Kathy Reichs - Testigos del silencio

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La doctora Temperance Brennan acaba de llegar a Montreal para cubrir el puesto de directora del Departamento de Antropología forense de la provincia de Québec. Atrás ha dejado una situación matrimonial delicada y una época de trabajo nada fácil, por lo que Temple acaricia la perspectiva de un relajante fin de semana. Antes, sin embargo, debe personarse en el lugar donde la policía acaba de encontrar un cadáver descuartizado y meticulosamente clasificado en bolsas de plástico.
El singular proceder del asesino le resulta terriblemente familiar a la forense, y en seguida acude a su memoria el caso de la joven Chantale Trottier, de dieciséis años, que había llegado a la morgue desnuda, escrupulosamente descuartizada y empaquetada en varias bolsas de basura tiempo atrás. Con la certeza de que un asesino anda suelto por la ciudad, Tempe ha de recurrir a sus habilidades como forense para probar que ambos casos están relacionados. Pero para lograr la detención del psicópata ha de convencer a sus colegas del Departamento de Policía de que sus sospechas son ciertas, por lo que no la queda mas remedio que actuar con rapidez e incluso poner en peligro su vida y la de cuantos le rodean.

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– Antes de que acabe con usted se arrancará las bragas de tanto desearme. Pero eso será después, doctora Brennan. De momento, hablará cuando yo se lo diga.

Respiraba con fuerza, y las aletas de su nariz eran blancas. Su mano izquierda jugueteaba con la cadena envolviendo y soltando los eslabones en su palma.

– Ahora, dígame. -De nuevo se expresaba con calma-. ¿En qué está pensando?

Su mirada era dura y fría como un mamífero del Mesozoico.

– ¿Me cree loco?

Contuve la lengua. La lluvia golpeaba la ventana a su espalda.

Tiró de la cadena acercando mi rostro al suyo. Su aliento resbaló sobre mi piel sudorosa.

– ¿Le preocupa su hija?

– ¿Qué sabe de ella? -logré articular con dificultades.

– Lo sé todo de usted, doctora Brennan.

De nuevo hablaba en tono bajo y almibarado, y parecía como si algo obsceno serpenteara en mi oído. Tragué saliva entre mis dolores, con la necesidad de hablar, pero con el deseo de no provocarlo. Su talante oscilaba como una hamaca en un huracán.

– ¿Sabe dónde se encuentra?

– Tal vez.

Levantó de nuevo la cadena, en esta ocasión lentamente, obligándome a extender por completo la barbilla; luego pasó el cuchillo por mi garganta en lento movimiento de revés.

Estalló un relámpago que lo sobresaltó.

– ¿Está bastante tenso? -inquirió.

– Por favor… -proferí dificultosamente.

Aflojó la cadena y me dejó bajar la barbilla, lo que aproveché para tragar saliva y aspirar profundamente. Sentía arder la garganta y tenía la nuca magullada e hinchada. Levanté las manos para frotármela, y él tiró de nuevo de la cadena que las sostenía. Volvió a exhibir otra mueca de roedor.

– ¿No tiene nada que decir?

Me miró con sus ojos muy negros y de pupilas dilatadas. Sus párpados inferiores se estremecían al igual que sus labios.

Estaba aterrada. Me preguntaba qué habrían hecho las otras. Qué había hecho Gabby.

Levantó la cadena sobre mi cabeza y comenzó a tensarla como una criatura que torturase a un cachorro. Un niño homicida. Recordé a Alma. Recordé las marcas en la carne de Gabby. ¿Qué había dicho J. S.? ¿Cómo podía utilizarlo?

– Por favor, me gustaría hablar con usted. ¿Por qué no vamos a algún lugar donde podamos tomar una copa y…?

– ¡Puta!

Dio un brusco tirón, y la cadena se tensó salvajemente. Por mi cabeza y mi nuca irradiaron llamaradas. Alcé las manos de modo reflejo, pero estaban frías e inutilizadas.

– La gran doctora Brennan no bebe, ¿no es cierto? Todos lo saben.

Entre mis lágrimas vi que parpadeaba nervioso. Estaba llegando al límite. ¡Que Dios me ayudase!

– Es como las otras. Me cree un imbécil, ¿verdad?

Mi cerebro expedía dos mensajes: «¡Escápate! ¡Busca a Katy!»

Me sostuvo mientras el viento gemía y la lluvia azotaba las ventanas. A lo lejos distinguí el sonido de una bocina. El olor de su transpiración se mezclaba con la mía. Fijaba sus ojos en mi rostro con insana frialdad. El corazón me latía salvajemente.

De pronto un leve sonido interrumpió el silencio del dormitorio y provocó en él un leve parpadeo y una pausa momentánea. Birdie apareció en la puerta y profirió un sonido ambiguo, mezcla de chillido y gruñido. Fortier desvió su mirada hacia aquella sombra blanca, ocasión que aproveché.

