Lisa Gardner - Tiempo De Matar

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Durante varios veranos, el terror se adueña de los residentes de Georgia cuando las temperaturas ascienden y el termómetro alcanza los cuarenta grados, porque con el implacable calor llega también un cruel asesino. En cada ocasión secuestra a dos muchachas y espera a que se descubra el primer cadáver: en él se hallan todas las pistas para encontrar a la segunda víctima, abocada a una muerte lenta pero certera. Pero la policía nunca consigue llegar a tiempo y los cuerpos siempre se recuperan meses después, en lugares remotos y aislados.
Tras tres años de inactividad, llega a Atlanta una fuerte ola de calor: es tiempo de matar… Y será Kimberly Quincy, estudiante de la Academia del FBI, quien tropiece con la primera víctima. Comienza la cuenta atrás.

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Solo cuando ya era prácticamente un adulto había empezado a preguntarse sobre aquellos momentos que pasaba con su madre. ¿Qué significaba que solo se sintiera relajada durante la puesta de sol, que señalaba que el día había llegado a su fin? ¿Qué significaba que el único momento del día en que parecía feliz fuera cuando la luz del sol exhalaba su último aliento?

Su madre había muerto antes de que pudiera formularle estas preguntas, pero el hombre suponía que eso era lo mejor que podía haberle ocurrido.

Regresó a la habitación de su hotel. Aunque había pagado la noche entera, pretendía marcharse en media hora. No echaría de menos este lugar. No le gustaban las estructuras construidas con cemento, ni las habitaciones producidas en masa y provistas tan solo de una ventana. Eran lugares muertos, la versión moderna de las tumbas, y le resultaba inconcebible que los americanos estuvieran dispuestos a pagar una enorme cantidad de dinero para dormir en aquellos ataúdes de fabricación barata.

En ocasiones temía que la falsedad de estas habitaciones, con sus colchas de colores chillones, sus muebles de conglomerado y sus moquetas de fibra, penetraran en su piel, entraran en su corriente sanguínea y le hicieran despertar una mañana deseando comer un Big Mac.

Este pensamiento le inquietó tanto que tuvo que respirar hondo varias veces para poder recuperar la calma. No fue buena idea, pues el aire apestaba: hedía a aislante de fibra de vidrio y a ficus de plástico. Se frotó las sienes con furia y supo que tendría que irse antes de lo que había previsto.

Ya había guardado la ropa en el petate. Solo le faltaba comprobar una cosa.

Envolvió la mano en una de las toallas de baño, la acercó a la parte inferior de la cama y, lentamente, sacó un maletín marrón. Parecía el maletín de un ejecutivo, lleno de hojas de cálculo, calculadoras de bolsillo y dispositivos electrónicos personales. Sin embargo, era muy diferente.

En él descansaba una pistola de dardos. Estaba estropeada, pero no le costaría demasiado trabajo repararla. Sacó la caja metálica que guardaba en el bolsillo interior del maletín y contó los dardos que contenía. Una docena, todos ellos cargados con 550 miligramos de ketamina. Los había preparado por la mañana.

Dejó la caja metálica en su sitio y examinó el resto del contenido: dos rollos de cinta adhesiva de gran resistencia y una bolsa de papel marrón llena de clavos. Junto a la cinta adhesiva y los clavos descansaba un frasco de cristal de hidrato de cloral, un sedante que, gracias a Dios, no había utilizado nunca. Junto al hidrato de cloral había una botella impermeabilizada de agua que había permanecido en el congelador del minibar hasta hacía quince minutos, para que la parte externa se congelara y el contenido se mantuviera frío, pues el Ativan se cristalizaba si no se mantenía refrigerado.

Tocó la botella de nuevo. Estaba helada. Bien. Era la primera vez que utilizaba este sistema y estaba un poco nervioso, pero la botella parecía estar cumpliendo con su cometido. Era una de esas cosas que podías comprar en Wal-Mart por menos de cinco dólares.

El hombre respiró hondo e intentó recordar si necesitaba algo más. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez y la verdad es que estaba nervioso. Últimamente, las fechas bailaban un poco en su cabeza: recordaba con claridad aquellas cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo, mientras que los acontecimientos del día anterior adquirían un tono borroso y onírico.

