Lo que preocupaba a Frank era un pequeño detalle que no había compartido con nadie. Había conocido a Walter Sullivan el día que había ido al depósito. Durante aquel encuentro, Sullivan había firmado diversos documentos relacionados con la autopsia y un inventario de los pocos objetos personales que su esposa llevaba en el momento de la muerte.
Sullivan había firmado aquellos papeles con la mano derecha.
No era una prueba concluyente. Sullivan podría haber empuñado el arma con la mano izquierda por cualquier motivo. Sus huellas digitales aparecían en la culata con toda claridad, quizá con demasiada claridad, pensó Frank.
En cuanto al arma resultaba imposible rastrear la procedencia. Habían borrado los números de serie con tanta habilidad que ni siquiera con el microscopio había encontrado ningún rastro. Un arma absolutamente anónima. Como la que se podía encontrar en la escena de un crimen. Pero ¿por qué Walter Sullivan se iba a preocupar de que alguien pudiera identificar el arma con la que pensaba suicidarse? La respuesta era negativa. Sin embargo, una vez más el hecho no era concluyente. Quizá la persona que le había dado el arma a Sullivan la había conseguido de forma ilegal, aunque Virginia era uno de los estados en los que más fácil resultaba comprar un arma, para desesperación de la policía en la faja noreste del país.
Frank acabó con el interior y salió de la casa. El terreno estaba cubierto por una gruesa capa de nieve. Sullivan había muerto antes de que comenzara a nevar; la autopsia lo había confirmado. Había sido una suerte que sus allegados conocieran la ubicación de la casa.
Cuando fueron a buscarle y encontraron el cuerpo, habían transcurrido unas doce horas del fallecimiento.
No, la nieve no le ayudaría. El lugar estaba tan aislado que no encontraría a nadie para preguntarle si había visto algo extraño aquella noche.
Su colega del departamento del condado salió del coche y caminó hacia él. Traía una carpeta con papeles. Él y Frank conversaron durante un rato; después, Frank le dio las gracias, subió a su coche y se marchó.
El informe de la autopsia decía que la muerte de Walter Sullivan había ocurrido entre las once y la una de la madrugada. Pero a las doce y diez, Walter Sullivan había hecho una llamada.
En los pasillos de PS amp;L reinaba un silencio poco habitual. Los capilares de un bufete próspero son los teléfonos que suenan, el zumbidos de los fax, los movimientos de labios y el ruido de los teclados. Lucinda, encargada únicamente de los teléfonos directos, atendía una media de ocho llamadas por minuto. Hoy pasaba las horas leyendo Vogue. La mayoría de las puertas estaban cerradas para ocultar de las miradas ajenas las intensas y acaloradas discusiones que mantenían la mayoría de los abogados de la firma.
La puerta del despacho de Sandy no sólo estaba cerrada, sino que tenía echado el cerrojo. Los pocos socios que habían tenido la osadía de llamar habían recibido una descarga de insultos a cual más obsceno por parte del único y malhumorado ocupante del despacho.
Estaba sentado en su sillón, con los pies descalzos sobre la mesa, sin corbata, sin afeitar y con una botella de su whisky más fuerte casi vacía al alcance de la mano. Los ojos de Sandy Lord eran dos manchas rojas. En la iglesia había mirado con aquellos ojos el brillante ataúd de latón que contenía los despojos mortales de Sullivan, aunque en esencia guardaba los restos mortales de los dos.
Durante muchos años, Lord había anticipado la desaparición de Sullivan y, con la ayuda de una docena de especialistas de PS amp;L, había organizado una intrincada serie de salvaguardias que incluía los contactos con un grupo leal en la junta de directores de la compañía madre de las empresas Sullivan, lo cual aseguraba la continuidad de la representación de la inmensa red de filiales por PS amp;L en general y por Lord en particular. La vida seguiría su curso. El tren de la PS amp;L continuaría avanzando arrastrado por la locomotora intacta e incluso reforzada. Pero había ocurrido algo inesperado.
