Kathy Reichs - Informe Brennan

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La antropóloga forense Temperance Brennan es una de las primeras personas en acudir al monte donde acaba de estrellarse un pequeño avión de pasajeros. Casi todos ellos eran estudiantes que formaban parte de un equipo de béisbol, y entre las víctimas también podría encontrarse Katy, la hija de Tempe.
Asustada la doctora decide investigar los motivos de la tragedia y, a partir de ese momento, se verá envuelta en una conspiración dirigida a entorpecer por todos los medios su trabajo y acabar con su vida.

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– ¿Cuando murió Edna Farrell?

– En mil novecientos cuarenta y nueve.

Edward Arthur le había vendido su tierra al Grupo de Inversiones H amp;F el 10 de abril de 1949.

Capítulo 19

Encontré a Edward Arthur en un huerto detrás de su cabaña. Llevaba una camisa de leñador sobre un mono de tejano, botas de goma y un sombrero de paja raído que alguna vez podría haber pertenecido a un gondolero. Al verme dejó de trabajar un momento, luego volvió a remover la tierra con un rastrillo.

– ¿Señor Arthur? -pregunté.

El anciano continuó clavando el rastrillo en la tierra y luego pisándolo con un pie tembloroso. Tenía tan poca fuerza que las púas apenas penetraban en el suelo, pero insistía en repetir el movimiento una y otra vez.

– ¿Edward Arthur? -volví a preguntar alzando la voz.

No contestó. El rastrillo hacía un ruido sordo cada vez que golpeaba la tierra.

– Señor Arthur, veo que está ocupado pero me gustaría hacerle unas preguntas.

Dibujé una expresión que esperaba que fuese una sonrisa alentadora.

Arthur se irguió lo mejor que pudo y se dirigió hacia una carretilla cargada de piedras y hierbas secas. Cuando se quitó la camisa vi que sus brazos y sus manos huesudas estaban cubiertas de manchas hepáticas del tamaño de frijoles. Cambió el rastrillo por una azada y regresó al surco de tierra donde había estado trabajando.

– Me gustaría preguntarle por una propiedad que se encuentra cerca de Running Goat Branch.

Arthur me miró por primera vez. Sus ojos estaban cubiertos como por un velo traslúcido, con los bordes rojos y los iris tan pálidos que eran casi incoloros.

– Tengo entendido que usted poseía unas tierras en esa zona.

– ¿Por qué viene a verme?

Su respiración sonaba agitada, como si el aire fuese aspirado a través de un filtro.

– Siento curiosidad por saber quién le compró la tierra.

– ¿Es del FBI?

– No.

– ¿Es una de los que han venido por el accidente?

– Formaba parte de la investigación, pero ya no.

– ¿Quién la ha enviado aquí?

– Nadie me ha enviado, señor Arthur. Le encontré a través de Luke Bowman.

– ¿Por qué no le hace sus preguntas a Luke Bowman?

– El reverendo Bowman no sabe nada acerca de sus tierras, excepto que en una época pudieron haber sido un terreno utilizado para organizar campamentos.

– Eso fue lo que él le dijo, ¿verdad?

– Sí, señor.

Arthur sacó del bolsillo un pañuelo verde chillón y se enjugó el rostro. Luego dejó caer la azada y se acercó cojeando, con la espalda tan curvada como la de un buitre. Cuando estuvo frente a mí pude ver los pelos blancos y gruesos que poblaban su nariz, cuello y orejas.

– No puedo decir mucho acerca del hijo, pero Thaddeus Bowman era uno de los hombres más pesados que han pisado esta tierra. Dirigió una casa de oraciones durante cuarenta años.

– ¿Usted era uno de los seguidores de Thaddeus Bowman?

– Hasta que me di cuenta de que todo ese rollo de expulsar a los demonios y esa jerigonza no eran más que un montón de mentiras.

Arthur carraspeó y escupió en el suelo.

– Comprendo. ¿Usted vendió la tierra después de la guerra?

Continuó como si yo no hubiese hablado.

– Thaddeus Bowman siguió persiguiéndome para que me arrepintiese, pero yo ya estaba en otras cosas. Ese maldito imbécil no aceptó mi marcha hasta que le convencí con mi escopeta.

– Señor Arthur, estoy aquí para preguntarle por la propiedad que usted le compró a Víctor Livingstone.

