Lisa Gardner - Tiempo De Matar

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Durante varios veranos, el terror se adueña de los residentes de Georgia cuando las temperaturas ascienden y el termómetro alcanza los cuarenta grados, porque con el implacable calor llega también un cruel asesino. En cada ocasión secuestra a dos muchachas y espera a que se descubra el primer cadáver: en él se hallan todas las pistas para encontrar a la segunda víctima, abocada a una muerte lenta pero certera. Pero la policía nunca consigue llegar a tiempo y los cuerpos siempre se recuperan meses después, en lugares remotos y aislados.
Tras tres años de inactividad, llega a Atlanta una fuerte ola de calor: es tiempo de matar… Y será Kimberly Quincy, estudiante de la Academia del FBI, quien tropiece con la primera víctima. Comienza la cuenta atrás.

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En esos sueños nunca lloraba, sino que simplemente se limitaba a pensar: Por fin.

No podía respirar y nuevos puntos negros danzaban ante sus ojos. Se apoyó en otro tronco y lo abrazó con fuerza. ¿Cómo era posible que el aire estuviera tan caliente? ¿Qué había ocurrido con todo el oxígeno?

Y entonces, en el último rincón cuerdo de su mente, lo supo. Estaba teniendo un ataque de ansiedad. Su cuerpo había superado el límite de su resistencia y ahora estaba teniendo un ataque de ansiedad, el primero que sufría en seis años.

Se internó un poco más en el bosque. Necesitaba refrescarse un poco. Necesitaba respirar hondo. Ya había sufrido episodios parecidos con anterioridad, de modo que podría sobrevivir una vez más.

Se abrió paso con torpeza entre los matorrales, sin importarle que las ramitas arañaran sus mejillas o que las ramas se enredaran en su cabello, Buscaba con desesperación una sombra más fresca.

Respira hondo, cuenta hasta diez. Céntrate en tus manos y haz que dejen de temblar. Eres dura. Eres fuerte. Estás en buena forma.

Respira, Kimberly. Vamos, cariño, respira.

Se adentró tambaleante en un claro, apoyó la cabeza entre las rodillas y se centró en respirar hasta que, con una fuerte y última boqueada, sus pulmones se abrieron y el aire inundó su agradecido pecho. Inhala. Exhala. Eso es. Muy bien, respira…

Kimberly se miró las manos. Ahora estaban más quietas y presionaban la hundida superficie de su estómago. Se obligó a separarlas de su cuerpo e inspeccionó sus dedos desplegados en busca de señales de temblor.

Ya estaba mejor y pronto volvería a sentirse fresca. Entonces seguiría corriendo y, como a estas alturas ya era muy buena en esto, nadie sabría nunca lo ocurrido.

Kimberly se puso en pie, inhaló una última bocanada de aire y dio media vuelta para regresar al camino que debía seguir. Entonces advirtió que no estaba sola.

A un metro y medio de distancia había un sendero de tierra tan amplio y liso que probablemente era el que recorrían los marines en sus entrenamientos. Y justo en el medio de aquel camino descansaba el cuerpo de una joven vestida con ropa civil. Tenía el cabello rubio y las extremidades bronceadas. Llevaba una sencilla camisa de algodón blanco, una falda azul de flores muy corta y sandalias negras.

Kimberly dio un paso adelante y, al ver el rostro de la joven, lo supo.

Se le volvió a poner la piel de gallina y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Rodeada por el caluroso y silencioso bosque, Kimberly empezó a mirar frenética a su alrededor, mientras su mano se deslizaba hacia la cara interna del muslo para coger el cuchillo.

Primera regla de los procedimientos: asegura siempre la escena del crimen.

Segunda regla: busca refuerzos.

Tercera regla: intenta no pensar qué significa el hecho de que una muchacha ni siquiera esté a salvo en los terrenos de la Academia, pues era evidente que estaba muerta y, por su aspecto, que su muerte se había producido hacía poco tiempo.

Capítulo 7

Quántico, Virginia

10:03

Temperatura: 30 grados

– Una vez más, Kimberly: ¿por qué abandonaste la ruta de la carrera de entrenamiento?

– Me detuve porque tenía agujetas en el costado. Empecé a caminar intentando que se me pasaran y… no me di cuenta de lo mucho que me había alejado.

– ¿Fue entonces cuando viste el cuerpo?

– No -contestó, sin parpadear-. Advertí que un poco más adelante había algo y me acerqué para ver qué era. Entonces… bueno, ya sabes el resto.