Ayer mismo, cuando había llegado a este lugar, los tres años anteriores habían llameado en su mente en tecnicolor y con todo lujo de detalles, pero esta mañana todo había empezado a desvanecerse. Temía esperar demasiado y que los recuerdos se borraran por completo. Temía que desaparecieran en el negro olvido junto al resto de sus pensamientos, pues entonces no podría hacer más que esperar impotente a que algo, lo que fuera, ascendiera hasta la superficie.

Panecillos tostados, galletitas saladas. Y agua. Galones de agua. Muchos.

Los tenía en la furgoneta. Los había comprado el día anterior, también en el Wal-Mart… ¿o había sido en el Kmart? Aquel detalle ya había desaparecido, se había deslizado en las profundidades de un foso. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Ayer. Había comprado cosas. Reservas. En unos grandes almacenes. ¿Acaso importaba en cuál? Había pagado en efectivo, ¿no? ¿Y había quemado la factura?

Por supuesto que sí. La memoria le jugaba malas pasadas, pero eso no era excusa para que se comportara como un estúpido. Su padre siempre se había mostrado firme al respecto. En su opinión, el mundo estaba dirigido por imbéciles que serían incapaces de encontrarse el culo, aunque contaran con la ayuda de una linterna y las dos manos. Sus hijos tenían que ser mejores que ellos. Tenían que ser fuertes. Tenían que mantenerse erguidos. Tenían que aceptar su castigo como hombres.

El hombre dejó de mirar a su alrededor y volvió a pensar en el fuego, en el calor de las llamas…; pero todavía era pronto, de modo que borró de su mente aquel pensamiento y lo envió hacia el vacío, aunque sabía que no permanecería allí demasiado tiempo. Tenía su bolsa de viaje. Tenía su maletín. Y tenía provisiones en la furgoneta. Ya había limpiado la habitación con amoníaco y agua. No había dejado ninguna huella.

Perfecto.

Solo le faltaba recoger una última cosa. Se encontraba en un rincón de la sala, sobre aquella espantosa moqueta de fibra. Era un pequeño acuario rectangular, cubierto por una sábana amarillenta y descolorida.

El hombre se colgó al hombro la correa del petate y después la del maletín, para poder levantar con ambas manos el pesado acuario de cristal. La sábana empezó a resbalar. Del interior de sus amarillentas profundidades llegaba un ominoso cascabeleo.

– Shhh -murmuró-. Todavía no, amor mío. Todavía no.

El hombre avanzó hacia la penumbra de color rojo sangre, hacia el asfixiante y pesado calor. Su cerebro cobró vida y nuevas imágenes aparecieron en su mente. Falda negra, tacones altos, cabello rubio, ojos azules, blusa roja, manos atadas, cabello oscuro, ojos marrones, piernas largas, uñas que arañaban, blancos y destellantes dientes.

El hombre cargó su equipaje en la furgoneta y se sentó al volante. En el último minuto, su errática memoria chisporroteó y se llevó una mano al bolsillo de la camisa. Sí, también llevaba la tarjeta de identificación. La sacó y la inspeccionó por última vez. Era una tarjeta de plástico en la que solo aparecía una palabra, escrita en letras blancas sobre fondo negro: «Visitante».

La giró. Sin lugar a dudas, el dorso de aquella tarjeta de seguridad resultaba mucho más interesante, pues allí ponía: «Propiedad del FBI».

El hombre sujetó la tarjeta al cuello de su camisa. El sol se estaba poniendo. El cielo pasó del rojo al púrpura y, después, al negro.

– El reloj hace tictac -murmuró, poniendo el coche en marcha.

Capítulo 4

Stafford, Virginia

21:34

Temperatura: 31 grados

– ¿Qué te ocurre, cariño? Esta noche pareces inquieto.

– No soporto el calor.

– Es un comentario insólito, tratándose de alguien que vive en Hotlanta [1].

– Siempre he querido mudarme.

Genny, una pelirroja de cuerpo firme, rostro bastante arrugado y ojos genuinamente amables, le dedicó una mirada inquisidora a través de la neblina azulada del ahumado bar.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Georgia, Mac? -preguntó, intentando hacerse oír por encima del barullo.

– Desde que no era más que un destello en los ojos de mi padre.

Ella sonrió, sacudió la cabeza y apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal.

– En ese caso, nunca cambiarás de ciudad, cariño. Créeme. Eres georgiano y no hay nada que puedas hacer al respecto.

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