David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Metió la llave en la cerradura, se armó de valor y abrió la puerta.

Jennifer le esperaba sentada en una silla junto al televisor. La falda corta negra hacía juego con los zapatos de tacón alto negros y las medias caladas del mismo color. La blusa blanca abierta; en el cuello un collar de esmeraldas refulgía como un faro en la pequeña habitación. Había un abrigo largo de marta cibelina bien doblado sobre el sofá cubierto con una sábana. La joven repiqueteaba con las uñas contra el televisor cuando él entró. Jennifer le miró sin decir palabra. Los labios pintados color rubí formaban una línea recta.

– Hola, Jenn.

– No hay duda de que has estado muy ocupado en las últimas veinticuatro horas, Jack. -Ella no sonrió; continuó repiqueteando con las uñas.

– Tengo que ganarme la vida, ya lo sabes. -Se quitó el abrigo y la corbata; fue a la cocina a buscar una cerveza y cuando volvió se sentó en el sofá-. Sabes, he conseguido un caso.

Jennifer metió una mano en el bolso, sacó un ejemplar del Post y lo arrojó sobre el sofá.

– Estoy enterada.

Él miró los titulares.

– Tu firma no te dejará hacerlo.

– Mala suerte, ya lo he hecho.

– Ya sabes lo que quiero decir. ¿Qué diablos se te ha metido en la cabeza?

– Jenn, conozco al tipo, ¿está bien? Le conozco, es amigo mío. No le creo capaz de matar a nadie y voy a defenderlo. Es algo que hacen los abogados todos los días en todos los lugares donde hay acusados, y en este país los encuentras hasta debajo de las piedras.

– Se trata de Walter Sullivan, Jack -le recordó Jennifer-. Piensa en lo que haces.

– Sé que Walter Sullivan está por medio, Jenn. ¿Y qué? ¿Luther Whitney no se merece una buena defensa porque alguien dice que mató a la esposa de Walter Sullivan? Perdona, pero ¿dónde está escrito?

– Walter Sullivan es tu cliente.

– Luther Whitney es mi amigo y le conozcó desde mucho antes que a Walter Sullivan.

– Jack, el hombre que defiendes es un criminal vulgar. Ha estado en la cárcel buena parte de su vida.

– Hace veinte años que no ha pisado una cárcel.

– Es un ladrón convicto.

– Pero nunca le condenaron por asesinato -replicó Jack.

– En esta ciudad hay más abogados que asesinos. ¿Por qué no se puede ocupar del caso otro abogado?

– ¿Quieres una cerveza?

– Responde a mi pregunta.

Jack se levantó y arrojó la botella contra la pared.

– ¡Porque él me lo pidió!

Jenn le miró, la expresión de miedo que apareció en su rostro se esfumó en cuanto los trozos de cristal y la cerveza cayeron al suelo. Recogió el abrigo y se lo puso.

– Estás cometiendo un error muy grave y espero que recuperes la sensatez antes de que el daño sea irreparable. A mi padre casi le dio un ataque cuando leyó el artículo.

Jack apoyó una mano sobre el hombro de la muchacha y la obligó a volverse.

– Jenn, esto es algo que debo hacer -dijo en voz baja-. Confiaba en que tú me apoyarías.

– Jack, ¿por qué no dejas de beber cerveza y comienzas a pensar en cómo quieres vivir el resto de tus días?

Jennifer se marchó y Jack se apoyó contra la puerta masajeándoselas sienes hasta que le pareció que la piel se le desprendería por la presión ejercida por los dedos. Observó a través de los cristales sucios de la ventana cómo desaparecía el coche en la nevada. Se sentó en el sofá y releyó los titulares.

Luther quería hacer un trato pero no había trato posible. El escenario estaba preparado. Todo el mundo quería asistir al juicio. Los informativos de televisión había hecho un análisis detallado del caso; decenas de millones de personas habían visto la foto de Luther. Las encuestas sobre la inocencia o culpabilidad de Luther marcaban que el público le consideraba culpable por amplia mayoría. Y Gorelick se relamía los labios pensando que esta era la oportunidad de oro para aspirar al cargo de fiscal general en unos pocos años. En Virginia, los fiscales generales solían presentarse, y ganaban, a las elecciones a gobernador.

