Manuel Montalbán - El laberinto griego

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Pepe Carvalho, investigador privado, recibe de una extraña pareja francesa, Claire y Lebrun, el encargo de hallar el paradero de Alekos, el marido griego de Claire. Mientras recorren los antiguos barrios industriales de la Barcelona preolímpica en busca del oscuro personaje, el corazón de Carvalho sucumbirá ante la belleza inalcanzable de Claire.

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– No se amargue la vida, amigo.

Defienda cualquier otro proyecto de ley.

– Los demás tampoco me gustan.

– Entonces lo tiene bastante difícil.

– Los comunistas son unos traidores. Ya no quieren hacer la revolución. Todos quieren ser socialistas y nosotros no tenemos más remedio que hacernos liberales. La historia nos absolverá. De vez en cuando olvido mi nombre y vago por la ciudad. Los psiquiatras dicen que padezco desdoblamiento de personalidad, pero no es verdad. Busco mi verdadera personalidad.

– Si la encuentro yo antes ya le diré que venga aquí, que usted está aquí esperándola.

– Sólo hasta las dos. A las dos cierran esto. Pagó sus consumiciones y la del socialista desorientado y siguió su destino, Ramblas abajo, como si llegando antes acercara la hora del encuentro con los franceses. Ya en Casa Leopoldo, Germán le dejó escoger una mesa desde la que dominara la entrada majestuosa de Claire en el restaurante y palió su sed con una botella de vino blanco, muy frío, muy frío, insistió Carvalho, porque tengo la cabeza muy caliente.

El restaurador estaba acostumbrado a sus excesos tan excepcionales como totales y le dejó beber vino blanco como quien bebe agua. Cuando los dos franceses atravesaron el dintel que abría el comedor interior, Carvalho navegaba en mares dorados del mejor vino de la casa y desde el puente de mando de su barco ebrio examinó los disfraces de sus invitados con plena satisfacción. Ella acudía vestida precisamente de pasajera francesa de un barco ebrio, con una chaqueta blanca larga y una blusa de seda verde pálido que le acariciaba el cuello mediante historiadores volantes que fingían ser espuma; y él vestía un traje color crema, con la camisa marrón, una corbata de marrón más oscuro y su sombrero casi plano, blanco, estudiadamente arrugado, en un total inacabado que sintonizaba con lo inacabado de sus facciones y sus gestos. El príncipe desganado dejó hacer, pasar la doble iniciativa gastronómica coordinada de Carvalho y el restaurador y sólo sus ojos tradujeron una cierta capacidad de sorpresa ante el despliegue pantagruélico de bandejas llenas de cigalas al ajo, sepias y pulpos microscópicos, angulas con jamón de pato y rodajas de kiwis, medias langostas y langostinos, un enorme rombo cocido a la plancha y al horno. Si su admiración era ocular, la de la mujer era verbal y cuando agotados todos los pescados del Mediterráneo consideró llegado el momento de un golpe de timón del paladar, sacó del bolso una botella de Vega Sicilia y la puso sobre la mesa.

– Es un pequeño homenaje a mi abuela.

– Dudo que el señor Carvalho admita un vino tinto después de tanto pescado y tanto vino blanco.

– El Vega Sicilia lo admito hasta con la sopa de pescado. No es un vino. Es una seña de identidad artificial, pero bien conseguida. En los tiempos de su abuela este vino no existía.

– Me sabe a Valladolid, a los campos de Castilla.

– Eso es otra cosa.

La había degustado tanto, sin verla, a lo largo del día que Carvalho trató de mirarla lo menos posible durante la cena, pero en toda comida llega la hora inevitable de la conversación y la mirada o de la pelea. Una comida jamás puede terminar en un silencio indiferente, a no ser que uno de los dos comensales está muerto. Hizo un resumen de sus pesquisas que el francés escuchó con su prevista desgana y ella con expresión más fascinada que anhelante. Tal vez le gustaba más buscar al griego que encontrarlo. Tal vez, avisó Carvalho, en el estudio de los Dotras sólo hagamos turismo, pero a todo turista le interesa traspasar los muros de la ciudad-hotel.

– No siempre.

Interrumpió Lebrun, repentinamente interesado.

– Nunca seleccionas ciudades, son las ciudades las que te seleccionan. Yo he dado la vuelta a los hoteles del mundo y pocas veces me he sentido convocado por la ciudad, hasta el punto de atravesar los muros de los hoteles. Quizá Barcelona valga la pena.

