David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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– La compré a nombre de una sociedad anónima y firmé los documentos con mi otro nombre, como miembro de la directiva. Pero ¿y tú? No puedes viajar con tu nombre verdadero.

– No te preocupes. He interpretado más papeles en mi vida que Shirley MacLaine y dispongo de los documentos necesarios para demostrarlo.

– Entonces todo está listo.

Lee miró a Max, que había posado la enorme cabeza sobre sus rodillas, y le acarició suavemente la nariz.

– ¿Cuánto tiempo?

Faith sacudió la cabeza.

– No lo sé. Tal vez una semana.

Lee suspiró.

– Supongo que la señora del piso de abajo podrá ocuparse de Max.

– Entonces, ¿lo harás?

– Siempre y cuando no olvides que, si bien no me importa ayudar a alguien cuando lo necesita, no estoy dispuesto a convertirme en el mayor pardillo del mundo.

– Me da la impresión de que a ti eso no puede pasarte.

– Si te apetece reírte un rato, cuéntaselo a mi ex mujer.

11

Alexandria se encontraba en la Virginia septentrional, junto al río Potomac, unos quince minutos en coche al sur de Washington. La ciudad se había fundado allí debido sobre todo a la cercanía de las aguas y había florecido como puerto marítimo durante mucho tiempo. Todavía era una ciudad próspera, aunque el río ya no desempeñaba un papel importante en el futuro económico de la ciudad.

La población se componía tanto de viejas familias acaudaladas como de otras que habían hecho fortuna recientemente y vivían en acogedoras estructuras de ladrillo, piedra y madera, representativas de la arquitectura de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Algunas de las calles estaban pavimentadas con los mismos adoquines que habían pisado Washington y Jetferson, así como Robert E. Lee, cuya infancia había transcurrido en las dos casas situadas una frente a otra en Oronoco Street, bautizada así en honor de una marca de tabaco que se cultivaba antiguamente en Virginia. Muchas de las aceras eran de ladrillo y se curvaban en torno a los numerosos árboles que brindaban sombra a las casas, calles y habitantes desde hacía mucho tiempo. Las terminaciones puntiagudas de estilo europeo de varias de las cercas de hierro forjado que rodeaban los patios y jardines de las casas estaban pintadas de color dorado.

A primera hora de la mañana, en las calles de la ciudad no se oían otros ruidos que los de la llovizna y las ráfagas de viento que agitaban las ramas de los árboles viejos y nudosos, cuyas raíces poco profundas se aferraban a la dura arcilla de Virginia. Los nombres de las calles reflejaban los orígenes coloniales del lugar. Al atravesar la ciudad se pasaba por las calles Rey, Reina, Duque y Príncipe. Apenas había aparcamientos, por lo que las estrechas avenidas estaban repletas de vehículos de todos los modelos imaginables. Al lado de las casas de doscientos años de antigüedad, los vehículos de metal, caucho y cromo parecían fuera de lugar, como si hubieran retrocedido en el tiempo hasta la época de los caballos y las calesas.

La estrecha casa unifamiliar de cuatro pisos encajonada en una hilera de casas idénticas en Duke Street no era, ni mucho menos, la más espléndida de la zona. Había un solitario arce inclinado en el pequeño patio delantero, con el tronco cubierto de ramas frondosas. La cerca de hierro forjado estaba en buenas condiciones, aunque no excelentes. En la parte trasera había un jardín y un patio, pero las plantas, la fuente y el enladrillado llamaban poco la atención si se comparaban con los de las casas vecinas.

En el interior, el mobiliario era mucho más elegante de lo que cabía esperar al ver la fachada. El motivo era bien sencillo: Danny Buchanan no podía ocultar el exterior de la casa.

Despuntaban los primeros rayos del sol cuando Buchanan se hallaba sentado, completamente vestido, en la pequeña biblioteca ovalada contigua al comedor. Lo aguardaba un coche para llevarlo al aeropuerto nacional Reagan.

