimiento porque Concepción se había vuelto imposible y porque siempre, lo admitieron, regresaban a la casa paterna cuando la «vida real» adquiría visos de cierta fealdad y cierta brutalidad profundamente desagradables. Entonces tienen que irse ya mismo, les dije, porque me parece que estamos entrando en el campeonato mundial de la fealdad y la brutalidad. Se rieron y me dijeron que me marchara. Yo insistí en quedarme un rato más. Recuerdo esa noche como una de las más felices de mi vida. A la una de la mañana Verónica me dijo que mejor me quedara a dormir allí. Ninguno había cenado así que nos metimos los tres en la cocina e hicimos huevos con cebolla, pan amasado y té. Me sentí de pronto feliz, inmensamente feliz, capaz de hacer cualquier cosa, aunque sabía que en esos momentos todo aquello en lo que creía se hundía para siempre y mucha gente, entre ellos más de un amigo, estaba siendo perseguida o torturada. Pero yo tenía ganas de cantar y de bailar y las malas noticias (o las elucubraciones sobre malas noticias) sólo contribuían a echarle más leña al fuego de mi alegría, si se me permite la expresión, cursi a más no poder (siútica hubiéramos dicho entonces), pero que expresa mi estado de ánimo e incluso me atrevería a afirmar que también el estado de ánimo de las Garmendia y el estado de ánimo de muchos que en septiembre de 1973 tenían veinte años o menos.

A las cinco de la mañana me quedé dormido en el sofá. Me despertó Angélica, cuatro horas más tarde. Desayunamos en la cocina, en silencio. A mediodía metieron un par de maletas en su coche, una Citroneta del 68 de color verde limón, y se marcharon a Nacimiento. Nunca más las volví a ver.

Sus padres, un matrimonio de pintores, habían muerto antes de que las gemelas cumplieran quince años, creo que en un accidente de tráfico. Una vez vi una foto de ellos: él era moreno y enjuto, de grandes pómulos salientes y con una expresión de tristeza y perplejidad que sólo tienen los nacidos al sur del Bío-Bío; ella era o parecía más alta que él, un poco gordita, con una sonrisa dulce y confiada.

Al morir les dejaron la casa de Nacimiento, una casa de tres pisos, el último una gran sala abuhardillada que les servía de taller, de madera y de piedra, en las afueras del pueblo, y unas tierras cerca de Mulchén que les permitían vivir sin estrecheces. A menudo las Garmendia hablaban de sus padres (según ellas Julián Garmendia era uno de los mejores pintores de su generación aunque yo nunca oí su nombre en ninguna parte) y en sus poemas no era raro que aparecieran pintores perdidos en el sur de Chile, embarcados en una obra desesperada y en un amor desesperado. ¿Julián Garmendia amaba desesperadamente a María Oyarzún? Me cuesta creerlo cuando recuerdo la foto. Pero no me cuesta creer que en la década de los sesenta hubiera gente que amaba desesperadamente a otra gente, en Chile. Me parece raro. Me parece como una película perdida en una estantería olvidada de una gran cinemateca. Pero lo doy por cierto.

A partir de aquí mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas. Las Garmendia se fueron a Nacimiento, a su gran casa de las afueras en donde vivía únicamente su tía, una tal Ema Oyarzún, hermana mayor de la madre muerta, y una vieja empleada llamada Amalia Maluenda.

Se fueron, pues, a Nacimiento, y se encerraron en la casa y un buen día, digamos dos semanas después o un mes después (aunque no creo que pasara tanto tiempo), aparece Alberto Ruiz-Tagle.

