preparada. En una única ocasión fue solo. Pasaba por allí y decidió (así es Bibiano) invitar a Ruiz-Tagle al cine. Apenas lo conocía y decidió invitarlo al cine. Daban una de Bergman, no recuerdo cuál. Bibiano había ido un par de veces antes a la casa, siempre acompañando a alguna de las Garmendia, y en ambas ocasiones la visita era, por decirlo de alguna manera, esperada. Entonces, en aquellas visitas con las Garmendia, la casa le pareció
preparada, dispuesta para el ojo de los que llegaban, demasiado vacía, con espacios en donde claramente faltaba algo. En la carta donde me explicó estas cosas (carta escrita muchos años después) Bibiano decía que se había sentido como Mia Farrow en
El bebé de Rosemary, cuando va por primera vez, con John Cassavettes, a la casa de sus vecinos. Faltaba algo. En la casa de la película de Polanski lo que faltaba eran los cuadros, descolgados prudentemente para no espantar a Mia y a Cassavettes. En la casa de Ruiz-Tagle lo que faltaba era algo innombrable (o que Bibiano, años después y ya al tanto de la historia o de buena parte de la historia, consideró innombrable, pero presente, tangible), como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda. O como si ésta fuese un mecano que se adaptaba a las expectativas y particularidades de cada visitante. Esta sensación se acentuó cuando fue solo a la casa. Ruiz-Tagle, evidentemente, no lo esperaba. Tardó en abrir la puerta. Cuando lo hizo pareció no reconocer a Bibiano, aunque éste me asegura que Ruiz-Tagle abrió la puerta con una sonrisa y que en ningún momento dejó de sonreír. No había mucha luz, como él mismo admite, así que no sé hasta qué punto mi amigo se acerca a la verdad. En cualquier caso, Ruiz-Tagle abrió la puerta y tras un cruce de palabras más o menos incongruente (tardó en entender que Bibiano estaba allí para invitarlo al cine) volvió a cerrar no sin antes decirle que esperara un momento, y tras unos segundos abrió y esta vez lo invitó a pasar. La casa estaba en penumbra. El olor era espeso, como si Ruiz-Tagle hubiera preparado la noche anterior una comida muy fuerte, llena de grasa y especias. Por un momento Bibiano creyó oír ruido en una de las habitaciones y pensó que Ruiz-Tagle estaba con una mujer. Cuando iba a disculparse y a marcharse, Ruiz-Tagle le preguntó qué película pensaba ir a ver. Bibiano dijo que una de Bergman, en el Teatro Lautaro. Ruiz-Tagle volvió a sonreír con esa sonrisa que a Bibiano le parecía enigmática y que yo encontraba autosuficiente cuando no explícitamente sobrada. Se disculpó, dijo que ya tenía una cita con Verónica Garmendia y además, explicó, no le gustaba el cine de Bergman. Para entonces Bibiano estaba seguro que había otra persona en la casa, alguien inmóvil y que escuchaba tras la puerta la conversación que sostenía con Ruiz-Tagle. Pensó que, precisamente, debía ser Verónica, pues de lo contrario cómo explicar el que Ruiz-Tagle, de común tan discreto, la nombrara. Pero por más esfuerzos que hizo no pudo imaginarse a nuestra poeta en esa situación. Ni Verónica ni Angélica Garmendia escuchaban tras las puertas. ¿Quién, entonces? Bibiano no lo sabe. En ese momento, probablemente, lo único que sabía era que deseaba marcharse, decirle adiós a Ruiz-Tagle y no volver nunca más a aquella casa desnuda y sangrante. Son sus palabras. Aunque, tal como él la describe, la casa no podía ofrecer un aspecto más aséptico. Las paredes limpias, los libros ordenados en una estantería metálica, los sillones cubiertos con ponchos sureños. Sobre una banqueta de madera la Leika de Ruiz-Tagle, la misma que una tarde utilizó para sacarnos fotos a todos los miembros del taller de poesía. La cocina, que Bibiano veía a través de una puerta semientornada, de aspecto normal, sin el típico amontonamiento de ollas y platos sucios propio de la casa de un estudiante que vive solo (pero Ruiz-Tagle no era un estudiante). En fin, nada que se saliera de lo corriente, salvo el ruido que bien podía haberse producido en el apartamento vecino. Según Bibiano, mientras Ruiz-Tagle hablaba él tuvo la impresión de que éste no
quería que se marchara, que hablaba, precisamente, para retenerlo allí. Esta impresión, sin ningún fundamento objetivo, contribuyó a aumentar el nerviosismo de mi amigo hasta unos niveles, según él, intolerables. Lo más curioso es que Ruiz-Tagle parecía disfrutar con la situación: se daba cuenta de que Bibiano estaba cada vez más pálido o más transpirado y seguía hablando (de Bergman, supongo) y sonriendo. La casa permanecía en un silencio que las palabras de Ruiz-Tagle sólo acentuaban, sin llegar jamás a romperlo.
