El detective repasó una vez más la lista de empleados de la residencia Sullivan, aunque ya se la sabía de memoria. Sólo estaba interesado en uno de ellos.
No conseguía apartar de su cabeza la declaración del representante de la compañía de seguridad. Era imposible descubrir con un ordenador portátil un código de cinco dígitos en la secuencia correcta que se generaba con las combinaciones de quince dígitos, máxime si se tenía en cuenta el poco tiempo disponible y la respuesta inmediata a cualquier fallo por parte del ordenador del sistema. Para hacerlo había que eliminar algunas de las posibilidades. Y eso ¿cómo se conseguía?
El examen del teclado mostraba que lo habían rociado con un producto químico -Frank no recordaba el nombre que le había dicho Simon- sólo visible en cada una de las teclas con luz fluorescente.
Frank se reclinó en la silla y se imaginó a Walter Sullivan -o al mayordomo, o al que le tocaba conectar la alarma- bajar al vestíbulo y marcar el código. El dedo apretaría las teclas correctas, las cinco, y la alarma quedaría conectada. La persona se iría, sin darse cuenta de que ahora llevaba restos de una sustancia química invisible al ojo, e inodora, en la punta del dedo. Y, lo que era más importante, sin apercibirse de que acababa de revelar los números del código secreto. Con una lámpara de luz fluorescente, los ladrones sabrían cuáles eran los números marcados porque la sustancia química aparecía emborronada en las teclas. Con esa información el ordenador podía dar la secuencia correcta, según el empleado de la empresa, en el tiempo asignado, ya que se habían eliminado el 99,9 por ciento de las combinaciones posibles.
Aclarado esto, la pregunta seguía siendo la misma: ¿quién había rociado la sustancia? Al principio, Frank había pensado que Rogers, o como se llamara en realidad, podía haberlo hecho mientras estaba en la casa, pero los hechos demostraban que no era posible. Primero, en la casa siempre había gente; un extraño rondando el panel de la alarma habría despertado sospechas incluso al más despistado. Segundo, el vestíbulo era grande, abierto y el lugar menos íntimo de la casa. Y tercero, la aplicación habría llevado algún tiempo y cuidado. Rogers no podía permitirse ninguna de las dos cosas. La más mínima sospecha, la mirada más pasajera y el plan se habría desmoronado. La persona que había planeado esto no era de las que corrían esos riesgos. Rogers no lo había hecho. Frank estaba muy seguro de saber quién era.
A primera vista, la mujer se veía tan delgada que daba la impresión de demacrada quizá debido a una enfermedad. Pero después, el color saludable de las mejillas, los huesos finos y la gracia de los movimientos indicaban que pese a la delgadez gozaba de buena salud.
– Por favor, siéntese, señora Broome. Le agradezco que haya venido.
La mujer asintió y se sentó en una de las sillas. Llevaba una falda floreada a media pierna. Un collar de una sola hilera de perlas falsas le rodeaba el cuello. El pelo recogido en un moño; algunas hebras sobre la frente comenzaban a encanecer. Por la tersura de la piel y la ausencia de arrugas, Frank hubiese dicho que tenía unos treinta y nueve años. En realidad tenía unos cuantos más.
– Creía que ya había acabado conmigo, señor Frank.
– Por favor, llámeme Seth. ¿Fuma?
Ella meneó la cabeza negativamente.
– Se me quedaron en el tintero algunas preguntas, nada importante, pura rutina. Usted no es la única. Tengo entendido que deja el trabajo con el señor Sullivan, ¿es cierto?
La mujer tragó saliva, bajó la mirada y después miró otra vez a Frank.
– Tenía una cierta amistad con la señora Sullivan. Ahora es difícil, ya sabe… -Le falló la voz.
– Ya lo creo, sé cómo son esas cosas. Fue algo terrible. -Frank hizo una pausa-. ¿Cuánto tiempo lleva con los Sullivan?
– Poco más de un año.
– Hace la limpieza ¿y…?
