Esperé. Un relámpago surgió de una enorme nube, iluminándola como con un millón de vatios. El trueno hizo temblar la tierra. La tormenta no se haría esperar.
Finalmente, Stover salió de la habitación, cerró la puerta con llave y probó el pomo un par de veces. Luego se apresuró a regresar a la oficina. Cuando estuvo seguro en su interior, comencé a avanzar haciendo eses. Mantenía la distancia y utilizaba los árboles para ocultarme. La parte trasera del motel se extendía delante de mí a un lado, el río al otro, el bosque entre ambos. Avancé entre los árboles hasta un punto que calculé que se encontraba al otro lado del bloque cuatro, luego me detuve para escuchar.
Agua cayendo sobre las piedras. Las ramas agitadas por el viento. El pitido de un tren. Los latidos de mi corazón retumbaron en mi pecho. Un trueno, más fuerte. Más rápido.
Me arrastré hasta el borde de la línea de árboles y eché un vistazo.
Una hilera de porches de madera salía de la parte posterior del motel, cada uno con un número negro de hierro forjado colgado de la barandilla. Mis instintos habían acertado otra vez. Apenas dos metros de hierba me separaban del bloque cuatro.
Respiré profundamente, salvé esa breve distancia y subí de dos en dos los cuatro escalones. Atravesé el porche y tiré de la puerta con mosquitera. Se abrió con un crujido chirriante. El viento había cesado de golpe y el sonido pareció romper el aire cargado de tormenta. Me quedé inmóvil.
Silencio.
Mientras me deslizaba entre la puerta con mosquitera y la puerta interior, me incliné y atisbé a través del cristal. Un tejido de plástico verde y blanco me bloqueaba la visión. Probé el tirador. Nada.
Cerré con cuidado la puerta con mosquitera, me acerqué a la ventana y volví a intentarlo. Más plástico.
Vi que había un pequeño espacio donde el borde inferior se unía al alféizar, apoyé las palmas en el marco de la ventana e hice fuerza hacia arriba. Los dedos se me llenaron de pequeñas manchas blancas.
Aumenté la presión y la ventana se levantó un par de centímetros con un chirrido. Me quedé inmóvil otra vez. Sonó una alarma en mi mente, ya veía a Ralph corriendo desde la oficina con una Smith amp; Wesson en la mano.
Giré las palmas hacia arriba e introduje los dedos en la abertura.
Lo que estaba haciendo era ilegal. Lo sabía. Irrumpir por la fuerza en la habitación de Primrose era lo peor en mi situación actual. Pero necesitaba asegurarme de que estaba bien. Si al final resultaba que no lo estaba, quería estar segura de que había hecho todo lo posible por ayudarla.
Y, para ser sincera, necesitaba hacer esto para mí misma. Tenía que descubrir qué había pasado con ese pie. Debía localizar a Primrose y demostrar a ese puñado de hombres que estaban equivocados.
Separé los pies y empujé. La ventana se abrió unos centímetros más.
Oí las primeras gotas que caían sobre el suelo de madera del porche. Las manchas del tamaño de una moneda se multiplicaron y se unieron alrededor de mis botas.
Conseguí abrir la ventana otro par de centímetros.
Fue entonces cuando se desató la tormenta. El cielo se llenó de relámpagos, los truenos estremecieron la tierra y la lluvia comenzó a caer de forma torrencial, convirtiendo el porche en una pista de patinaje.
Me aparté de la ventana y apreté el cuerpo contra la pared, para protegerme del agua que caía del voladizo. En pocos segundos el agua me empapó el pelo y comenzó a gotear de las orejas y la nariz. La ropa moldeaba mi cuerpo como papel maché sobre una estructura de alambre.
Millones de gotas formaban una cascada desde el techo y el porche. Caían sobre el prado, se encontraban y formaban canales entre la hierba. En el canal del tejado que había encima de mi cabeza se formó un río. El viento pegaba hojas a la pared y a mis piernas, a otras las enviaba dando vueltas sobre el suelo empapado. Traía el aroma de la tierra y de la madera mojadas, de innumerables criaturas acurrucadas en nidos y madrigueras.
