Kathy Reichs - Testigos del silencio

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La doctora Temperance Brennan acaba de llegar a Montreal para cubrir el puesto de directora del Departamento de Antropología forense de la provincia de Québec. Atrás ha dejado una situación matrimonial delicada y una época de trabajo nada fácil, por lo que Temple acaricia la perspectiva de un relajante fin de semana. Antes, sin embargo, debe personarse en el lugar donde la policía acaba de encontrar un cadáver descuartizado y meticulosamente clasificado en bolsas de plástico.
El singular proceder del asesino le resulta terriblemente familiar a la forense, y en seguida acude a su memoria el caso de la joven Chantale Trottier, de dieciséis años, que había llegado a la morgue desnuda, escrupulosamente descuartizada y empaquetada en varias bolsas de basura tiempo atrás. Con la certeza de que un asesino anda suelto por la ciudad, Tempe ha de recurrir a sus habilidades como forense para probar que ambos casos están relacionados. Pero para lograr la detención del psicópata ha de convencer a sus colegas del Departamento de Policía de que sus sospechas son ciertas, por lo que no la queda mas remedio que actuar con rapidez e incluso poner en peligro su vida y la de cuantos le rodean.

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Al día siguiente me encontraba mejor pero no lo suficiente para ir al laboratorio. Tal vez pretendía aislarme; el caso es que me quedé en casa. Sólo deseaba ver a Birdie.

Estuve revisando la tesis de un alumno y respondí correspondencia que había dejado a un lado durante semanas. Ryan me llamó sobre la una, cuando vaciaba la secadora. Por su tono comprendí que las cosas no iban bien.

– Los especialistas han revuelto la cabaña de arriba abajo sin encontrar nada sugerible de que el tipo juegue solitarios. Ni cuchillos ni armas ni películas porno. Ninguno de los recuerdos de la víctima de Dobzhanksy: joyas, ropas, cráneos ni partes de cuerpo. Sólo una ardilla muerta en el refrigerador. Eso es todo. Por lo demás, cero.

– ¿Huellas de excavación?

– Nada.

– ¿Hay un cobertizo o sótano de herramientas donde pudiera guardar hachas o armas blancas desechadas?

– Rastrillos, azadas, cajas de madera, una vieja sierra mecánica de cinta continua, un carrito con la rueda rota. Material corriente de jardinería. Y suficientes arañas para poblar un pequeño planeta. Al parecer Gilbert tendrá que ser sometido a terapia.

– ¿Había algún espacio para introducirse a gatas?

– No me escucha, Brennan.

– ¿Qué resultado dio el Luminol? -insistí deprimida.

– Limpio.

– ¿Recortes de periódicos?

– No.

– ¿Hay algo que vincule ese lugar a la habitación que registramos en la rue Berger?

– No.

– ¿A Saint Jacques'?

– No.

– ¿A Gabby?

– No.

– ¿A cualquiera de las víctimas?

No respondió.

– ¿Qué cree usted que hace él ahí?

– Pescar y pensar en el testículo que ha perdido.

– ¿Qué haremos ahora?

– Bertrand y yo mantendremos una larga conversación con el señor Tanguay. Será el momento de dejar caer algunos nombres y caldear el ambiente. Aún espero que se dé por vencido.

– ¿Lo cree posible?

– Tal vez. Quizá no sea tan mala la idea de Bertrand. Acaso Tanguay sea una de esas personalidades divididas: por una parte el profesor de biología con una existencia clara, que pesca y recoge muestras para sus alumnos y, por otra, que sienta un odio incontrolable contra las mujeres y se sienta sexualmente inadecuado, por lo que lo pone a cien acecharlas y asesinarlas salvajemente. Tal vez mantenga diferenciadas ambas personalidades hasta el extremo de reservar un lugar aislado para que el acechador disfrute con sus fantasías y admire sus recuerdos. ¡Diablos, tal vez Tanguay ni siquiera sepa que está loco!

– No está mal. El doctor Jekyll y mister Hyde.

– ¿Cómo?

– No tiene importancia. Una antigua comedia.

Acto seguido le expliqué lo que había descubierto con Lacroix.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

– Es usted algo difícil de localizar, Ryan.

– De modo que el asunto de la rue Berger está definitivamente vinculado.

– ¿Por qué cree que no había huellas allí?

– ¡Diablos, Brennan, no lo sé! Tal vez Tanguay es más resbaladizo que el hielo. Si le sirve de consuelo, Claudel ya ha hecho confesar a ese tipo.

– ¿Qué?

– Él mismo se lo dirá. Verá, tengo que ir allí.

– Estaremos en contacto.

Concluí mis cartas y decidí llevarlas al correo. Comprobé el refrigerador. Mis costillas de cerdo y mis bistés de ternera no me servían para Katy. Sonreí al recordar cuando me había anunciado que no volvería a comer carne. ¡Mi fanática vegetariana de catorce años! Creí que duraría tres meses, pero de ello hacía ya cinco años.

