David Baldacci - A Cualquier Precio
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El ánimo de Thornhill se vino abajo al recordar que la CIA no sólo tenía las manos atadas en el ámbito nacional; la Agencia debía obtener la autorización del presidente antes de iniciar cualquier operación encubierta en el extranjero. Había que informar a los comités de supervisión del Congreso de estas operaciones en el momento adecuado. Dado que el mundo del espionaje era cada vez más complicado, la CIA y el FBI se enfrentaban constantemente por asuntos de competencias jurisdiccionales, la utilización de testigos e informantes y cuestiones similares. Aunque se suponía que el FBI era una agencia de ámbito nacional en realidad realizaba muchas operaciones en el extranjero, sobre todo de carácter antiterrorista y antidroga, como la recopilación y análisis de información. Una vez más, aquello caía en territorio de la CIA.
¿Era de extrañar, pues, que Thornhill odiara a sus homólogos federales? Los muy cabrones eran como el cáncer, estaban por todas partes. Y por si fuera poco, un ex agente del FBI dirigía en la actualidad el Centro de Seguridad de la CIA, que llevaba a cabo las comprobaciones internas del historial de los empleados actuales y eventuales. Además, todas las personas contratadas por la CIA tenían que rellenar un formulario anual exhaustivo sobre sus bienes.
Antes de sufrir un ataque por pensar en tan doloroso asunto, Thornhill se esforzó por cavilar sobre otros temas importantes. Era bastante probable que el investigador privado que Buchanan había contratado hubiera estado en la casita la noche anterior y hubiese disparado contra Serov. La herida de bala había causado al ruso daños incurables en los nervios del brazo, y Thornhill había ordenado que lo liquidaran. Un asesino a sueldo incapaz de sostener el arma intentaría ganarse la vida de otra forma, lo que supondría una pequeña amenaza. Era culpa suya, y si había algo que Thornhill exigía a los subordinados, era responsabilidad.
Así pues, meditó, el tal Lee Adams se había entrometido en todo aquello. Thornhill ya había ordenado que se realizara una investigación a fondo del pasado de Lee. En esos días en que todos los archivos estaban informatizados, recibiría el expediente en media hora, incluso antes. Los hombres de Thornhill le habían entregado el informe sobre Faith Lockhart que estaba en el apartamento de Lee. Las notas revelaban que el detective hacía su trabajo de un modo concienzudo y lógico. Eso era a la vez bueno y malo para los propósitos de Thornhill. Adams había logrado eludir a sus hombres, cosa nada fácil. Lo bueno era que, si Adams era sensato, se le podría convencer con una oferta razonable, es decir, una que le permitiera vivir.
Seguramente, Adams también había escapado de la casita con Faith Lockhart. No había informado a Buchanan al respecto, y ése era el motivo por el que éste le había dejado el mensaje telefónico. Resultaba obvio que Buchanan no estaba al corriente de lo que había sucedido la noche anterior. Thornhill haría todo lo posible para asegurarse de que las circunstancias no cambiasen.
¿Cómo huirían? ¿En tren? Thornhill lo dudaba. Los trenes eran lentos y no cruzaban los océanos. Ahora bien, tomar el tren hasta un aeropuerto era una posibilidad más viable. 0 tomar un taxi. Parecía lo más probable.
Cuando Thornhill se recostó en el sillón un ayudante entró con algunos de los documentos que había pedido. Si bien en la CIA todo estaba informatizado, a Thornhill todavía le gustaba el tacto del papel. Pensaba con mucha más claridad ante el papel que ante un monitor.
Habían seguido todos los pasos de costumbre. Pero ¿y los menos habituales? Con el elemento añadido de un investigador profesional, Adams y Lockhart podrían huir bajo identidades falsas, incluso disfrazados. Tenía hombres en los tres aeropuertos y en todas las estaciones de tren, pero nada más. La pareja podría alquilar un coche, dirigirse a Nueva York y tomar un avión allí, o encaminarse hacia el sur y hacer otro tanto. La situación era bastante problemática.
Thornhill odiaba esta clase de persecuciones. Tenía que cubrir demasiados lugares y disponía de recursos más bien limitados para estas actividades «extracurriculares». Al menos, contaba con la ventaja de trabajar con cierta autonomía. Nadie, del director del servicio de información central para abajo, cuestionaba sus decisiones, y aunque lo hicieran, él sabía cómo esquivar cualquiera de los asuntos que le plantearan. Obtenía resultados que beneficiaban a todos, y ésa era su mejor arma.
