– Bien.
Tenía la boca seca y por mi cuerpo se difundía una gran languidez. ¿Tranquilidad? Hacía mucho que no experimentaba una sensación semejante.
– Katy viene -dije con una risa nerviosa-. Por eso… por eso salí esta noche.
– ¿Su hija?
Asentí.
– Mal momento.
– Creí que podría encontrar algo. Yo… no importa.
Permanecimos unos segundos en silencio.
– Me alegro de que todo haya concluido.
Ryan ya no estaba enojado. Se levantó.
– ¿Quiere que pase por aquí cuando haya hablado con él? Acaso sea tarde.
Aunque me sentía muy mal no era probable que conciliase el sueño hasta enterarme del resultado. ¿Quién sería Tanguay? ¿Qué encontrarían en su cabaña? ¿Habría muerto Gabby en ella? ¿Isabelle Gagnon? ¿Grace Damas? ¿O las habría llevado allí, una vez asesinadas, simplemente para descuartizarlas y empaquetarlas?
– Sí, por favor.
Cuando se hubo marchado comprendí que había olvidado hablarle de los guantes. Intenté de nuevo localizar a Pete. Aunque Tanguay hubiera sido arrestado, aún me sentía incómoda. No quería en modo alguno que Katy se encontrara próxima a Montreal. Tal vez me fuera al sur.
En aquella ocasión lo encontré. Katy se había marchado hacía algunos días. Había dicho a su padre que el viaje era idea mía. Cierto. Y que había aprobado sus planes. Aunque no del todo. Él no conocía exactamente su itinerario. Muy característico de Pete. Viajaba con compañeros de la universidad en dirección a Washington para hospedarse con unos padres, luego a Nueva York para visitar la casa de otra amiga y después se proponía llegar hasta Montreal. Le había parecido muy bien. Estaba seguro de que llamaría.
Comencé a hablarle de Gabby y de lo que me había sucedido, pero no pude. Aún no me era posible. No importaba: ya había concluido todo. Como de costumbre tenía que apresurarse para preparar unas declaraciones de primera hora de la mañana y lamentaba no poder seguir hablando conmigo. ¿Acaso era algo nuevo?
Me sentía demasiado enferma y cansada hasta para tomar un baño. Durante unas horas estuve sentada envuelta en una colcha, entre escalofríos, contemplando la chimenea vacía y deseando que alguien me sirviera una sopa, me acariciara la frente y me dijera que no tardaría en curar. Me adormilé y desperté entre fragmentos de sueño mientras microscópicos seres se multiplicaban en mi riego sanguíneo.
Ryan apareció a la una y cuarto.
– ¡Tiene un aspecto horrible, Brennan! -exclamó.
– Gracias -repuse al tiempo que me envolvía en mi colcha-. Creo que me he constipado.
– ¿Por qué no hablamos mañana?
– De ningún modo.
Me miró de un modo extraño y luego me siguió, tiró su chaqueta en el sofá y se sentó.
– Se llama Jean Pierre Tanguay, veintiocho años, un tipo muy hogareño. Creció en Shawinigan y es soltero, sin hijos. Tiene una hermana que vive en Arkansas. Su madre falleció cuando él tenía nueve años. Encontró gran hostilidad. Su padre, que era yesero, crió con dificultades a los dos niños. El viejo murió en un accidente automovilístico cuando Tanguay estaba en la universidad. Al parecer fue muy duro para él. Salió de la escuela, permaneció un tiempo con su hermana y luego estuvo vagabundeando por los Estados Unidos. ¿Está preparada para esto? Mientras se encontraba en el sur recibió la llamada divina. Deseaba ser jesuíta o algo por el estilo, pero suspendió el examen. Al parecer no lo creyeron bastante religioso. De todos modos reapareció en Quebec en 1988 y consiguió reincorporarse a Bishops. Un año y medio después lograba graduarse.
– De modo que ha estado por la zona desde 1988, ¿no es eso?
– Sí.
– Eso lo situaría aquí por el tiempo en que fueron asesinadas Pitre y Gautier.
Ryan asintió.
