– Es tan hermosa como ceñuda.
No comprende Strozzi el ataque de risa que conmueve a Lucrecia y solicita motivos para reírse.
– Cuéntemelo, señora, y así reiremos los dos.
– La orgullosa Isabel ha recibido una trascendental consulta: ¿es bueno el color crema, así en el ambiente como en el vestuario de la madre nodriza, para llenar de leche las ubres maternas?
– ¿Le interesa esa cuestión?
– Creo que estoy en estado, Ercole.
La mueca en el rostro de Strozzi permanece a pesar de que la mirada comprensiva de Lucrecia, incluso la mano que la mujer pone en su brazo, tratan de que se borre.
– Ercole, he venido a Ferrara a tener hijos. Las mujeres sólo servimos para tener hijos.
– No siempre es un buen servicio. Creo que también sirven para ser amadas por sí mismas, en sí mismas.
– El culto a Petrarca o a Platón queda fuera de las alcobas.
Es cosa de vosotros los poetas y de nosotras las mujeres, hasta que llega la noche y los maridos entran en las alcobas. Alfonso ha construido un pasillo directo que une su dormitorio con el mío. Así puede llegar cuando menos me lo espero. Estoy preñada. Alégrate de la noticia, Ercole. Te lo pido.
– Si me lo pide. Venía a presentarle a mi amigo Bembo. Acaba de llegar de Venecia y tenía muchas ganas de conocerla.
– Yo también quiero conocerle.
Desde la puerta invita el cojeante Strozzi a que se aproxime Bembo, y con él entra una imponente presencia que domina la de Strozzi, la de la propia Lucrecia, si no fuera porque Bembo está ilusionado por el encuentro, ilusión que transmite a Lucrecia en el momento en que nota en el dorso de su mano los labios del veneciano.
– Pietro es mucho mejor poeta que yo y ya le ha dedicado uno de sus poemas.
– ¡Que lo lea! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
Suficiente en el ademán aunque prudente en el habla, Bembo expone:
– Para esta primera ocasión no traigo nada propio. Pero sí he memorizado un poema en español, de Lope de Zúñiga. Sus palabras sonarán como si fueran mías.
"Yo pienso que si muriese y con mis males finase desear.
Tan grande amor fenesciese que todo el mundo quedase sin amar.
Mas esto considerando mi tarde morir es luego tanto bueno.
Que debo razón usando gloria sentir en el fuego donde peno."
Han entrado en la estancia Adriana y las dos damas jóvenes mientras recitaba Bembo y se suman al alborozo casi pueril con el que Lucrecia ha recogido el homenaje.
Tan pueril que retiene a Bembo por un brazo y se lo lleva hasta la ventana, donde conversan sin ser escuchados. Suspira Strozzi ante la evidencia del impacto y recoge su suspiro Adriana.
– ¿Mal de amores?
– Voluntario. Controlado.
Necesario. Petrarquista. Yo no sería nada, ni nadie sin mal de amores.
– Aparte de poeta, ¿qué otra cosa es Pietro Bembo?
– Bello y ambicioso.
– No es poca cosa.
Pero no hay tiempo para continuar la justa de intenciones porque a la puerta asoma Francesco de Gonzaga, que busca con los ojos a Lucrecia y cuando la halla en tan buena compañía le decrece la mirada, se le contraría el gesto y hace ademán de retroceder. No puede porque Lucrecia lo ha visto y corre hasta él para retenerle y privar la conversación de despedida.
– ¿Ya os vais? Me lo ha dicho tu mujer.
– Sí. Nos vamos. Pero yo me quedo, ya lo sabes. Me quedo a tu lado a pesar de que me voy. Déjame quedarme aunque sea sombra, sombra menor, segunda sombra, tercera.
Le sella las palabras en los labios con un dedo Lucrecia.
– Tendremos nuestras cartas.
Quién sabe qué encuentros.
– Todos los que pueda.
– Ercole Strozzi nos servirá de enlace y de buzón de correos.
– ¿Está dispuesto?
Asiente Lucrecia con los ojos, pero los abre cuando desde el pasillo llega la llamada imperiosa de Isabel.
– ¡Francesco! ¿A qué esperas?