Los mercados financieros comprendían que la muerte de Sullivan era algo inevitable. Pero lo que las comunidades empresariales y financieras aparentemente no habían podido aceptar era la muerte del hombre, por su propia mano, unida a los rumores, cada vez más insistentes, de que Sullivan había ordenado matar al presunto asesino de su esposa, algo que después de conseguido, le habría impulsado a suicidarse. El mercado no estaba preparado para estas revelaciones. Algunos economistas sostenían que un mercado sorprendido a menudo reaccionaba de una forma salvaje y precipitada. Dichos economistas vieron cumplidas sus predicciones. Las acciones de, las empresas Sullivan perdieron el sesenta y un puntos en la bolsa de Nueva York a la mañana siguiente del descubrimiento del cadáver, en la sesión de mayor venta de las acciones de una misma empresa en los últimos diez años.
Con las acciones vendiéndose a seis dólares por debajo del valor contable no tardaron mucho en aparecer los buitres.
La oferta de Centrus Corp fue rechazada por la junta de directores a instancias de Lord. Sin embargo, todos los indicios indicaban que los accionistas, asustados al ver que gran parte de su dinero había desaparecido de la noche a la mañana, estaban dispuestos a aceptar la oferta. Era probable que la batalla por los votos de los apoderados y la toma de la compañía acabara en un par de meses. Los asesores de Centrus, Rhoads, Director amp; Minor, una de las más grandes firmas de abogados del país, tenían expertos en todas las áreas del derecho.
El colofón estaba bien claro. Los servicios de PS amp;L no serían necesarios. Perderían a su principal cliente, más de veinte millones de facturación, casi un tercio de la actividad legal, desaparecía. Ahora mismo, medio mundo intentaba ponerse a salvo. Varios grupos buscaban meterse en Rhoads, avalando sus pretensiones con la experiencia al servicio de Sullivan. Un veinte por ciento de los abogados de PS amp;L ya habían presentado la renuncia, y por el momento, no había señal de que las dimisiones disminuyeran en número.
Lord acercó la mano a la botella, la cogió y acabó con el resto de la bebida. Hizo girar el sillón para mirar por la ventana, y mientras contemplaba el cielo encapotado, sonrió para sí mismo.
No tenían nada para él en Rhoads, Director amp; Minor y, como consecuencia, por fin había ocurrido: Lord era vulnerable. Había visto a sus clientes morder el polvo con una rapidez alarmante, sobre todo en la última década cuando se podía ser un multimillonario de papel en un momento y pobre desgraciado al siguiente. Sin embargo, nunca había imaginado que su propia caída, si llegaba alguna vez, sería tan rápida y tan completa.
Ese era el problema de tener a un cliente de ocho cifras. Requería todo el tiempo y la atención del mundo. Los viejos clientes se secaban y morían. No se buscaban nuevos clientes. Su complacencia había acabado por darle una patada en el culo.
Hizo un cálculo rápido. Durante los últimos veinte años había ganado unos treinta millones de dólares. Por desgracia, se las había apañado para gastar no sólo los treinta millones sino muchísimo más. Había comprado una serie de casas de lujo, una residencia de vacaciones en Hilton Head Island, un nido de amor en Nueva York donde había llevado a sus amantes casadas. Tenía coches de lujo, colecciones propias de un hombre de buen gusto y de recursos, una bodega pequeña pero selecta, incluso un helicóptero, pero tres divorcios, ninguno de ellos amistoso, habían acabado por hacer mella en su fortuna.
La residencia que acababa de dejar parecía sacada de las páginas del Architectural Digest , pero la hipoteca no le iba a la zaga en su pasmosa opulencia. Y el problema era que no tenía efectivo. Carecía de liquidez, en PS amp;L cada uno comía lo que cazaba y los socios de PS amp;L no eran muy dados a cazar en manada. Por este motivo, Lord ganaba mensualmente mucho más que todos los demás. Ahora el cheque mensual apenas si cubriría gastos menores; sólo el pago de la tarjeta de crédito rondaba las cinco cifras.
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