– Supongo que no tendrá grabada la conversación, ¿verdad? -le preguntó Frank a Burton-. Sé que graban algunas conversaciones.
– Sullivan llamó a mi línea privada, teniente -contestó Richmond-. Es una línea segura y nadie está autorizado a grabar las conversaciones.
– Comprendo. ¿Hizo alguna manifestación directa sobre una posible vinculación con la muerte de Luther Whitney?
– No, directamente no. Era obvio que no pensaba con claridad. Pero leyendo entre líneas, por la rabia que sentía, me molesta hacer cualquier comentario sobre un hombre que está muerto, yo diría que había mandado matar al asesino. No tengo ninguna prueba, pero es lo que saqué en claro.
– Una conversación la mar de incómoda.
– Sí, sí, muy incómoda. Ahora si me disculpa, teniente, las obligaciones me llaman.
– ¿Por qué cree que le llamó, señor? -preguntó Frank, sin moverse-. ¿A esa hora de la noche?
El presidente volvió a sentarse. Dirigió una mirada rápida a Burton.
– Walter era uno de mis amigos más íntimos. Nunca hacía mucho caso de los horarios habituales, lo mismo que yo. No tenía nada de extraño que llamara a esa hora. No había tenido ocasión de verle mucho en los últimos meses. Como usted sabe, estaba sometido a una fuerte tensión personal. Walter era de los que sufren en silencio. Ahora, Seth, con su permiso.
– Me resulta muy extraño que entre toda la gente a la que podía llamar, le llamara a usted. Quiero decir que lo más probable era que no le encontrara. Las agendas de viaje de los presidentes son muy ajetreadas. Me pregunto en qué pensaría.
Richmond se reclinó en el sillón, unió las puntas de los dedos y miró al techo. «El poli quiere demostrar lo listo que es.» Miró a Frank con una sonrisa.
– Si pudiera leer en la mente de los demás no dependería tanto de las encuestas.
– No creo que necesite ser telépata para saber que será presidente por otros cuatro años, señor.
– Se lo agradezco, teniente. Lo único que puedo decirle es que Walter me llamó. Si pensaba suicidarse, ¿a quién iba a llamar? No mantenía ninguna relación con su familia desde que se casó con Christine. Conocía a mucha gente, pero tenía sólo un puñado de amigos íntimos. Walter y yo nos conocíamos de toda la vida, y para mí era como un padre. Como usted sabe me interesé a fondo por la investigación del asesinato de su esposa. Todo esto puede explicar la llamada, sobre todo si pensaba suicidarse. Es todo lo que sé. Lo lamento, no puedo ayudarle más.
Se abrió la puerta. Frank no sabía que era en respuesta a la llamada del pequeño botón oculto en la mesa del presidente. Richmond miró a la secretaria.
– Ahora mismo voy, Lois. Teniente, si puedo hacer algo más por usted, no vacile en llamar a Bill. Por favor.
– Muchas gracias, señor -contestó Frank mientras guardaba la libreta.
Richmond contempló la puerta durante un momento después de la marcha de Frank.
– ¿Cómo se llamaba el abogado de Whitney, Burton?
– Graham. Jack Graham.
– El nombre me suena.
– Trabaja en Patton, Shaw. Es uno de los socios.
La mirada del presidente se congeló en el rostro de Burton. -¿Qué pasa?
– No estoy muy seguro. -Richmond abrió uno de los cajones de la mesa y sacó una libreta donde había anotado toda una serie de datos referentes al asunto-. No pierdas de vista el hecho de que, hasta el momento, no ha aparecido una prueba muy importante y por la que pagamos cinco millones de dólares.
El presidente pasó las páginas de la libreta. Allí figuraban todos los individuos involucrados en el drama. Si Whitney le había dado a su abogado el abrecartas junto con un relato de lo ocurrido, a estas alturas ya sería del conocimiento público. Richmond recordó la entrega del premio a Ransome Baldwin en la Casa Blanca. Graham no era un pipiolo. Era evidente que no lo temía. ¿A quién, si es que lo había hecho, se lo habría dado Whitney?
