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José Somoza: El detalle Tres novelas breves

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José Somoza El detalle Tres novelas breves

El detalle Tres novelas breves: краткое содержание, описание и аннотация

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En este libro se reúnen las tres únicas novelas breves del autor. No se relacionan solo por su extensión: también las une la intención, porque cada una de ellas cuenta la historia de una obsesión. Aunque podría afirmarse que toda historia es siempre la historia de una obsesión (la del narrador), la que sufren los protagonistas de estos relatos es particular en más de un aspecto, ya que constituye el fondo y la forma, el origen y destino último de la narración. Existen otras similitudes curiosas: dos de los protagonistas son médicos; los tres, probablemente, están locos. Planos (1994), la obra que inició la carrera literaria del autor, se desarrolla en el pueblo de Roquedal, escenario de novelas posteriores como Cartas de un asesino insignificante o La caja de marfil. En Planos, la obsesión de Marcelino Roimar, un joven médico que viaja al pueblo para realizar una sustitución de verano, se transforma en una fantasía terrorífica: la de vislumbrar otros mundos dentro de éste y conocer a la extraña criatura que los habita. El detalle: su narrador es el «loco oficial» de Roquedal, Baltasar Párraga, que hace de improvisado detective en una curiosa investigación. Pese a su fama de enajenado, la obsesión de don Baltasar, paradójicamente, resulta mucho más racional que la de Roimar: los pequeños detalles situados en los limites de la percepción y la manera en que pueden convertirse, para un observador atento, en el origen de claves secretas. Párraga cree que siempre hay un asesino oculto detrás de cada tragedia, y tiendo a darle la razón. La boca: es el único de los tres relatos que no se desarrolla en Roquedal y su estructura es tan extraña como la obsesión de su protagonista, porque consta de una especie de frase monstruosa, sin apenas pausas para el aliento. El narrador es un odontólogo que atiende una consulta próspera, vive una vida familiar gris y tiene una relación desgastada con una amante, pero su monocroma existencia cambia de improviso cuando hace un descubrimiento singular: por dentro alberga huesos. La evidencia de que, bajo la piel, sobrellevamos un esqueleto puede convertirse en una perogrullada temible.

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– Muy bien, pero mucho ojo, porque tienes que entregársela en cuanto entre en el bar, Manolo. No vale que se la des después.

Movió la cabeza con pesadumbre. Él no lo supo, pero su cabeza hizo un giro a la izquierda, otro a la derecha y dos giros rápidos finales. ¡Retablo de los terrores era éste, donde mi enemigo manejaba todas las marionetas y yo, su único espectador, tendría que impedir que la farsa terminase!

– ¿Me contará después de qué va? -dijo Guerín.

– Ojalá -repliqué.

No me entendió, y yo tampoco quise explicarme. Además, Joaquín había puesto en ese momento la televisión, y el volumen, que se hallaba muy alto, nos lanzó a los tímpanos los gritos de una jovencísima actriz a la que alguien asesinaba a puñaladas (era una película de crímenes). Los alaridos fueron cuatro: dos sueltos y dos unidos al final. La chica caía sobre la hierba arrastrando con su cuello una bufanda de sangre. Joaquín cambió de canal y bajó el volumen. Comprobé con gran calma que el clavel marchito de mi solapa seguía en su sitio. «Es inútil que trates de asustarme -pensé-, lo único que me da miedo de nuestra pelea es la derrota.»

Poco después llegaron los clamores desde la plaza y el grito unánime que da comienzo a la carrera de los Reyes: «¡ Arrastrá !». Miré por la ventana: estaba atardeciendo. La escasa gente que había en el bar se asomó para ver pasar a los muñecotes. Manolo Guerín, mi mensajero, continuó en la barra puliéndose a solas una cerveza. Yo tampoco me moví de mi mesa. «¿Y si esta vez les da por no venir a la Trocha?», me asaltó aquel temor. «Pero vendrán, porque así lo querrá Dios.» Pasaron los monarcas (solo distinguí el vuelo de los mantos rojos), y la gente del bar, en su mayoría jubilados, aplaudió y jaleó a la comitiva. «Vienen bonitos este año», dijo uno. Tras los Reyes, la estampida negra de los Nobles, con su aspecto de tunos enlutados, corriendo calle abajo y golpeando los cristales de las ventanas al pasar. «¡Qué graciosos! -exclamó Joaquín-, ¿y por qué no se dan en las narices?» Hicieron el mismo ruido que una bandada de cuervos (era curioso: nunca se me había ocurrido aquella comparación a pesar de que llevaba viendo la misma fiesta desde mi infancia). Y después de los Nobles, la inmensa juventud del pueblo, los gritos agudísimos de las niñas, las suelas de los distintos zapatos al golpear la calle, el desorden de la alegría, ¡pero todo bajo el imparable compás de mi enemigo, golpes, gritos, risas, música, batir de palmas! «Ya viene la víctima al holocausto», pensé.

En ese instante penetró una tromba de carcajadas en la Trocha, y en medio, como llevada por porteadores, el espeso pelo bien peinado, un jersey de cuello de tortuga color rojo y vaqueros ceñidos, se hallaba Paz. A su alrededor el estrépito era tan fuerte que pensé que toda la cristalería de la barra se rompería con cuatro ruidos rítmicos.

