– Don Lázaro vino a vernos, insistió en la necesidad de nuestra clausura y quedamos inútilmente a la espera de su reaparición. Por cierto, no les he presentado a mis eminentes colegas.
Y señaló a sus compañeros de habitación como si les invitara a saludar ante los aplausos del público.
– El profesor Yves Tyras, de la Universidad de Maguncia, especialista en la Generación de 1902; Cayetano Sirvent Mira, director del Centro de Estudios de Lingüística Estructural; Leonardo Inchausti, rector de la Universidad a distancia; Floreal Requesens, responsable del Atlas literario comparado de la Real Academia de la Lengua; Juan Sánchez Martialay, responsable de los estudios literarios de la Universidad Menéndez y Pelayo. Yo completo el sexteto del jurado base y Lázaro Conesal se reservaba el derecho al desempate.
Había tanta cultura y tantas universidades reunidas en aquel sanedrín de descalzados animados por una de las mejores marcas de champán, que los intrusos, a pesar de sus jerarquías, parecían cohibidos y en retirada hasta que la ministra de Cultura tomó la iniciativa de saludar a todos los sabios besándoles las mejillas, lo que acabó de encenderlas, mientras la dama revoloteaba entre ellos como una mariposa de desbordante policromía.
– Ya nos conocíamos, ministra -observó regocijado el que había sido presentado como responsables de los cursos literarios de verano de la Universidad Menéndez y Pelayo.
– Estuvimos hablando de Blasco Ibáñez y del arroz con costra de Elche o de Elx, como le llama usted.
El que acentuaba su rigidez y daba una total impresión de disgusto era el presidente del jurado que trataba de ponerse los zapatos y de recuperar el aspecto digno exigible al presidente del jurado del premio literario mejor dotado del mundo. Compartía estos gestos con miradas de aviso al joven Conesal, como si tratara de transmitirle un mensaje que por fin pudo hacer efectivo en un aparte.
– Vaya ridículo. Ya sabía que no funcionaría. En qué posición queda el jurado de un premio cuando ni siquiera yo, el presidente, sabe quién lo ha ganado. ¿Dónde se ha metido su padre?
Álvaro no le contestó. Se fue a por el jefe superior y le pidió permiso para dar la noticia al jurado. Consultado el inspector Ramiro opuso un vaivén de cabeza y serios reparos porque se perdía el factor sorpresa. ¿De qué factor sorpresa está usted hablando?, le respondió su superior, ofreciéndole el cuadro del jurado vencido por el Bollinger y una digestión de serpiente boa. Obtuvo el permiso Álvaro y se dirigió a los presentes:
– Señores, debo comunicarles una mala noticia.
– Desierto -espetó Requesens, el responsable del Atlas lingüístico-. Me lo temía.
– ¿De qué desierto habla usted? -inquirió suspicaz el inspector Ramiro.
– Del premio. Se ha declarado desierto. Todo ha sido una añagaza publicitaria, me lo temía. Las bases se redactaron de una manera tan sibilina que el premio puede declararse desierto y ahora quedamos todos los del jurado a la altura del betún. Y tú tienes la culpa, Bastenier, porque nos vendiste la moto.
– No utilices vulgarismos, Requesens.
– ¡Los utilizo porque me sale de los cojones! Que me tienes muy harto con tus maneras de cerebro recuperado y no hay tribunal de oposiciones en que no machaques a mis ayudantes o a la gente que ha hecho la tesis conmigo o bajo mi especial percepción de la literatura. Ahora me metes en esta degradante aventura, por cuatro piastras de mierda…
– No digas tonterías, Requesens -le riñó severamente Ricardo Bastenier sin darle opción a replicar y a continuación invitó a Álvaro Conesal a que prosiguiera su información.
– Mi padre ha sido asesinado.
Los seis jurados adquirieron un súbito aspecto de viudez desamparada y de voluntad indagatoria retórica.
– ¿Cómo ha sido?
– ¿Están ustedes seguros?
– ¿No será un corte de digestión?
– ¡Increíble!
Ramiro metió baza decididamente.
– Les invito a que no abandonen esta habitación a la espera del inevitable interrogatorio. Les ruego disculpen las molestias.