Ha cerrado los ojos, crispado, Francesco de Gonzaga y se retira sin soltar las manos de Lucrecia, la mirada en los labios pálidos de la mujer, que repiten con suavidad lo que ha sido imperioso ultimátum en los de Isabel.
– ¡Francesco! ¿A qué esperas?
Los labios de Francesco dicen algo que sólo Lucrecia atiende y responde con una plácida sonrisa, con la que se vuelve para recuperar a los pobladores de la escena.
Pietro Bembo y Strozzi, frustrados pero anhelantes, como si esperaran un veredicto y el relevo.
Adriana se divierte como si bailara sola. Acude Lucrecia hacia Bembo y Strozzi y toma a cada uno de una mano mientras proclama:
– Mis poetas.
Adriana ha adquirido una íntima convicción y va hacia la puerta.
Ha observado algo extraño en ella Lucrecia y la retiene.
– ¿Por qué te vas?
– He de hacer el equipaje.
Vuelvo a Roma.
– Finalmente, me dejas.
– ¿Me necesitas?
Piensa Lucrecia.
– No sé si te necesito, pero te quiero.
Le acaricia las mejillas Adriana con los ojos húmedos.
– Yo también te quiero, Lucrecia, pero no me necesitas.
Lo que ha sido ternura se vuelve ironía.
– Tienes un marido semental, un cuñado enamorado, un confidente cojo y un hermoso poeta veneciano, ¿qué más se puede pedir? Ya tienes vida privada.
Un último silencio compartido por las dos mujeres. Da la espalda Adriana pasillo arriba, perseguida por la mirada cariñosa de Lucrecia, quien finalmente se lleva la punta de los dedos a los labios y envía un beso paloma.
– El señor César tiene tantos catadores entre sus ayudantes que las comidas se enfrían antes de que lleguen a su plato. Mal asunto la comida fría. Su santidad debe prevenir a su hijo contra las comidas frías.
No para atención Alejandro Vi en el comentario de un Leonardo afanado entre cazuelas sobre fogones, a poca distancia de mesas donde reposan maquetas de máquinas de guerra, pero sí Maquiavelo, que no pierde detalle de las manipulaciones del artista.
– ¿Sopa de caballo? Con lo que quiere usted a los animales y sobre todo a los caballos, ¿va a comer sopa de caballo?
– Es un plato que cocino en honor de su santidad, porque la carne de caballo es poco grasa y preveo que su santidad va algo alto de sangres. Después les propongo un suculento plato de menudillos mezclados: de oveja, cerdo, vaca, un plato de muy buen digerir y sólido si lo acompañamos de polenta.
Era el preferido por Ludovico el Moro, ¡Ah, qué bellos tiempos!
Los Sforza eran los Sforza, los Medicis los Medicis y lo único molesto de Florencia era que de vez en cuando podías encontrarte con el desdichado de Miguel Ángel o el arrepentido de Botticelli convertido al savonarolismo y dedicado a ilustrar la "Divina Comedia" como un acto de expiación.
– ¿Por qué era un desdichado Miguel Ángel? -preguntó fascinado el papa por la seguridad descalificatoria del cocinero.
– Es un maleducado, un mal parido. Un día le pregunté en la calle algo relacionado con la "Divina Comedia" y me envió a tomar viento. Le falta armonía. Serenidad. No se puede ir por la vida buscando sólo el movimiento de los cuerpos, sin hallar serenidad, en pos sólo de los músculos y las es quinas de los hombres. Desde esa rigidez moral de Buonaroti, se mata la pintura, se hace escultura pero no pintura. Botticelli fue un pintor grandioso hasta que se cruzó Savonarola en su camino y se convirtió en un pecador. Un excelente pecador y un pintor acobardado, casi un mal pintor. Mal asunto el humanismo en manos de iluminados y beatos del hombre como Pico della Mirandola, que llegó a escribir una "Oración sobre la dignidad del hombre", aunque estoy de acuerdo en su visión del ser humano como un constante Proteo, alguien que se hace constantemente a sí mismo. En Castilla llaman humanismo a lo que promueve el cardenal Cisneros, pero Cisneros no cree en el hombre, sólo cree en Dios. Yo a España no voy ni atado.
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