Hice una lista mental: humus, tabouli, queso, zumos de frutas. A Katy no le gustaban las gaseosas. ¿De dónde habría sacado semejante hija?

El escozor de garganta había retornado y volvía a sentir calor, por lo que decidí pasar por el gimnasio. Pensé que el ejercicio y el sudor acabarían con aquellos microbios. Uno de ambos bandos resultaría victorioso.

El ejercicio resultó mala idea. Al cabo de diez minutos en la cinta andadora me temblaban las piernas y tenía el rostro cubierto de transpiración. Tuve que dejarlo.

El vapor de la sauna produjo resultados diversos. Me alivió la garganta y aligeró las franjas que me ceñían la frente y los huesos faciales. Pero mientras permanecía allí sentada rodeada de vapor dejé divagar la mente. Tanguay. Revisé cuanto Ryan me había dicho, la teoría de Bertrand, la predicción de J. S. y cuanto yo ya sabía. Había algo en Tanguay que me inquietaba. A medida que mis pensamientos se aceleraban advertí que crecía mi tensión. Los guantes: ¿por qué anteriormente había olvidado su conexión?

¿La incapacidad física de Tanguay lo inducía realmente a ejecutar fantasías sexuales con finales violentos? ¿Era un hombre con la necesidad desesperada de dominar? ¿Constituía para él la muerte el acto definitivo de dominio? «¿Puedo observarte, o herirte e incluso matarte?» ¿Realizaba asimismo sus fantasías con animales? ¿Con Julie? ¿Por qué entonces matar? ¿Contenía la violencia y luego, de pronto, sucumbía a la necesidad de llevarla a cabo? ¿Era Tanguay el fruto del abandono materno, de su deformidad, de un cromosoma erróneo o de algo más?

¿Y por qué Gabby? Ella no encajaba en el cuadro. La conocía: era una de las pocas personas que le habrían hablado. Sentí una oleada de angustia.

Sí, desde luego que ella encajaba en el cuadro. Un cuadro que me incluía. Yo encontré a Grace Damas, identifiqué a Isabelle Gagnon: me interfería, desafiaba su autoridad, su virilidad. Al matar a Gabby desahogaba su ira contra mí y restablecía su sensación de dominio. ¿Y qué sucedería a continuación? ¿Significaba que se proponía atacar a mi hija?

Un profesor asesino. Un hombre a quien le gusta pescar, mutilar. Mi mente seguía divagando. Cerré los ojos y sentí el calor atrapado bajo los párpados. Vivos colores iban y venían como peces de colores en una pecera.

Profesor. Biología. Pesca.

De nuevo la desazón. ¡Vamos, adelante! ¿Qué? Un profesor, un profesor. ¡Eso es! Profesor desde 1991. En Saint Isidors. ¡Sí! sí! Lo sabemos. ¿Y qué? Mi cabeza estaba demasiado obtusa para pensar. Lo dejaría para más tarde.

Había olvidado por completo el CD-Rom. Cogí mi toalla dispuesta a marcharme. Tal vez allí encontrara algo.

Capítulo 39

Transpiraba intensamente y me sentía muy débil, pero conseguí regresar en coche. ¡Había sido una majadera! Los microbios habían vencido. «Reduce la velocidad. No querrás que te detengan. Ve a casa y búscalo. Algo saldrá de allí.»

Pasé Sherbrooke con toda rapidez, rodeé la manzana y me introduje en la entrada. La alarma de la puerta del garaje seguía sonando. ¡Maldición! ¿Por qué no podía Winston repararla? Aparqué el vehículo y corrí a mi apartamento a comprobar las fechas.

Ante mi puerta se encontraba una bolsa de viaje.

– ¡Mierda! Y ahora ¿qué?

Examiné la mochila. Era de cuero negro fabricada por Coach, cara. Un regalo de Max para Katy. Y estaba delante de mi puerta.

El corazón se me paralizó en el pecho.

¡Katy!

Abrí la puerta y la llamé sin obtener respuesta. Pulsé el código de seguridad y lo intenté de nuevo. Silencio.

Corrí de habitación en habitación en busca de mi hija, aunque intuyendo que no encontraría ni rastro. ¿Se habría acordado de traer su llave? De ser así no hubiera dejado su mochila en el pasillo. Había llegado y, al no encontrarme, había dejado la mochila y se había ido a cualquier lugar.

Me quedé en el dormitorio temblorosa, víctima del virus y del temor. «Piensa, Brennan. ¡Piensa!» Lo intenté, mas no era fácil.

Habría llegado y no habría podido entrar. Entonces se habría marchado a tomar café, ver escaparates o en busca de un teléfono. Sin duda llamaría dentro de unos minutos.

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