Paz venía guapa y lista para morir.

El grupo se detuvo en la barra, le hicieron el pedido a Joaquín tras varios equívocos y nuevas risas, y se dedicaron a hablar entre ellos a voz en grito, como si estuviesen solos.

No era Paz la única chica esta vez: le daba la réplica una adolescente regordeta, feúcha, pintarrajeada y gritona. Pero era obvio que el centro de la atención seguía siendo la hija de Huertas.

Surgieron las litronas como trofeos en las manos, y Joaquín. apagó la televisión. Inmediatamente comprendí que se dirigía a la barra para poner los casetes de sevillanas y atraer, así, más público joven a su local. Hubiera sido una pérdida de tiempo decirle que no lo hiciera, pero, de haber tenido un átomo de sensibilidad, Joaquín se lo habría pensado mejor. «¿No ves esas bocas, esos dientes lustrosos, esos cuellos que muestran la nuez con cada trago de cerveza? -pensé-, y sobre todo, Joaquín, ¿no ves esos ojos hambrientos de sangre? ¡Mi asesino quiere que la víctima baile! Cuando ella baile, el pueblo entero cantará: "¡Siempre!", y Paz morirá, no sé cómo, pero morirá ineludiblemente.»

El frenético ritmo que acompañaba a Paz me había hecho olvidar por un momento a Guerín. ¡No le había entregado la nota! Lo busqué con la mirada, pero el bar, una vez concluida la carrera, empezaba a abarrotarse y no pude hallarle. «Manolo, maldita sea, ¿dónde te has metido?», me indigné. Comenzaron a repicar las guitarras en los altavoces de la casete, y una pareja de voces gitanas desató la introducción de la primera sevillana. Casi por ensalmo, los brazos de las chicas se levantaron y ejecutaron lentos arabescos en el aire. Paz estaba entre ellas: los chavales le habían dejado espacio, y la vi moverlas manos con delicadeza, flexionarlas muñecas, entornar los ojos, disponerse a taconear los primeros compases. El jersey se había alzado con sus gestos y breve como era, descubría pícaramente su pequeño vientre y el ombligo. «¡Es una mascarada! ¡Él los mueve a todos y nadie se da cuenta!», pensé, atormentado.

– No bailes -dije con los ojos fijos en la pobre niña-. No bailes.

Era lo mismo que había escrito en la nota que Guerín no le había entregado. Me levanté de la mesa como un resorte dispuesto a hacer cualquier cosa para impedir que se consumara la tragedia.

Pero había demasiada gente y no llegué a tiempo. Paz bailó.

Y, por cierto, magníficamente.

Las palmas y el coro de risas la cercaron como una empalizada; recibí cuatro empujones, dos sueltos y dos juntos, y tuve que volver a sentarme. Me sentí viejo y fracasado contemplando cómo mi enemigo hacía girar a Paz en un torbellino negro como un disco de gramófono sobre cuya superficie, insensiblemente, se clavara la aguja arrancándole a arañazos la música.

– ¡Siempre! -exclamó un hombre gordo junto a mí; parecía hipnotizado contemplando el baile.

– ¡Siempre! -coreó una chica de gruesos labios que charlaba con otros chicos en una mesa cercana.

– ¡Siempre! -La palabra pasaba de boca en boca, como las cervezas. Pronto, toda una mecha encendida con aquella palabra rodeó la figura jadeante de Paz: «¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre!». «El verso concluye -pensé-, y la guadaña cae.»

Terminaron las sevillanas y uno de los chavales del grupo se acercó a la hija de Huertas y se puso a charlar aparte con ella. ¡Qué gran sorpresa la mía al descubrir que se trataba de Ángel Diosdado, el hipócrita que se había reído de mí semanas antes, mientras vigilaba la casa de Guernod! Paz le escuchaba con gran atención y asentía de vez en cuando. Aunque otros chavales del grupo les molestaron, ellos siguieron con su conversación. Al cabo del rato había dos grupos: Paz y Ángel por un lado y el resto por el otro. «¿Qué querrá ese sinvergüenza con la chiquilla?», me pregunté.

No tuve que esperar demasiado para saberlo. De repente, Paz y su nuevo amigo se despidieron de los demás y se marcharon. Decidí seguirles. Cuando me iba, divisé a Guerín en la barra, medio borracho frente a un vaso de vino. Él no me vio. Reprimí una maldición pensando que, en realidad, Manolo no tenía la culpa. «También está solo -comprendí-, pero a él le resulta insoportable.» La soledad ansiaba compañía, y la muerte ansiaba la vida. Mi asesino, por definición, era el más solitario de los seres: por eso los ansiaba a todos. Mi asesino era el único y verdadero culpable: él era quien pecaba, los demás cometíamos faltas perdonables. Con esos pensamientos salí del bullicio del bar y seguí a la pareja a prudente distancia por las calles engalanadas de bombillas.

Enseguida supe que se dirigían a la playa. «A las parás , donde Paz bailará su última danza sobre una arena formada por incontables, minúsculos cráneos de tierra -pensé-. Y allí acabará el canto fúnebre.» Improvisé una estrofa sobre el mismo tema:

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