– Y ha seguido aquí desde entonces.
Tuve que tragar saliva para poder hablar.
– ¿Qué dice acerca de los animales?
– Alega dar clases de biología. Lo hemos comprobado. Dice estar preparando una colección de consulta para sus clases. Hierve los cadáveres y monta los esqueletos.
– Eso explicaría los textos anatómicos.
– Quizá.
– ¿Dónde los obtiene?
– De los accidentes de carretera.
– ¡Oh, Dios, Bertrand tenía razón!
Lo imaginaba merodeando por las noches, recogiendo los cadáveres y llevándoselos a casa en bolsas de plástico.
– ¿Ha trabajado en una carnicería?
– No dijo nada de ello. ¿Por qué?
– ¿Qué descubrió Claudel de la gente con la que trabaja?
– Nada que desconozcamos. Es muy reservado, da clases y nadie lo conoce realmente bien. Y no les entusiasma que los molesten por las noches.
– Parece el personaje descrito por la abuelita.
– Su hermana dice que siempre ha sido antisocial. No recuerda que tuviera amigos. Pero ella es nueve años mayor y apenas se acuerda de su época infantil. Nos dio alguna información interesante.
– ¿Sí?
– Tanguay es impotente -añadió Ryan con una sonrisa.
– ¿La hermana informó de ello voluntariamente?
– Creyó que eso explicaría sus tendencias antisociales. Lo considera inofensivo, que sólo padece de escasa autoestima. La mujer está muy imbuida de la literatura de autoayuda; conoce todo el argot.
No respondí. Mentalmente revisaba las líneas de dos informes de autopsia.
– Eso tiene sentido. Adkins y Morisette-Champoux no mostraron señales de esperma.
– Bingo.
– ¿Cómo se volvió impotente?
– Una combinación congenita y traumática. Nació con un solo testículo, que perdió después en un accidente deportivo. Por desdichada coincidencia otro jugador llevaba un bolígrafo, que se clavó en el único testículo de Tanguay, y adiós espermatogénesis.
– ¿Y por ello se volvió ermitaño?
– Tal vez ella tenga razón.
– Eso explicaría su falta de atractivo con las mujeres.
Recordé los comentarios de Jewel y de Julie.
– Y todo lo demás.
– ¿No es extraño que se dedicara a la enseñanza? -reflexionó Ryan-. ¿Por qué trabajar en un ambiente en el que uno debe relacionarse con tanta gente? Si realmente se sentía incapaz podría haber escogido algo menos comprometido, más privado, como informática o trabajo de laboratorio.
– No soy psicóloga, pero considero que la enseñanza podría ser perfecta. No hay que comunicarse con iguales, con adultos, sino con criaturas. Uno es el que está al frente, el que posee el poder. La clase es un pequeño reino, y los muchachos tienen que hacer lo que uno dice. En modo alguno van a ridiculizarnos o juzgarnos a posteriori.
– Por lo menos en la cara de uno.
– Podría ser el perfecto equilibrio para él. Satisfaría su necesidad de poder y control de día, y estimularía sus fantasías sexuales nocturnas. Y sería el mejor escenario para el caso -añadí-. Piense en las oportunidades de voyeurismo o incluso de contacto físico que tiene con esos jóvenes.
– Sí.
Guardamos silencio un rato mientras Ryan escudriñaba la habitación como hiciera en el apartamento de Tanguay. Parecía agotado.
– Creo que la brigada de vigilancia ya no es necesaria -le dije.
– Sí -repuso al tiempo que se levantaba.
Lo acompañé a la puerta.
– ¿Cuál es su opinión sobre él, Ryan?
No respondió en seguida, pero lo hizo cuidadosamente.
– Pretende ser tan inocente como Anita la huerfanita, pero está muy nervioso: oculta algo. Mañana sabremos qué se esconde en aquella cabaña. Lo utilizaremos para acusarlo de todo y cantará de plano.
Cuando se marchó me tomé una fuerte dosis de un medicamento para resfriados y por primera vez desde hacía semanas dormí profundamente. No recuerdo si soñé.
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