¿De qué hablaba?, se pregunta Bibiano. Sería importante, escribe en su carta, que lo recordase, pero por más esfuerzos que hago es imposible. Lo cierto es que Bibiano aguantó hasta donde pudo, luego dijo hasta luego de forma más bien atropellada y se marchó. En la escalera, poco antes de salir a la calle, encontró a Verónica Garmendia. Ésta le preguntó si le pasaba algo. ¿Qué me puede pasar?, dijo Bibiano. No lo sé, dijo Verónica, pero estás blanco como el papel. Nunca olvidaré esas palabras, dice Bibiano en su carta: pálido como una hoja de papel. Y el rostro de Verónica Garmendia. El rostro de una mujer enamorada.
Es triste reconocerlo, pero es así. Verónica estaba enamorada de Ruiz-Tagle. E incluso puede que Angélica también estuviera enamorada de él. Una vez, Bibiano y yo hablamos sobre esto, hace mucho tiempo. Supongo que lo que nos dolía era que ninguna de las Garmendia estuviera enamorada o al menos interesada en nosotros. A Bibiano le gustaba Verónica. A mí me gustaba Angélica. Nunca nos atrevimos a decirles ni una palabra al respecto, aunque creo que nuestro interés por ellas era públicamente notorio. Algo en lo que no nos distinguíamos del resto de miembros masculinos del taller, todos, quien más, quien menos, enamorados de las hermanas Garmendia. Pero ellas, o al menos una de ellas, quedaron prendadas del raro encanto del poeta autodidacta.
Autodidacta, sí, pero preocupado por aprender como decidimos Bibiano y yo cuando lo vimos aparecer por el taller de poesía de Diego Soto, el otro taller puntero de la Universidad de Concepción, que rivalizaba digamos en la ética y en la estética con el taller de Juan Stein, aunque Stein y Soto eran lo que entonces se llamaba, y supongo que aún se sigue llamando, amigos del alma. El taller de Soto estaba en la Facultad de Medicina, ignoro por qué razón, en un cuarto mal ventilado y mal amoblado, separado tan sólo por un pasillo del anfiteatro en donde los estudiantes despiezaban cadáveres en las clases de anatomía. El anfiteatro, por supuesto, olía a formol. El pasillo, en ocasiones, también olía a formol. Y algunas noches, pues el taller de Soto funcionaba todos los viernes de ocho a diez, aunque generalmente solía acabar pasadas las doce, el cuarto se impregnaba de olor a formol que nosotros intentábamos vanamente disimular encendiendo un cigarrillo tras otro. Los asiduos al taller de Stein no iban al taller de Soto y viceversa, salvo Bibiano O'Ryan y yo, que en realidad compensábamos nuestra inasistencia crónica a clases acudiendo no sólo a los talleres sino a cuanto recital o reunión cultural y política se hiciera en la ciudad. Así que ver aparecer una noche por allí a Ruiz-Tagle fue una sorpresa. Su actitud fue más o menos la misma que mantenía en el taller de Stein. Escuchaba, sus críticas eran ponderadas, breves y siempre en un tono amable y educado, leía sus propios trabajos con desprendimiento y distancia y aceptaba sin rechistar incluso los peores comentarios, como si los poemas que sometía a nuestra crítica no fueran suyos. Esto no sólo lo notamos Bibiano y yo; una noche Diego Soto le dijo que escribía con distancia y frialdad. No parecen poemas tuyos, le dijo. Ruiz-Tagle lo reconoció sin inmutarse. Estoy buscando, respondió.
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