– Ayudo en la limpieza. Somos cuatro, Sally, Rebeca y yo. KarenTaylor se encarga de la cocina. Yo también me encargaba de las cosas de la señora Sullivan. Las ropas y todo lo demás. Era una especie de asistenta. El señor Sullivan tiene su propio asistente, Richard.
– ¿Le apetece un café?
Frank no esperó la respuesta. Se levantó y abrió la puerta de la sala de interrogatorios.
– Eh, Molly, ¿puedes traerme un par de cafés? -Se volvió hacia la señora Broome-. ¿Solo o con leche?
– Solo.
– Que sean dos solos, Molly, gracias.
Cerró la puerta y volvió a su silla.
– Hace frío aquí adentro. No consigo entrar en calor. -Tocó la pared desnuda-. Los ladrillos de cemento siempre dan frío. ¿Qué me decía de la señora Sullivan?
– Era muy buena conmigo. Me refiero a que me comentaba cosas. Ella no era… no era, ya sabe, de esa clase de personas, quiero decir la clase alta. Fue al mismo instituto que yo aquí, en Middleton.
– Y supongo que no se llevaban muchos años.
El comentario provocó la sonrisa de Wanda Broome y en un gesto inconsciente levantó una mano para arreglar un mechón de pelo invisible.
– Más de lo que me gustaría admitir.
Se abrió la puerta y les sirvieron el café caliente y recién hecho. Frank no mentía sobre el frío.
– No me atrevería a decir que ella encajaba del todo con esa clase de gente, pero sabía cómo comportarse. No aceptaba tonterías de nadie, si sabe lo que quiero decir.
Frank tenía sus razones para creer que era verdad. Por lo que sabía la difunta señora Sullivan había sido una golfa en muchos aspectos.
– ¿Cómo calificaría las relaciones entre los Sullivan: buenas, malas o normales?
– Muy buenas -respondió la mujer sin vacilar-. Sé lo que la gente piensa de las diferencias de edad y todas esas cosas, pero ella era muy buena con él, y él le correspondía. Se lo juro. Él la quería, eso lo sé de seguro. Quizá más como un padre quiere a su hija, pero era amor.
– ¿Y ella a él? -preguntó Frank. Esta vez fue evidente el titubeo de Wanda al escuchar la pregunta.
– Debe tener presente que Christy Sullivan era un mujer muy joven, quizá más joven en muchos sentidos que otras mujeres de su edad. El señor Sullivan le abrió un mundo totalmente nuevo y… -Se interrumpió, sin saber cómo continuar.
– ¿Qué me dice de la caja fuerte en el dormitorio? -Frank cambió de tema-. ¿Quién lo sabía?
– Yo no. Desde luego que no. Supongo que el señor y la señora Sullivan lo sabían. Quizás el criado del señor Sullivan, Richard, estaba enterado. Pero no lo sé a ciencia cierta.
– ¿Así que Christine Sullivan o el marido nunca le mencionaron que había una caja fuerte detrás del espejo?
– Dios mío, no. Yo era amiga de ella, pero no dejaba de ser una empleada. Sólo llevaba con ellos un año. El señor Sullivan nunca habló conmigo. Me refiero a que no es el tipo de cosas que le diría a alguien como yo, ¿no le parece?
– No, supongo que no. -Frank estaba seguro de que mentía, pero no tenía ninguna prueba. Christine Sullivan era la clase de persona a la que le gusta exhibir su riqueza ante alguien con quien pudiera identificarse, aunque sólo fuera para mostrar lo mucho que había progresado en el mundo.
– ¿Por lo tanto, tampoco sabía que se podía mirar a través del espejo hacia el dormitorio?
Esta vez la mujer se quedó boquiabierta. Frank vio el rubor debajo de la fina capa de maquillaje.
– Wanda, ¿puedo llamarle Wanda? ¿Wanda, comprende, no, que el sistema de alarma de la casa fue desactivado por la persona que entró? Fue desactivado utilizando el código correcto. Ahora bien, ¿quién conectaba la alarma?
– Lo hacía Richard -replicó-. Algunas veces, el señor Sullivan.
– Entonces, ¿todos los ocupantes de la casa conocían el código?
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