El senador con quien se reuniría pertenecía al Comité de Gastos del Senado, posiblemente el comité más importante de la Cámara alta ya que, junto con sus subcomités, controlaba el presupuesto del Gobierno. Pero lo que más le importaba a Buchanan era que el senador también presidía el Subcomité de Operaciones Exteriores, que determinaba el destino de la mayor parte del dinero para la ayuda externa. El senador, alto y distinguido, de buenos modales y voz segura, era colega de Buchanan desde hacía muchos años. El hombre siempre había disfrutado del poder que le confería su cargo y había llevado un tren de vida que estaba por encima de sus posibilidades. Ningún ser humano era capaz de agotar el fondo de pensiones que Buchanan había constituido para el senador.

En un principio, Buchanan había trazado el plan de soborno de forma bastante prudente. Había analizado a todos los peces gordos de Washington que, aunque indirectamente, pudieran servir a sus objetivos, y calibrado la posibilidad de sobornarlos. Muchos de los congresistas eran ricos, pero muchos otros no. Con frecuencia ser miembro del Congreso suponía una pesadilla tanto económica como familiar. Los miembros debían tener dos residencias y el área metropolitana de Washington no era barata. Además, sus familias no solían acompañarlos. Buchanan abordó a los que creía que se dejarían corromper y emprendió el largo proceso de tantearlos para comprobar si participarían o no. Al principio los incentivos que les ofrecía eran poco sustanciosos, pero los aumentaba si los objetivos se mostraban entusiasmados. Buchanan los había elegido bien porque sus objetivos nunca se habían negado a otorgar votos e influencia a cambio de una serie de recompensas. Tal vez tuvieran la impresión de que la diferencia entre lo que Buchanan proponía y lo que ocurría cada día en Washington era, en el peor de los casos, mínima. Buchanan no sabía si les importaba el hecho de que la causa valiera la pena o no. Sin embargo, nunca se habían esforzado por incrementar la ayuda externa a los clientes de Buchanan por su cuenta.

Además, todos habían visto a algunos colegas abandonar su cargo para enriquecerse en un grupo de presión. Pero ¿a quién le gusta trabajar duro? Buchanan sabía que a los ex congresistas no se les daba bien el cabildeo. El hecho de regresar con la palma extendida y presionar a antiguos colegas sobre quienes ya no ejercían influencia alguna no era algo que resultara sumamente atrayente a estas personas de orgullo desmesurado. Era mucho más inteligente utilizarlos cuando estuvieran en la cima de su poder. Primero había que trabajárselos y luego sobornarlos. ¿Acaso existía sistema mejor?

Buchanan se preguntaba si lograría conservar el aplomo durante la reunión con un hombre a quien ya había traicionado. Por otro lado, en aquella ciudad la traición se repartía en grandes dosis. Todos pugnaban constantemente por ocupar una silla antes de que se interrumpiese la música. El senador estaría molesto, y no sin razón. Bueno, que se pusiera a la cola como los demás.

De repente, se sintió cansado. No le apetecía entrar al coche ni subir al avión, pero no tenía voz ni voto en el asunto. Se preguntó si nunca había dejado de pertenecer a la clase baja de Filadelfia.

El cabildero centró su atención en la persona que tenía ante sí.

– Le envía sus saludos -dijo el corpulento hombre. Para el resto del mundo, era el chófer de Buchanan pero, en realidad, se trataba de uno de los hombres de Thornhill que lo vigilaba de cerca.

Pues le ruego que envíe al señor Thornhill mis más sinceros deseos de que Dios decrete que no envejezca ni un día más -replicó Buchanan.

– Hay varias novedades importantes que le gustaría poner en su conocimiento -afirmó el hombre sin inmutarse.

– ¿Por ejemplo?

– Lockhart colabora con el FBI para echarle a usted el guante.

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