Temblando, esperé ahí fuera, la espalda pegada a la pared, las manos debajo de las axilas. Observé cómo las gotas ensartaban una tela de araña y luego doblaban las fibras. Su ocupante, un pequeño manojo marrón en un filamento exterior, también las miraba.
Nacían islas aquí y allá. Las placas continentales se movían. Un montón de especies desaparecían del planeta para siempre.
De pronto comenzó a sonar el móvil y casi me hace saltar del porche.
Lo conecté.
– ¡Sin comentarios! -grité, imaginando que se trataba de otro periodista.
Un relámpago iluminó las copas de los árboles. Otro trueno rompió el aire.
– ¿Dónde diablos está? -preguntó Lucy Crowe.
– Me sorprendió la tormenta.
– ¿Está al aire libre?
– ¿Ha vuelto a Bryson City?
– No, aún estoy en el lago Fontana. ¿Quiere llamarme cuando se haya puesto a cubierto?
– Eso tardará un buen rato.
No tenía intención de decirle por qué.
Crowe habló con alguien y luego conmigo.
– Me temo que tengo más malas noticias para usted.
Oía voces de fondo y luego el chisporroteo estático de una radío policial.
– Parece que hemos encontrado a Primrose Hobbs.
Mientras yo estaba reunida con nuestro querido vicegobernador y sus amigos, los propietarios de un pequeño puerto deportivo, encontraban un cadáver.
Como de costumbre desde hacía años, Glenn e Irene Boynton se levantaron al amanecer y comenzaron con las tareas de la mañana, alquilaban equipos, vendían cebos, llenaban las neveras con hielo, bocadillos y latas de bebidas. Cuando Irene fue a inspeccionar una embarcación que había regresado tarde el día anterior, una extraña ondulación en la superficie del agua la llevó hasta el extremo del muelle. La mujer se quedó aterrorizada cuando dos ojos sin párpados le devolvieron la mirada.
Siguiendo las instrucciones que me había dado Lucy Crowe encontré el lago Fontana, luego el estrecho camino de tierra que llevaba hasta el puerto deportivo. Había dejado de llover, aunque encima de mi cabeza las hojas seguían goteando. Me dirigí hacia el lago a través de los charcos mientras los neumáticos levantaban una fina llovizna de agua y barro.
Cuando me acercaba al puerto deportivo vi una grúa, una ambulancia y un par de coches patrulla que iluminaban el aparcamiento con luces giratorias azules, rojas y amarillas. El pequeño puerto se extendía a lo largo de la orilla en el extremo más alejado del terreno. Consistía en una oficina-gasolinera-tienda de artículos diversos, alquilada y en un estado ruinoso, con estrechos muelles de madera que sobresalían del agua a ambos extremos. Una manga de viento ondeaba en una esquina de la construcción, sus brillantes colores daban vida a la brisa en abierto contraste con la lúgubre escena que se desarrollaba debajo.
Un ayudante del sheriff estaba interrogando en el muelle sur a una pareja con pantalones cortos tejanos y cazadoras de algodón con capucha. Sus cuerpos estaban tensos, los rostros del color de la masilla.
Crowe estaba en la escalera que llevaba a la oficina hablando con Tommy Albright, un patólogo del hospital que en ocasiones practicaba autopsias para el forense. Albright era un hombre flaco y arrugado con escaso pelo blanco peinado sobre la coronilla. Llevaba realizando incisiones desde el principio de los tiempos, pero nunca había trabajado con él.
Albright vio que me acercaba y extendió la mano.
Se la estreché y saludé a Crowe con un leve movimiento de la cabeza.
– Tengo entendido que conocía a la víctima.
Albright señaló con la cabeza en dirección a la ambulancia. Las puertas estaban abiertas, se podía ver una brillante bolsa de plástico blanco sobre una camilla plegable. Los bultos me indicaron que la bolsa ya estaba ocupada.
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