David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Allí lo estaría aguardando un tranquilo Robert Thornhill, con su pipa, su traje de tres piezas y su despreocupada arrogancia. Le preguntaría con toda la calma del mundo si quería morir justo en aquel instante, porque en ese caso lo complacería gustoso. Buchanan no podría responder.

Al final, Danny Buchanan hizo lo único que podía hacer. Salió del aeropuerto, entró en el coche que le esperaba y se dispuso a ver a su amigo el senador, para asestarle otra puñalada con sus encantadores modales y sonrisas así como con el dispositivo de escucha que llevaba puesto, de aspecto semejante a la piel y los folículos pilosos y de tecnología tan avanzada que no haría saltar ni el más sofisticado detector de metales. Una furgoneta de vigilancia lo seguiría hasta su destino y grabaría cada una de las palabras que pronunciaran Buchanan y el senador.

Como medida de seguridad, por si alguien quería interferir la transmisión del dispositivo de escucha, en el maletín de Buchanan había una grabadora oculta. Bastaba con hacer girar ligeramente el asa del maletín para accionar el aparato, que tampoco detectarían los sistemas de seguridad del aeropuerto. Thornhill había pensado en todo. «Maldita sea», dijo Buchanan para sí.

Durante el trayecto, se consoló con una fantasía disparatada acerca de un Thornhill suplicante y destrozado, un amplio surtido de serpientes, aceite hirviendo y un machete oxidado.

¡Ojalá algunos sueños se hicieran realidad!

La persona sentada en el aeropuerto presentaba un aspecto cuidado, tendría treinta y tantos años, llevaba un traje negro de corte conservador y trabajaba con un portátil, lo que significaba que era idéntico a los otros miles de hombres en viajes de negocios que lo rodeaban. Se lo veía ocupado y concentrado, e incluso hablaba solo. Quien acertara a pasar por allí creería que estaba preparando un discurso para vender o redactando un informe de marketing. En realidad hablaba en voz baja por el minúsculo micrófono que llevaba en la corbata. Lo que parecían puertos de infrarrojos en la parte posterior del ordenador no eran otra cosa que sensores. Uno de ellos estaba diseñado para captar señales electrónicas. El otro era un lápiz que percibía sonidos, los interpretaba y exhibía las palabras en la pantalla. El primer sensor identificó fácilmente el número de teléfono al que Buchanan acababa de llamar y lo transmitía de forma automática a la pantalla. Puesto que había tantas conversaciones en el aeropuerto, el sensor de voz tenía más problemas, pero había logrado descifrar lo suficiente como para entusiasmar al hombre. Las palabras «Dónde está Faith Lockhart?» brillaban con toda nitidez en la pantalla.

El hombre envió el número de teléfono y otros datos a sus colegas de Washington. Al cabo de unos segundos, un ordenador de Langley había identificado el nombre y la dirección del titular. A los pocos minutos, un equipo de profesionales experimentados y completamente leales a Robert Thornhill, quien había estado esperando dicha información, se dirigió hacia el apartamento de Lee.

Las instrucciones de Thornhill eran bien sencillas. Si Faith Lockhart estaba allí, tenían que «cesarla», eufemismo que se empleaba en la jerga del espionaje, como si se limitaran a despedirla y a pedirle que recogiera sus pertenencias y abandonara el edificio, en lugar de pegarle un tiro en la cabeza. Quienes estuvieran con ella correrían la misma suerte. Por el bien del país.

15

– Me has dado un susto de muerte. -Faith no dejaba de temblar.

Lee entró en la habitación y miró alrededor.

– ¿Qué haces en mi despacho?

– ¡Nada! Sólo daba una vuelta. Ni siquiera sabía que tuvieras un despacho aquí.

– No tenías por qué saberlo.

– Al entrar me pareció oír un ruido al otro lado de la ventana.

– Oíste un ruido, pero no procedía de la ventana -repuso señalando la jamba de la puerta.