Volvieron a salir agrupados, pero Leguina les detuvo a medio corredor.
– Me parece que estamos haciendo el ridículo. No vayamos más en grupo porque esto se parece a las visitas médicas en los hospitales clínicos, el cá-tedro por delante y los alumnos tomando apuntes.
– También me recuerda las inauguraciones de cualquier cosa, pero falta la Reina o el Rey -apoyó la ministra.
– Me permito proponer un plan operativo -se permitió Ramiro y todos quedaron a la escucha-. Centralizamos el mando en la sala de personal y telemática y así las autoridades pueden pasar al comedor para tranquilizar a los asistentes, mientras tanto estableceremos un plan de interrogatorios con aquellas personas seleccionadas entre los invitados al acto.
– Interrogatorio es una palabra muy fuerte.
– Conversaciones indagatorias -corrigió Leguina y añadió-: Así pienso comunicarlo a la sala. Manténganos en todo momento informados, tanto a la señora ministra como a mí.
Marcharon las supremas autoridades seguidas de los escoltas y quedó Carvalho a la espera de instrucciones de Álvaro. Como no llegaban se plantó ante el grupo que aglutinaba el jefe superior, el inspector Ramiro, el jefe de personal y Álvaro Conesal.
– ¿A qué grupo me sumo?
Menos Conesal y el jefe de personal, los demás repararon de pronto en la presencia de Carvalho.
– ¿Y éste quién es?
– El detective privado, Pepe Carvalho. Había sido contratado especialmente por mi padre para un trabajo concreto en el transcurso de esta cena. Es indispensable que forme parte del equipo de investigación porque está en posesión de informaciones que tal vez puedan ser interesantes.
– ¿Conocía su padre las limitaciones indagatorias que deben respetar los detectives privados?
Álvaro se encogió de hombros y respondió a Ramiro:
– Vayan ustedes a preguntárselo.
– No tenemos ningún inconveniente en colaborar con un detective privado -sentenció el jefe de policía-. Pero deberíamos situarle en una función estricta.
– De eso nada. Yo tengo licencia para circular por donde crea conveniente y de momento me voy al comedor a ver lo que pasa allí.
– Yo me apunto. Luego nos encontramos en la sala de personal y telemática.
– Ramiro, sala de personal y telemática, ese nombre es más largo que un día sin tele. Dejémoslo en sala de personal, que para largo ya la noche se presenta de campeonato.
– Sí, señor.
Carvalho y Ramiro compartieron ascensor descendente y se estudiaron de soslayo. Carvalho pensaba que Ramiro era un producto de academia, tal vez algún master de criminología en alguna universidad extranjera pero no demasiado lejana y Ramiro sospechaba que Carvalho era un huelebraguetas cantamañanas, pero algún mérito le asistía porque lo había contratado Lázaro Conesal, que compraba lo mejor de lo mejor. El ascensor que bajaba al presidente de la Comunidad Autónoma, la ministra y su séquito les llevaba diez pisos de ventaja, pero luego fue fácil ponerse a la estela de los otros cuando entraban en el salón cerrado donde los vapores del tabaco, las indignaciones y los rumores alcoholizados componían una atmósfera enervante que Leguina respiró con gusto, como si el político novelista se metiera en un ámbito de ficción. No le faltaron preguntas a su paso, incluso intentos de retenerle tirándole de la manga de la chaqueta, pero siguió impertérrito hasta la tarima donde esta vez sí funcionó el micrófono para dar un comunicado suficiente.
– Señoras y señores, debo comunicarles que la situación está bajo control y esperamos que las molestias sean mínimas para todos ustedes. Lázaro Conesal, nuestro anfitrión, ha sido, al parecer, asesinado y es imprescindible que todos permanezcamos en nuestro sitio, tanto desde el punto de vista anímico y ético de estar donde debemos estar, como en el físico. Es decir, por favor, no se muevan de sus mesas ni traten de abandonar el salón hasta que la policía mantenga las imprescindibles conversaciones indagatorias. Para completar las informaciones derivadas de las listas de invitados, les rogamos que escriban su nombre, dirección, número de carnet de identidad, números de teléfono y lugares donde puedan ser hallados con facilidad en los próximos días y semanas.
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