Le propiné una patada en la entrepierna concentrando en aquel impacto todo mi odio y mi terror. Mi espinilla chocó con fuerza en sus ingles, lo que le provocó un chillido y lo obligó a encorvarse. Le arrebaté las cadenas de las manos, di media vuelta y hui por el pasillo a impulsos del terror y la desesperación. Sentía como si avanzara en cámara lenta.

El hombre se recuperó rápidamente, y su grito de dolor se convirtió en un rugido de ira.

– ¡Puta! -vociferó.

Me había precipitado por el angosto pasillo y avanzaba a trompicones sobre las cadenas que arrastraba.

– ¡Puedes considerarte muerta, bruja!

Lo oía detrás de mí, tambalearse por la oscuridad, jadear como un animal desesperado.

– ¡Estás en mi poder! ¡No escaparás!

Vacilé al llegar a la esquina mientras retorcía las manos pugnando por soltar las cadenas que ceñían mis muñecas. La sangre latía en mis oídos. Era como un robot, gobernada por mi sistema nervioso simpático.

– ¡Puta!

Estaba frente a mí bloqueando la puerta de la casa y obligándome a desviarme por la cocina. Un pensamiento se perfiló con claridad en mi mente: ¡tenía que llegar a las puertas ventanas!

Había logrado liberar una mano de la cadena.

– ¡Estás en mi poder, puta!

Avancé dos pasos en la cocina cuando la oleada de dolor me sacudió de nuevo y creí que me había fracturado el cuello. Mi brazo izquierdo se levantó en el aire y la cabeza fue impulsada hacia atrás. Había conseguido apoderarse de la cadena que colgaba de mi cuello. Sentí una oleada de náuseas y, una sensación de asfixia al faltarme de nuevo el aire.

Con la mano libre intenté liberar mi garganta; pero, cuanto más me esforzaba, más la tensaba él. Aunque me retorcí y tiré sólo conseguí que el metal se me hundiera más en la carne.

Lentamente enrolló la cadena atrayéndome hacia él. Distinguía el olor que despedía, sentía temblar su cuerpo por la agitación de la cadena. Poco a poco fue acortando el trecho. Comencé a sentirme mareada y creí que iba a desmayarme.

– ¡Lo pagarás caro, bruja! -siseó.

Me hormigueaban el rostro y las puntas de los dedos por la falta de oxígeno y sentía un intenso zumbido en los oídos. La habitación comenzó a ondular a mi alrededor, se formó una serie de puntos en el centro de mi campo de visión que se fundieron y luego se extendieron como un negro cúmulo. A través de la creciente nube vi levantarse hacia mí el embaldosado como en cámara lenta y sentí que me sumergía en el vacío arrastrando a mi parásita carga.

Mientras nos precipitábamos hacia adelante, me golpeé contra una esquina del mostrador y mi cabeza chocó con un armario que estaba en lo alto. Al hombre se le había soltado la cadena, pero me empujó con fuerza por detrás.

Abrió las piernas y acopló su cuerpo al mío apretándome contra el mostrador. El borde del lavavajillas se me clavaba dolorosamente en la parte izquierda de la pelvis, pero podía respirar.

Él jadeaba y todas sus fibras corpóreas estaban en tensión, como un tirachinas a punto a disparar. Con un giro de muñeca recuperó la cadena y me obligó a doblar la cabeza formando un arco hacia atrás. Luego colocó la punta del cuchillo bajo el ángulo de mi cuello formado por la mandíbula. Noté el frío acero en la carótida y sentí su aliento en mi mejilla izquierda.

Me mantuvo en aquella posición durante una eternidad, la cabeza hacia atrás, las manos hacia arriba e inútiles como un cadáver que pendiera de un gancho. Me parecía estar viéndome a mí misma al otro lado de un abismo, espectadora horrorizada pero incapaz de actuar.

Conseguí apoyar la diestra en el mostrador y traté de empujar para levantarme y aflojar la cadena, y entonces tropecé con unos objetos que estaban sobre él: el contenedor del zumo de naranja y el cuchillo.

Así el arma en silencio, gemí y traté de sollozar, de distraer su atención.

– ¡Cállate, bruja! Ahora vamos a seguir un juego. Te gusta jugar, ¿no es cierto?

Volví cuidadosamente el cuchillo con sonoros gorgoteos para cubrir el menor sonido.

Me temblaba la mano, vacilaba.

Entonces volví a ver mentalmente a aquellas mujeres, lo que había hecho con ellas. Sentí su terror y comprendí su desesperación final.

¡Tenía que hacerlo!

La adrenalina se extendió por mi pecho y mis miembros como lava que se remontara de las entrañas de una montaña. Si tenía que morir, no sería como rata en un agujero. Lo haría cargando contra el enemigo, disparando contra él. Mi mente se centró de nuevo y me convertí en activa participante de mi propio sino. Así el cuchillo con la hoja hacia arriba y calculé el ángulo apropiado. Luego impulsé el arma sobre mi hombro izquierdo con todas las fuerzas que me inspiraron el terror, la desesperación y la venganza.

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