Tras mirarla durante unos instantes con el ceño fruncido, Mark Watson, el supervisor de su clase, se recostó en el asiento. Kimberly se encontraba en su reluciente y enorme despacho, sentada enfrente de él. El sol de la mañana se filtraba por las ventanas y una mariposa monarca de color naranja revolotea al otro lado del cristal. Era un día demasiado hermoso para estar hablando de muerte.

Al oír el grito de Kimberly, dos de sus compañeros habían acudido a todo correr. Antes de que llegaran, ella ya se había inclinado sobre la joven y le estaba tomando el pulso. No lo encontró, por supuesto, pero tampoco lo había esperado, pues sus grandes y vidriosos ojos marrones no eran la única señal que anunciaba que la muchacha estaba muerta. También lo sugería el modo en que su boca había sido cosida con un hilo negro y grueso, que había sellado sus pálidos labios en una imitación macabra de la muñeca Raggedy Ann. Quienquiera que lo hubiera hecho se había asegurado de que la joven no iba a gritar.

Uno de sus compañeros no tardó demasiado en vomitar, pero Kimberly mantuvo la compostura.

Alguien había ido en busca de Watson que, tras ver el grotesco hallazgo, se había puesto en contacto con la policía del FBI y el NCIS, el Servicio de Investigación Criminal Naval. Al parecer, una muerte en los terrenos de la Academia no era competencia del FBI, sino del NCIS, pues esta unidad era la encargada de proteger y servir a los marines.

Kimberly y sus compañeros de clase se habían visto obligados a abandonar la escena cuando los marines, ataviados con sus trajes de camuflaje de color verde oscuro, y otros agentes especiales más sofisticados, vestidos con camisas blancas, habían acudido al lugar en el que descansaba el cadáver. En estos momentos había varios equipos trabajando en el bosque: los investigadores forenses fotografiaban, bosquejaban y analizaban la escena; el médico forense examinaba el cadáver en busca de pistas, y otros oficiales guardaban y etiquetaban las pruebas que encontraban.

Pero Kimberly estaba sentada en un despacho, lo más lejos posible de la escena del crimen que su bienintencionado supervisor había podido llevarla. Estaba tan nerviosa que le temblaba una de las rodillas, así que cruzó los tobillos por debajo del asiento.

– ¿Qué pasará ahora? -preguntó, en voz baja.

– No lo sé. -El hombre guardó silencio unos instantes-. Te seré franco, Kimberly. Es la primera vez que nos encontramos en una situación como esta.

– Eso es bueno -murmuró.

Watson esbozó una pequeña sonrisa.

– Hace algunos años ocurrió una tragedia. Un estudiante de la Academia Nacional perdió la vida durante las prácticas de tiro. Era relativamente joven, así que su muerte dio pie a todo tipo de especulaciones. Sin embargo, el médico forense dictaminó que había muerto por un ataque de corazón fulminante. Siguió tratándose de una tragedia, pero teniendo en cuenta la cantidad de gente que pasa por aquí cada año, la conmoción fue menor. Lo que acaba de ocurrir, en cambio… estas instalaciones dependen en gran medida de las buenas relaciones con las comunidades vecinas, así que cuando corra la noticia de que ha aparecido muerta una joven de la zona…

– ¿Cómo saben que es de la zona?

– Por la sencilla regla de las probabilidades. Parece demasiado joven para trabajar aquí y, si estuviera en el FBI o en los marines, alguno de sus compañeros la habría reconocido. Por lo tanto, tiene que ser una persona ajena al complejo.

– Podría ser la novia de alguien -se aventuró Kimberly-. El hecho de que su boca… Quizá respondió mal a su novio demasiadas veces.

– Es posible. -Watson le dedicó una mirada inquisitiva, de modo que Kimberly se apresuró a añadir:

– Pero tú no lo crees.

– ¿Por qué no voy a creerlo?

– Porque no hay signos de violencia. Si se tratara de un conflicto doméstico, de un crimen pasional, su cuerpo mostraría señales de maltrato: heridas, cortes, arañazos… Sin embargo, no tiene ni un solo rasguño en los brazos ni en las piernas. Salvo en la boca, por supuesto.

– Quizá solo la golpeó allí donde nadie pudiera verlo.

– Quizá -su tono era vacilante-. Pero eso tampoco explica que decidiera deshacerse del cadáver en una base de los marines.

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