En un arrebato de furia, Kate rechinó los dientes, el rostro desfigurado por la cólera. Soltó un grito y se lanzó sobre él. Descargó los puños contra el pecho de Jack, le abofeteó. Jack no sintió los golpes mientras veía rodar las lágrimas por las mejillas de la joven.
El ataque concluyó con la misma rapidez con que había comenzado. Kate se sujetó al abrigo de Jack, los brazos le pesaban como plomo. Fue entonces cuando comenzaron los sollozos y resbaló hasta el suelo, con el rostro bañado en lágrimas; los sollozos resonaban en la pequeña sala.
Jack la levantó y la colocó como un objeto frágil sobre el sofá.
Se arrodilló a su lado, la dejó llorar, y ella lloró durante un buen rato, su cuerpo se tensó y relajó hasta que él sintió que perdía fuerzas, notaba las manos pegajosas. Por fin la abrazó, apoyó el pecho contra el costado de Kate. La joven se cogió al abrigo con sus manos de dedos largos y sus cuerpos se sacudieron al unísono. Cuando pasó la crisis, Kate se sentó poco a poco, con el rostro lleno de manchas rojas.
Jack se apartó.
– Vete, Jack -dijo ella sin mirarle.
– Kate…
– ¡Vete! -El grito sonó frágil, derrotado. Kate se cubrió el rostro con las manos.
Él dio media vuelta y salió del apartamento. Mientras caminaba por la calle miró un momento hacia el edificio. La silueta de Kate se recortaba en la ventana, miraba hacia el exterior, pero no le miraba a él. Buscaba algo y Jack no sabía qué podía ser. Quizás ella tampoco lo sabía. Mientras miraba, ella se apartó de la ventana y al cabo de un instante se apagaron las luces de la casa.
Jack se secó los ojos y continuó su camino. Regresaba a casa después de vivir uno de los días más largos de su vida.
– ¡Maldita sea! ¿Cuánto tiempo? -Seth Frank estaba junto al coche. Todavía no eran ni las ocho de la mañana.
El joven agente del condado de Fairfax ignoraba la importancia del acontecimiento y se sorprendió ante el estallido del detective.
– La encontramos hace cosa de una hora; un tipo que corría vio el coche y dio el aviso.
Frank caminó alrededor del coche y espió el interior desde el costado del pasajero. El rostro mostraba una expresión de paz, muy distinta a la del último cadáver que había visto. La larga cabellera suelta caía sobre el asiento y rozaba el suelo. Wanda Broome parecía dormida.
Tres horas después terminaron las investigaciones de la escena del crimen. Encontraron cuatro pastillas en el asiento del coche. La autopsia confirmaría que Wanda Broome había muerto como consecuencia de una sobredosis de digitalina comprada con una receta a nombre de la madre pero que obviamente no había entregado. Llevaba muerta dos horas cuando encontraron el cadáver en un sendero de tierra medio oculto alrededor de un estanque a unos doce kilómetros de la mansión de los Sullivan, apenas pasado el límite del condado. La única otra prueba tangible estaba en la bolsa de plástico que Frank se llevaba a la jefatura después de recibir el permiso de la jurisdicción vecina. La nota estaba escrita en una hoja de papel arrancada de una libreta en espiral. La escritura era femenina, fluida y ornada. Las últimas palabras de Wanda habían sido una súplica de perdón desesperada. Un alarido de culpa en tres palabras.
«Lo siento tanto.»
Frank condujo rápidamente entre los árboles casi pelados y el pantano paralelo al sendero sinuoso. Había metido la pata hasta el cuello. ¿Cómo iba a imaginar que la mujer era una suicida en potencia? El historial de Wanda Broome la marcaba como una sobreviviente. Frank no podía menos que sentir pena por la mujer, pero también le enfurecía su estupidez. Él podría haberle conseguido un trato, ¡un trato de fábula! Entonces pensó que sus instintos habían acertado en una cosa. Wanda Broome había sido una persona muy leal. Había sido leal a Christine Sullivan y no podía vivir con la culpa de haber contribuido, aunque fuera sin ninguna intención, a su muerte. Una reacción comprensible si bien lamentable. Pero tras su desaparición, la mejor, y quizás única, oportunidad de Frank para pescar al culpable acababa de desaparecer.
El recuerdo de Wanda Broome pasó a segundo plano mientras se concentraba en cómo atrapar al hombre que ahora era el responsable de la muerte de dos mujeres.