Faith advirtió que había un trozo rectangular de plástico blanco en la madera.

– Es un sensor. Si alguien abre la puerta del despacho, activa el sensor, que hace sonar mi buscapersonas. -Extrajo el dispositivo del bolsillo-. Si no hubiera tenido que tranquilizar a Max en casa de la señora Carter, habría subido mucho antes.

– Frunció el entrecejo-. Esto no me ha gustado nada, Faith.

– Oye, sólo estaba mirando, matando el tiempo.

– Interesante elección de palabras: «matando».

– Lee, no tramo nada contra ti, te lo juro.

– Acabemos de prepararlo todo. No quiero hacer esperar a tus banqueros.

Faith evitó mirar de nuevo el teléfono. Lee no debía de haber oído el mensaje. Buchanan lo había contratado para seguirla. ¿Había matado al agente anoche? Cuando subieran al avión, ¿sería capaz de lanzarla al vacío desde una altura de nueve mil metros y prorrumpir en carcajadas mientras ella caía en picado entre las nubes sin dejar de gritar?

Por otro lado, Lee podría haberla matado en cualquier momento desde la noche anterior. Lo más fácil habría sido dejarla muerta en la casita. Entonces cayó en la cuenta: habría sido lo más fácil a no ser que Danny quisiera saber cuánto le había contado al FBI. Eso explicaría por qué estaba viva todavía y por qué Lee parecía tan ansioso por hacerla hablar. En cuanto lo hiciera, él la mataría. Y ahora se disponían a tomar un avión con destino a una comunidad costera de Carolina del Norte que, en esa época del año, estaría prácticamente desierta. Salió de la habitación, sintiéndose como una condenada camino de su ejecución.

Veinte minutos después, Faith cerró la pequeña bolsa de viaje y se colgó el bolso del hombro. Lee entró en el dormitorio. Se había vuelto a poner el bigote y la barba y se había quitado la gorra de béisbol. En la mano derecha tenía la pistola, dos cajas de munición y la pistolera.

Faith lo vio guardar los objetos en un estuche resistente y especial.

– En los aviones no se pueden llevar armas -comentó.

– No me digas. ¿De verdad? ¿Cuándo dictaron esa norma tan absurda? -Lee cerró el estuche con una llave que se guardó en el bolsillo antes de mirar a Faith-. En los aviones se pueden portar armas si las enseñas cuando facturas el equipaje y rellenas una declaración firmada. Se aseguran de que el arma esté descargada y guardada en un estuche reglamentario. -Golpeó con los nudillos el aluminio resistente de la caja-. En mi caso todo está en orden. Comprueban que la munición no exceda las cien balas y que vaya en el embalaje original del fabricante o, en su defecto, en uno homologado por la FAA. Eso también está en orden en mi caso. Luego marcan el paquete con una etiqueta especial y lo envían a la zona de carga, lugar al que me costaría acceder si quisiera utilizar el arma para secuestrar el avión, ¿no crees?

– Gracias por la explicación -dijo Faith, cortante.

– No soy un maldito aficionado -replicó Lee con vehemencia.

– Nunca he dicho que lo fueras.

– Bien.

– Vale, lo siento. -Faith vaciló ya que, por varios motivos, en especial por su supervivencia, deseaba establecer una especie de tregua-. ¿Quieres hacerme un favor?

Lee la observó con recelo.

– Llámame Faith.

Ambos dieron un respingo al oír el timbre.

Lee comprobó la hora.

– Un poco temprano para recibir visitas.

Faith, no sin asombro, lo vio mover las manos como una máquina. En unos veinte segundos, había desenfundado la pistola y la había cargado. Colocó el estuche y las cajas de munición en su pequeña bolsa de viaje y se la colgó del hombro.

– Recoge tu bolsa.

– ¿Quién puede ser? -Faith notó que le palpitaba la sien.

– Vamos a averiguarlo.

Salieron al pasillo en silencio y Faith siguió a Lee hasta el recibidor.

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