Les hizo meterse en las tripas del Barrio Chino, en sus rescoldos de prostitución barata marginada por los terrores del SIDA, otra vez las inevitables Ramblas y la desembocadura en el puerto, con la perspectiva primera y luego la toma de tierra del Moll de la Fusta. Edificios neoclásicos al servicio del poder militar, alguna pincelada neogótica, comercios marítimos, una plaza neorromántica, el escaparate de posmodernidades que configuraba la remodelación del paseo culminado por la gamba gigantesca del diseñador Mariscal. En el punto equidistante entre el pompier edificio de Correos y la estatua de Colón, Lebrun se quedó traspuesto y exclamó:

– "Que bel pasticcio!".

Respaldados por las naves, el mar estanque, los tinglados obsoletos a medio derribar, los nervios férricos de torreones de antigua eficacia atravesaron el paseo y la plaza de Medinaceli para buscar el callejón donde se ubicaba el estudio de los Dotras. Todas las puertas estaban abiertas y la luna llena estaba puesta sobre los miserables tejados. La mujer lo tocaba todo con la punta de sus ojos de piedra y con las yemas de sus dedos de seda, mientras mantenía una sonrisa ligera. Nada más penetrar en el estudio comprendieron que sin ellos el cuadro era incompleto. Iban vestidos todos de bohemios indígenas y agradecieron el contraste visual de aquellos turistas recién desembarcados de un paquebote sin duda con pocas horas de escala. Carvalho no contaba en sus apreciaciones. Lo aprehendieron como un guía de cualquier agencia "tour operator" y se dedicaron a desguazar a la dama de lujo y al caballero fugaz.

– Son dos mil pesetas por persona.

Advirtió la señora Dotras y a Carvalho le pareció que sus grandes y caídas tetas se había convertido en una bandeja petitoria de catedral en la misa de doce.

– ¿A cambio de qué?

– En ningún otro lugar de la ciudad verá lo que aquí verá.

Pagó el francés y Carvalho depositó su botella de Knockando en las manos del pintor vestido para la ocasión como un concertista indio de instrumentos musicales rigurosamente indios. Abundaba la gente joven repartida en grupos, montones, hablando en voz baja o ensimismados de cinco en cinco, la manera más dramática de ensimismarse.

– Aquí hemos conservado el ambiente de los últimos años sesenta y primeros años setenta. Cuando aún todo era posible.

Le informó Dotras con la voz por encima de un fondo musical en el que los Bee Gees, los Beatles, los Pink Floyd, Hair fueron sucediéndose durante el tiempo que compartieron rodeados por cuadros gigantescos de Dotras y carteles contestatarios con casi veinte años de antigüedad: mujeres orinando en mingitorios para hombres y órdenes de busca y captura de Richard Nixon. Hasta los más jóvenes parecían recién salidos de una noche de opaca juerga años setenta y Dotras les ratificó que de eso se trataba.

– Islas así ya no quedan en la ciudad. Cada generación tiene su derecho a la nostalgia y la nuestra… -Abarcó a Carvalho con el plural-:… es la última generación que conservará el culto a la nostalgia. La nostalgia hay que elegirla.

– Este hombre es un precursor.

Ha creado un museo viviente del comportamiento.

Era la primera vez que el francés manifestaba capacidad de entusiasmo. Les ofrecieron ensalada de arroz y pollo al curry razonando el menú como indispensable en cualquier cena progre masiva de la época objeto de culto y les presentaron a una becaria norteamericana que estaba realizando un estudio sobre "Costumbres del transfranquismo" para la Universidad de Carolina del Norte. Los nietos de Dotras repintaban cuadros del abuelo con pintura spray y los cinco hijos de la walkiria, componentes del conjunto Los Musclaires afinaban sus instrumentos a punto de iniciar su concierto en homenaje a las concentraciones de Canet, el Woodstock español, catalán para ser más exacto, aclaró Dotras a la norteamericana que tomaba apuntes en una libreta y monsieur Lebrun que tomaba apuntes mentales. Carvalho quiso obrar como otras veces, cuando un ambiente le resultaba indiferente hasta el cansancio, dejar la cara y marcharse con la cabeza a otra parte, pero cuando buscaba un pliegue del local para su cabeza, sus ojos tropezaron con una muchacha a la que había conocido en circunstancias más propicias. Era Beba, la hija de Brando y de la monitora, semiacostada en unos cojines y platicando con un viejo, diferente al que estaba aliviando la mañana en que la conoció Carvalho. O quizá no era tan viejo, sino de la edad de Carvalho.

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