– Maldita sea, Tarr, ¿era hoy? -Jack miró a su cliente sentado en la recepción de Patton, Shaw. El hombre parecía un pulpo en un garaje.
– A las diez y media. Ahora son las once y cuarto. ¿Significa que me corresponden cuarenta y cinco minutos gratis? Por cierto, tienes una pinta espantosa.
Jack se miró el traje arrugado y se pasó la mano por el pelo revuelto. El reloj interno todavía marcaba la hora de Ucrania, y la noche sin dormir no había ayudado a su aspecto.
– Créeme, la pinta no es nada comparado con cómo me siento.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Tarr se había vestido para la ocasión: los tejanos sin agujeros, y llevaba calcetines con las zapatillas de tenis. La chaqueta de pana era una reliquia de principios de los setenta, y el peinado era la maraña de rizos de siempre.
– Eh, si quieres lo dejamos para otro día, Jack. Yo entiendo de resacas.
– De ninguna manera cuando te has vestido de gala. Acompáñame. Sólo necesito comer algo. Te invitaré a comer y no te cobraré la consulta.
Lucinda, muy puesta y seria a la hora de mantener la imagen de la firma, respiró aliviada al verles marchar. Más de un socio de Patton, Shaw había cruzado la recepción con un gesto de espanto al ver a Tarr Crimson. Esta semana habría numerosos memorandos.
– Lo siento, Tarr. Estos días voy a toda pastilla. -Jack arrojó el abrigo sobre una silla y se sentó. Sobre la mesa había una pila de mensajes de un palmo de altura.
– He escuchado por ahí que estabas fuera del país. Espero que en algún lugar divertido.
– No lo era. ¿Qué tal van los negocios?
– Florecientes. Muy pronto podrás considerarme un cliente legítimo. Tus socios se sentirán mejor cuando me vean sentado en la recepción.
– Que les den por el culo, Tarr, tú pagas las facturas.
– Mejor ser un gran cliente que paga algunas de las facturas que no uno pequeño qué las paga todas.
– Nos tienes bien calados, ¿no? -Jack sonrió.
– Eh, tío, cuando ves un algoritmo, los has visto todos. Jack abrió la carpeta de Tarr y le echó una ojeada.
– Tendremos tu nueva corporación lista para mañana. Constitución de una sociedad en Delaware con calificación en el distrito. ¿Conecto?
Tarr asintió.
– ¿Cómo piensas capitalizarla?
– Tengo la lista de posibles. -Tarr sacó una hoja de papel-. Lo mismo que la última vez. ¿Tengo descuento en la tarifa? -Tarr sonrió. Le gustaba Jack, pero el negocio era el negocio.
– Sí, esta vez no pagarás el aprendizaje de un asociado demasiado caro y poco informado.
Los dos hombres sonrieron.
– Reduciré la factura al mínimo, Tarr, como siempre. Por cierto, ¿qué hará la nueva compañía?
– Tengo información sobre nuevas tecnologías en el campo de la vigilancia.
– ¿Vigilancia? -Jack le miró sorprendido-. Un poco apartado de tu campo habitual, ¿no?
– Eh, tienes que navegar con la corriente. La cosa está parada. Pero cuando se acaba un mercado, un buen empresario como yo busca nuevas oportunidades. En el sector privado la vigilancia siempre ha sido un buen negocio. Ahora lo último en el campo de la seguridad es el Gran Hermano.
– Resulta un tanto irónico para alguien que estuvo en las cárceles de todas las ciudades importantes del país durante los sesenta.
– Tío, aquellas causas eran magníficas. Pero todos nos hacemos grandes.
– ¿Cómo funciona?
– De dos maneras. Una, los satélites de órbita baja están conectados a las estaciones de rastreo de la policía. Los pájaros tienen asignados unos sectores de barrido. Ven un problema y envían una señal casi instantánea a la estación de rastreo con la información precisa del incidente. Para la poli es en tiempo real. El segundo método requiere instalar equipos de vigilancia de tipo militar, sensores y artefactos de seguimiento en lo alto de los postes de teléfonos, enterrados con sensores en la superficie o en las fachadas de los edificios. La ubicación exacta será secreta, pero estarían desplegados en las zonas con mayor delincuencia. Si algo va mal, los pájaros llaman a la caballería.
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