A medida que su mente analizaba todos los datos disponibles, un nombre se destacó entre los muchos escritos en la libreta. El de una persona de la que nadie se había preocupado.
Jack aguantó la caja con un brazo, el maletín con el otro, y se las apañó para sacar la llave del bolsillo. Antes de que pudiera meterla en la cerradura, se abrió la puerta. Jack se sorprendió.
– No esperaba encontrarte en casa.
– No hacía falta que te demoraras a comprar comida. Podía haber preparado cualquier cosa.
Jack entró, dejó el maletín en la mesa de centro y se dirigió a la cocina. Kate le siguió con la mirada.
– Eh, tú también trabajas todo el día. ¿Por qué ibas a cocinar?
– Las mujeres lo hacen todos los días, Jack. Mira a tu alrededor.
– No lo pongo en duda. -Jack asomó la cabeza-. ¿Qué prefieres? ¿Cerdo agridulce o ternera con salsa de ostras? También hay una ración doble de rollitos de primavera.
– Lo que tú no vayas a comer. No tengo mucha hambre. Jack salió de la cocina con dos platos colmados.
– Sabes, si no te decides a comer un poco más se te llevará el viento. A veces me dan ganas de meterte unas cuantas piedras en los bolsillos.
Se sentó en el suelo junto a ella con las piernas cruzadas. Kate picoteo la comida mientras él devoraba la suya.
– ¿Cómo te ha ido en el trabajo? Podrías haberte tomado unos días más de descanso. Te exiges demasiado.
– Mira quién habla. -Kate cogió un rollito de primavera, pero lo dejó otra vez en el plato. Jack dejó de comer y la miró.
– Te escucho.
Kate se levantó del suelo para sentarse en el sofá, y permaneció callada por unos instantes mientras jugaba con el collar. Vestida con las prendas de trabajo, la joven parecía exhausta, como una flor marchita.
– Pienso mucho en lo que le hice a Luther.
– Kate…
– Jack, déjame terminar. -Su voz sonó como un latigazo. Se serenó en el acto y añadió más tranquila-: He llegado a la conclusión de que nunca conseguiré superarlo, así que más me vale aceptarlo. Quizá hay mil razones que justifiquen lo que hice. Pero no estuvo bien al menos por un motivo. Él era mi padre. Por estúpido que parezca, ese es un buen motivo. -Retorció el collar hasta convertirlo en un montón de nudos pequeños-. Creo que ser abogada, al menos el tipo de abogada que soy, me ha convertido en alguien que no me gusta mucho. No resulta agradable cuando vas a cumplir los treinta.
Jack le sujetó las manos para que no temblaran. Ella no las apartó. Él sintió el latido de las venas.
– Dicho esto, creo que se impone un cambio radical. De carrera, de vida, de todo.
– ¿De qué hablas? -Jack se levantó para sentarse a su lado. El corazón le iba a cien por hora mientras adivinaba lo que vendría a continuación.
– Dejaré de ser fiscal, Jack. De hecho, tampoco seré abogada. Esta mañana presenté la dimisión. Reconozco que se llevaron una sorpresa. Me dijeron que lo pensara. Les respondí que ya lo había hecho detenidamente.
– ¿Has dejado tu trabajo? -preguntó Jack incrédulo-. Hostia, Kate, has invertido mucho en tu carrera. No puedes tirarlo todo por la borda.
Ella se levantó de un salto, fue hasta la ventana y miró al exterior.
– De eso se trata, Jack. No estoy tirando nada por la borda. Los recuerdos de lo que he hecho durante los últimos cuatro años son sólo una pesadilla espantosa. No tienen nada que ver con lo que pensaba en mi primer año de derecho, cuando discutíamos sobre los grandes principios de la justicia.
– No te juzgues tan mal. Las calles son mucho más seguras gracias a tu trabajo.
– Ya ni siquiera consigo parar la corriente -afirmó Kate-. Me arrastró al mar hace mucho tiempo.
– ¿Qué vas a hacer? Eres una abogada.
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