Manuel Montalbán - El premio

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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesión del Premio Venice-Lázaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, críticos, editores, financieros, políticos y todo tipo de arribistas y trepadores atraídos por la combinación de «dinero y literatura». Pero Lázaro Conesal será asesinado esa misma noche, y el lector asistirá a una indagación destinada a descubrir qué colectivo tiene el alma más asesina: el de los escritores, el de los críticos, el de los financieros o el de los políticos.

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– ¿Qué ha pasado?

– ¿Ha pasado algo?

Las preguntas en el aire fueron de mesa en mesa hasta rebotar contra la de la presidencia donde la esposa de Lázaro Conesal se fue incorporando poco a poco mientras escrutaba a su hijo en la lejanía ya atrapado por el lucerío televisivo.

– ¿Qué ha pasado? ¿Se va a dar el premio?

Álvaro se alzó sobre las puntillas para distinguir a su madre por encima del cerco de personas y luces y finalmente habló a la oreja del evidente policía secreto que permanecía a su lado. Le estaba diciendo que fuera a informar a su madre, pero la mujer ya se había incorporado y avanzaba casi corriendo hacia la puerta donde estaba su hijo rodeado de los guardaespaldas enardecidos y personajes cuya catadura no conseguía delimitar. No le gustó la mirada de inquietud y desaliento que le envió aquel hombre que les había acompañado en el coche, cuyo nombre no le venía de inmediato a la cabeza. Pero le vino cuando al llegar a su altura escuchó la pregunta que le dirigía el escritor Sánchez Bolín.

– Coño, Carvalho. ¿Me puede usted explicar qué ha pasado y qué hace usted aquí?

Carvalho releyó: «Era natural que el tango naciera en el prostíbulo y es cierto lo que Lugones apuntaba con desprecio: que lo engendra la prostitución.» «Hacia fines de siglo», escribe Sábato, «Buenos Aires era una gigantesca multitud de hombres solos, un campamento de talleres improvisados y conventillos», y ese conglomerado «hace vida social en los boliches y prostíbulos». Cerró el libro, reojeó el título y el nombre del autor: «Las ciudades -Buenos Aires- Horacio Vázquez Rial» y ya se disponía a arrojarlo al fuego de la chimenea en uno de sus actos más maquinales cuando le asaltó la duda de si no le sería necesario documentarse algo más sobre Buenos Aires antes de irse allí de viaje profesional. ¿Qué sabes tú de Buenos Aires? Tango, Desaparecidos, Maradona… Perón, Eva Duarte de Perón, Nacha Guevara, No llores por mí Argentina, la carne congelada de la posguerra, Zully Moreno, Mirta Legrand, Luis Sandrini, El Zorro… zorro… zorrito… para mayores y pequeñitos… También le cercaban nombres de escritores que posiblemente había leído, incluso recordó una frase de uno de ellos que tenía nombre de aceite de oliva de prestigio. Borges, o algo por el estilo. La luna del Bósforo es la misma que la de… No recordaba la frase completa, ni siquiera tal vez empezara así, pero iba a parar a la metáfora de la luna indiferente a la concreción de lo terrestre. Borges. Sin duda se llamaba Borges el creador de la frase que no recordaba y por lo tanto era mejor incluso olvidarse de un autor del que había quemado Historia Universal de la Infamia. Un trabajo en Argentina, buscar a un primo hermano que había desaparecido voluntariamente diez años después de la caída de la Junta Militar que había tratado de hacerle desaparecer sin conseguirlo. Tal vez el síndrome de Estocolmo en versión argentina, la pulsión de ser un desaparecido cuando ya no hay desaparecidos. Recordaba el mandato de su tío, sentado el anciano en un sillón Emmanuelle, en una azotea de la Villa Olímpica, disminuido por los años, más de ochenta, como si cada año se hubiera llevado una parte de su volumen, definitivamente achicado, casi vaciado por el cincel del tiempo, viejo, agrio, con miradas acuchilladoras hacia las ventanas desde donde les miraban a hurtadillas sobrinas viejas e interesadas. «Estoy en manos de sobrinas… no quiero que esos cuervos se lleven lo que pertenece a mi hijo… Quién sabe dónde andará. Yo creía que había superado la muerte de su mujer, Berta, la desaparición de su hija… Fue en los años duros de la guerrilla. Quedó trastornado. También estuvo detenido. Escribí al rey, yo, un republicano de toda la vida… me lo traje a España… el tiempo… el tiempo lo cura todo, dicen… El tiempo no cura nada. Tú, tú puedes encontrarlo. Sabes cómo hacerlo, ¿no eres policía?» «Detective privado», contestó Carvalho e incluso se oyó a sí mismo tratando de explicarle al viejo la diferencia entre un policía y un detective privado, entre lo público y lo privado. ¿Acaso no estamos en tiempos de retorno a lo privado? «Piense usted, tío, que hasta los policías que guardan el Ministerio del Interior, el de los policías, pueden ser privados. El Estado no se fía de sí mismo.» Pero el último hermano de su padre que quedaba en vida, el tío de América como siempre se le había llamado con respeto hasta que Carvalho creció y estuvo en condiciones de dudar de la existencia de los tíos de América, no estaba ya para asumir nuevos conocimientos. Apenas si disponía de espacio en su cerebro para los viejos.