Era mucho mejor acosar a los fugitivos, hacerlos salir de su escondrijo empleando el cebo adecuado. Thornhill tenía que encontrar ese cebo, lo que lo obligaba a reflexionar más aún. Lockhart no tenía familia, padres ancianos ni hijos jóvenes. Todavía no sabía mucho acerca de Adams, pero pronto lo sabría. Si acababa de conocer a Faith, era bastante improbable que estuviera dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Al menos por el momento. Si no intervenían otros factores, tendría que centrarse en Adams. Y ahora que sabían dónde vivía, podrían comunicarse con él. No les costaría nada hacerle llegar un mensaje discreto.
Thornhill pensó entonces en Buchanan. En esos momentos estaba en Filadelfia, reunido con un importante senador para intentar mejorar la situación de uno de los clientes de Buchanan. Habían implicado a este hombre en suficientes actos delictivos como para lograr que se derrumbara y suplicase por su miserable vida. Había representado un incordio para la CIA y les había agotado la paciencia con sus quejas desde su asiento en el Comité de gastos del Senado. ¡Cuán dulce era el sabor de la venganza!
Thornhill imaginó que entraba en los despachos de todos esos políticos poderosos y les enseñaba los vídeos, las cintas y los montones de documentos en que ellos y Buchanan planeaban sus pequeñas conspiraciones, hablaban sobre todos los detalles de los futuros sobornos y se mostraban deseosos de satisfacer los deseos de Buchanan a cambio de todo ese dinero. ¡Quedaban como auténticas aves de rapiña!
Querido senador, ¿le importaría lamerme las botas?, no merece llamarse ser humano, quejica de tres al cuarto. Y luego hará lo que le diga, ni más ni menos, o lo pisotearé antes de que diga «vótame».
Por supuesto, Thornhill jamás diría algo así. Esos hombres exigían respeto aunque no se lo merecieran. Les diría que Danny Buchanan había desaparecido y había dejado esas cintas en las que aparecían ellos. No sabrían qué hacer con las pruebas, pero lo más lógico sería entregar las cintas al FBI. Aquello resultaba desagradable; parecía imposible que esos intachables hombres fueran culpables de semejantes delitos, pero en cuanto el FBI comenzara a analizar la información, sabrían dónde acabarían: en la cárcel. ¿Y de qué modo ayudaría eso al país? El mundo se reiría de Estados Unidos. Los terroristas se envalentonarían al ver a su enemigo debilitado. ¡Y había tan pocos recursos…! La CIA, por poner un ejemplo, apenas disponía de fondos y personal, y sus competencias se habían visto reducidas de forma injusta. ¿Podría hacer algo toda esa gente intachable por cambiar la situación? ¿Serían tan amables de hacerlo a expensas del FBI, los mismos cabrones que darían lo que fuese por obtener esas cintas para acabar con todos ellos? Podrían empezar por quitárnoslos de encima. Les estamos muy agradecidos, apreciados líderes públicos. Sabíamos que lo entenderían.
El primer paso del infalible plan de Thornhill consistía en que sus nuevos aliados suprimiesen por completo la presencia del FBI en la Agencia. Luego, el presupuesto para operaciones de la CIA se incrementaría en un cincuenta por ciento. Eso para empezar. Durante el siguiente año fiscal, Thornhill se pondría serio respecto a los fondos. En el futuro, la CIA sólo daría cuentas a un comité de inteligencia conjunto y no, como en la actualidad, a los comités del Senado y de la Cámara por separado. Era mucho más fácil trabajar con un solo comité. Luego habría que definir de una vez por todas la jerarquía de las agencias estadounidenses de información secreta. El director del Servicio de Información Central estaría en la cúspide de esa pirámide. Thornhill intentaría hundir al FBI hasta el fondo. Los recursos de la CIA aumentarían. La vigilancia de ámbito nacional, la financiación encubierta y el suministro de armas a grupos insurrectos para derrocar a los enemigos de Estados Unidos, incluso el asesinato selectivo, se convertirían en armas disponibles tanto para él como para sus colegas. En ese preciso instante, Thornhill pensó que, como mínimo, había cinco jefes de estado cuyas muertes repentinas harían que el mundo fuera un lugar más seguro y humano. Había llegado el momento de soltar las manos de los mejores y los más inteligentes para que volvieran a hacer su trabajo. ¡Santo Dios, le faltaba tan poco para conseguirlo…!
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