Tuvo que ser así. Un atardecer, uno de esos atardeceres vigorosos pero al mismo tiempo melancólicos del sur, un auto aparece por el camino de tierra pero las Garmendia no lo escuchan porque están tocando el piano o atareadas en el huerto o acarreando leña en la parte de atrás de la casa junto con la tía y la empleada. Alguien toca a la puerta. Tras varias llamadas la empleada abre la puerta y allí está Ruiz-Tagle. Pregunta por las Garmendia. La empleada no lo deja pasar y dice que irá a llamar a las niñas. Ruiz-Tagle espera pacientemente sentado en un sillón de mimbre en el amplio porche. Las Garmendia, al verlo, lo saludan con efusión y riñen a la empleada por no haberlo hecho pasar. Durante la primera media hora Ruiz-Tagle es acosado a preguntas. A la tía, seguramente, le parece un joven simpático, bien parecido, educado. Las Garmendia están felices. RuizTagle, por supuesto, es invitado a comer y en su honor preparan una cena apropiada. No quiero imaginarme qué pudieron comer. Tal vez pastel de choclo, tal vez empanadas, pero no, seguramente comieron otra cosa. Por supuesto, lo invitan a quedarse a dormir. Ruiz-Tagle acepta con sencillez. Durante la sobremesa, que se prolonga hasta altas horas de la noche, las Garmendia leen poemas ante el arrobo de la tía y el silencio cómplice de Ruiz-Tagle. Él, por supuesto, no lee nada, se excusa, dice que ante tales poemas los suyos sobran, la tía insiste, por favor, Alberto, léanos algo suyo, pero permanece inconmovible, dice que está a punto de concluir algo nuevo, que hasta no tenerlo terminado y corregido prefiere no airearlo, se sonríe, se encoge de hombros, dice que no, lo siento, no, no, no, y las Garmendia asienten, tía, no seas pesada, creen comprender, inocentes, no comprenden nada (está a punto de nacer la «nueva poesía chilena»), pero creen comprender y leen sus poemas, sus estupendos poemas ante la expresión complacida de Ruiz-Tagle (que seguramente cierra los ojos para escuchar mejor) y la desazón, en algunos momentos, de su tía, Angélica, cómo puedes escribir esa barbaridad tan grande o Verónica, niña, no he entendido nada, Alberto, ¿me quiere usted explicar qué significa esa metáfora?, y Ruiz-Tagle, solícito, hablando de signo y significante, de Joyce Mansour, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik (aunque las Garmendia dicen no, no nos gusta la Pizarnik, queriendo decir, realmente, que no escriben como la Pizarnik), y Ruiz-Tagle ya habla, y la tía escucha y asiente, de Violeta y Nicanor Parra (conocí a la Violeta, en su carpa, sí, dice la pobre Ema Oyarzún), y luego habla de Enrique Lihn y de la poesía civil y si las Garmendia hubieran estado más atentas habrían visto un brillo irónico en los ojos de Ruiz-Tagle, poesía civil, yo les voy a dar poesía civil, y finalmente, ya lanzado, habla de Jorge Cáceres, el surrealista chileno muerto en 1949 a los veintiséis años.

Y las Garmendia entonces se levantan, o tal vez sólo se levanta Verónica, y busca en la gran biblioteca paterna y vuelve con un libro de Cáceres, Por el camino de la gran pirámide polar, publicado cuando el poeta tenía sólo veinte años, las Garmendia, tal vez sólo Angélica, en alguna ocasión han hablado de reeditar la obra completa de Cáceres, uno de los mitos de nuestra generación, así que no es de extrañar que Ruiz-Tagle lo haya nombrado (aunque la poesía de Cáceres no tiene nada que ver con la poesía de las Garmendia; Violeta Parra sí, Nicanor sí, pero no Cáceres). Y también nombra a Anne Sexton y a Elizabeth Bishop y a Denise Levertov (poetas que aman las Garmendia y que en alguna ocasión han traducido y leído en el taller ante la manifiesta satisfacción de Juan Stein) y después todos se ríen de la tía que no entiende nada y comen galletas caseras y tocan la guitarra y alguien observa a la empleada que a su vez los observa, de pie, en la parte oscura del pasillo pero sin atreverse a entrar y la tía le dice pasa no más, Amalia, no seas huacha, y la empleada, atraída por la música y el jolgorio da dos pasos, pero ni uno más, y luego cae la noche, se cierra la velada.

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