Bajo, calvo y gritón. Gorelick era tan mortífero como una cascabel rabiosa. Juego sucio, ética dudosa, siempre dispuesto a clavar el puñal en la espalda a la primera ocasión. Así era George Gorelick. Jack sabía que le aguardaba una pelea muy dura.

Mientras tanto, Luther no hablaba. Tenía miedo. ¿Qué tenía que ver Kate con ese miedo? Nada encajaba. Mañana se presentaría ante el juez y solicitaría la absolución de Luther cuando no tenía nada para demostrar que no era culpable. Pero probarlo era trabajo del estado. El problema radicaba en que podían hacerlo. Jack podía buscarle los tres pies al gato, pero su cliente había estado tres veces en la cárcel aunque en los últimos veinte años no aparecían más delitos en sus antecedentes. A ellos les tenía sin cuidado. ¿Por qué iban a preocuparse? El tipo era el final perfecto para una historia trágica. El ejemplo ideal de la regla de las tres condenas.

Arrojó el periódico al otro lado de la habitación, recogió los cristales rotos y limpió la cerveza derramada. Se frotó la nuca, tenía los músculos rígidos. Fue al dormitorio y se puso un chándal.

La ymca estaba a diez minutos de su casa. Jack tuvo la suerte de encontrar un hueco delante mismo del local y aparcó el coche. El sedán negro que venía detrás no tuvo la misma suerte. El conductor dio varias vueltas a la manzana hasta que se decidió a aparcar en la acera opuesta. Limpió el vaho de la ventanilla del pasajero y miró el edificio de la ymca. Al cabo de un instante salió del coche y subió las escaleras. Echó una ojeada a su alrededor, observó el Lexus y después entró en el local.

Tres partidos de baloncesto más tarde, Jack estaba empapado de sudor. Se sentó en el banco mientras los adolescentes continuaban jugando con el vigor inagotable de la juventud. Jack gimió cuando uno de los larguiruchos chicos negros, vestido con unos pantalones cortos que le venían grandes, camiseta de tirantes y unas zapatillas enormes, le lanzó la pelota. Se la devolvió.

– Lo siento, tíos, ya es suficiente.

– ¿Qué pasa, tío, estás cansado?

– No, sólo viejo.

Jack se masajeó las pantorrillas para aliviar las agujetas y abandonó la cancha.

En el momento que salía del edificio sintió que una mano se posaba sobre su hombro.

Jack conducía el coche. Miró de reojo a su acompañante. Seth Frank miraba con admiración el interior del Lexus.

– Me han contado maravillas de estos coches. ¿Cuánto le costó si no le molesta que pregunte?

– Cuarenta y nueve mil quinientos.

– ¡Diablos! No los gano en todo el año.

– Tampoco yo hasta hace poco.

– Creo que los defensores públicos no ganan mucho.

– Así es.

Permanecieron en silencio durante un par de minutos. Frank era consciente de que estaba infringiendo todas las reglas y Jack también lo sabía. Por fin, Jack le miró.

– Escuche, teniente, doy por hecho que no está aquí para hablar del coche. ¿Quiere alguna cosa?

– Gorelick tiene un caso ganador contra su cliente.

– Quizá. Tal vez no. No tengo intención de tirar la toalla si es eso lo que quiere averiguar.

– ¿Pedirá la absolución?

– No, voy a llevarlo hasta el centro correccional de Greensville y yo mismo me encargaré de inyectarle la mierda. Siguiente pregunta.

– Bueno, me lo merezco -reconoció Frank con una sonrisa-. Usted y yo tenemos que hablar. Hay algunas cosas en este caso que no concuerdan. No sé si favorecen o hunden más a su cliente. ¿Está dispuesto a escuchar?

– De acuerdo, pero no crea que será un intercambio de información.

– Conozco un lugar donde la carne la puedes cortar con el tenedor y el café es pasable.

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