Amnistió el libro sobre Buenos Aires y trató de imaginar el viaje, la llegada, la recuperación de una ciudad en la que apenas estuvo unas horas velando por la seguridad de Foster Dulles ¿o era de Dean Rusk?, en uno de sus encuentros con el presidente Frondizi, siempre con la frustración de no haber podido ir a Corrientes… «Corrientes, tres, cuatro, ocho, segundo piso ascensor, no hay portero ni vecinos…» Un tango. Un tango sobre nidos de sexo en los que habitan perros de porcelana para que «… no ladren al amor». Cada vez que la palabra amor aparecía en el techo de aquél su destartalado y descuidado living, se le venía encima como una lámpara de goznes oxidados y cansada ya de no dar luz. La ausencia de Charo le permitía contemplar la progresiva destrucción de su entorno sin remordimientos. «Pepe, las casas hay que cuidarlas, de lo contrario se nos caen encima.» Tanteó a su izquierda en busca de la botella de vino tinto, Rioja Alta, 904, se llenó un vaso asaltado por las claridades de la fogata y bebió con sed, como si hiciera semanas que no bebía vino tinto Rioja Alta, 904. La noche complica la soledad. Musitó y se quedó a la espera de una asociación de ideas o recuerdos, pero sólo sonó el teléfono y sólo era Biscuter. Sólo Biscuter.

– Jefe, le han llamado de Madrid. Le espera un avión privado en el aeropuerto de El Prat y fije usted las condiciones.

– Pero ¿qué me estás diciendo, Biscuter?

– Al pie de la letra, jefe. Le ponen un avión en El Prat y de momento le pagan doscientas mil por la molestia de ir y venir a Madrid. Aquí tengo el nombre del cliente: Álvaro Conesal y el del avión.

Silabeó con cuidado porque era un nombre extranjero:

– Pe-re-la-chés.

– Pero ¿no aprendiste el francés cuando robabas coches en Andorra y cuando fuiste a París a aquel curso sobre sopas?

– Cierto, jefe, pero si lo deletreo es por usted.

– Alvarito Conesal. ¿Qué le pasa a ése?

– Es el hijo de su padre.

– Suele suceder.

– ¿No lee los diarios?

– Ni siquiera los quemo.

– Hosti, jefe, pues sí que está en la luna. Este Conesal es el hijo de aquel otro Conesal, «el millonario de acero inoxidable».

– Hay metales más peligrosos.

– Es ese tío que tiene más pasta gansa que todos los demás millonarios juntos y la ha ganado en diez años. Doscientas mil pesetas por ir y venir a Madrid. Allí asistirá a una cena donde se concede un premio literario. Si una vez allí acepta el trabajo habrá pasta gansa.

– ¿Pagada la cena?

– Hosti, jefe. Claro.

– Menú.

Pero no, no valía la pena pedir el menú de una cena donde se concede un premio literario. En ésas circunstancias la gastronomía es lo de menos y sería una grosería que la cena fuera más buena que la obra premiada.

– Que sean trescientas mil y no bajes de doscientas cincuenta mil. Ni siquiera si te prometen que la cena es en Horcher o en Zalacaín o en Jockey.

– Es en un hotel, jefe.

– Me lo temía. Además quiero la garantía de que no es obligatorio leer la obra ganadora.

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