– Yo no le compré ninguna propiedad a Víctor Livingstone.

– Las escrituras indican que Livingstone le transfirió a usted el título de esa propiedad en 1933.

– En 1933 yo tenía diecinueve años. Me casé ese año.

Esto no parecía conducir a ninguna parte.

– ¿Conocía usted a Víctor Livingstone?

– Sarah Masham. Murió durante el parto.

Sus respuestas eran tan incongruentes que me pregunté si estaría senil.

– Los diecisiete acres fueron nuestro regalo de bodas. Tenían una palabra para eso.

La concentración hizo que las arrugas alrededor de sus ojos se hicieran más profundas.

– Señor Arthur, lamento haberle interrumpido en su trabajo pe…

– Dote. Ésa es la palabra. Fue la dote de Sarah.

– ¿Qué fue su dote?

– ¿No me está preguntando por esa tierra en Running Goat?

– Sí, señor.

– El padre de Sarah nos regaló esa tierra. Luego ella murió.

– ¿Víctor Livingstone era el padre de su esposa?

– Sarah Masham Livingstone. Ésa fue mi primera esposa. Hacía tres años que nos habíamos casado cuando ella murió. Sólo tenía dieciocho años. Su padre estaba tan destrozado que también murió.

– Lo siento, señor Arthur.

– Fue entonces cuando me vine a vivir aquí y acompañé a George Hensley a Tennessee. Fue él quien me enseñó a trabajar con las serpientes.

– ¿Qué ocurrió con la propiedad de Running Goat?

– Un tío de la ciudad me preguntó si podía alquilarla para instalar un pequeño campamento. Yo no quería saber nada de ese lugar, de modo que acepté. Me parecía que era dinero fácil.

Volvió a carraspear y a escupir.

– ¿Era un lugar de acampada?

– Llegaban para cazar y pescar, pero era sobre todo para esconderse de sus esposas.

– ¿Había una casa en ese lugar?

– Instalaban tiendas y encendían hogueras y todo eso, hasta que yo decidí construir la cabaña. -Sacudió la cabeza-. Me asombra lo que algunos consideran diversión.

– ¿Cuándo construyó la cabaña?

– Antes de la guerra.

– ¿Tenía un patio amurallado?

– ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– ¿Levantó usted un muro de piedra y construyó un patio?

– No estaba construyendo un jodido Camelot.

– ¿Usted vendió la tierra en 1949?

– Supongo.

– ¿El año que rompió relaciones con Thaddeus Bowman?

– Así es.

– Luke Bowman me dijo que usted abandonó la congregación de su padre justo después de que Edna Farrell muriese.

Nuevamente las arrugas alrededor de los ojos.

– ¿Está usted sugiriendo alguna cosa, jovencita?

– No, señor.

– Edna Farrell era una buena cristiana. Deberían haber hecho algo por ella.

– ¿Podría decirme quién compró el campamento?

– ¿Podría decirme por qué está tan interesada en mis asuntos?

Repasé rápidamente mi opinión sobre Edward Arthur. Como era un hombre viejo y taciturno, había supuesto que sus facultades podrían estar mermadas. Pero el hombre que tenía delante era tan astuto como Kasparov. Decidí ir al grano.

– Ya no formo parte de la investigación del accidente aéreo porque me han acusado de actuar de forma deshonesta. Las acusaciones son falsas.

– Ya.

– Creo que en esa cabaña hay algo extraño y quiero saber qué es. La información puede ayudar a limpiar mi nombre, pero creo que intentan obstruir mis investigaciones.

– ¿Ha estado allí?

– En el interior de la casa, no.

Comenzó a hablar pero una súbita ráfaga de viento le arrancó el raído sombrero de paja y lo envió rodando a través del jardín. Los labios púrpura se replegaron sobre las encías desdentadas y un brazo de espantapájaro se extendió en dirección al sombrero.

Corrí tras él y lo sujeté con el pie contra la tierra. Luego lo recogí, le quité el polvo y se lo di a Arthur.

El anciano tembló al coger el sombrero y apretarlo contra el pecho.

– ¿Quiere su camisa, señor?

– Está refrescando -dijo y echó a andar hacia la carretilla.

Cuando acabó de abotonarla, le ayudé a recoger las herramientas y a guardarlas junto a la carretilla en un cobertizo que había junto a la cabaña. Cuando cerró la puerta, volví a hacerle la pregunta.

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