– ¿Quién coño es usted?
– Qué más da. -Collin abrió un estuche sujeto al cinto y sacó un silenciador que se apresuró a atornillar en el cañón de la pistola.
Jack observó la pistola que le apuntaba al pecho. Recordó el momento en que sacaban las camillas con los cadáveres de Lord y la mujer. Su turno le llegaría en el periódico de mañana. Jack Graham y un mendigo. Otras dos camillas. Desde luego lo arreglarían para que Jack apareciera como asesino del mendigo. Jack Graham, de socio de Patton, Shaw a asesino múltiple muerto.
– A mí me importa.
– ¿Y a mí qué? -Collin avanzó empuñando el arma con las dos manos.
– ¡Coño, tenga! -Jack lanzó la caja contra la cabeza de Collin en el momento que apretaba el gatillo. La bala destrozó una esquina de la caja, y se incrustó en la pared. En el mismo instante, Jack dio un salto adelante y chocó contra el pistolero. Collin era puro músculo y hueso pero también lo era Jack. Además tenían casi el mismo tamaño. Jack sintió cómo el aire escapaba de los pulmones de Collin cuando su hombro golpeó contra el diafragma. Instintivamente, los movimientos de la lucha libre volvieron a sus miembros. Jack levantó y después estrelló el cuerpo del agente contra el suelo de ladrillo. Cuando Collin consiguió levantarse, Jack ya había desaparecido a la vuelta de la esquina.
Collin recogió la pistola y la caja. Se detuvo a descansar un instante porque tenía náuseas. Le dolía la cabeza del golpe contra el suelo. Se arrodilló hasta recuperar el equilibro. Jack estaba fuera de su alcance pero él tenía lo que buscaba. Por fin lo tenía. Apretó la caja con fuerza.
Jack pasó como una exhalación junto a la taquilla, saltó los molinetes, bajó la escalera y atravesó el andén. No se daba cuenta de las miradas de la gente. Se le había caído la capucha. Su rostro era visible. Alguien gritó a su paso. El tipo de la taquilla. Pero Jack continuó corriendo y salió de la estación por la boca de la calle 17. No creía que el hombre estuviera solo. Y lo que menos le interesaba era que alguien le siguiera. Sin embargo, dudaba que tuvieran cubiertas las dos salidas. Quizás habían dado por hecho que no saldría vivo de la estación. Le dolía el hombro del choque y el aire frío le quemaba en los pulmones. Estaba a dos manzanas de la estación cuando dejó de correr. Se ajustó el abrigo. Y entonces se dio cuenta. Se miró las manos vacías. ¡La caja! Se había dejado la caja. Se apoyó contra la ventana de un McDonald’s cerrado.
Vio que se acercaba un coche. Caminó deprisa y dobló la esquina. Unos minutos más tarde se subió a un autobús, sin preocuparse en averiguar dónde iba.
El coche dobló en la calle L y siguió por la 19. Seth Frank fue hasta Eye y allí giró para tomar la 18. Aparcó en la esquina delante de la boca del metro, salió del coche y fue hasta la escalera mecánica.
Al otro lado de la calle, Bill Burton montaba guardia oculto detrás de una montaña de escombros, basuras y alambres inservibles, correspondientes a la demolición de un edificio. Maldijo por lo bajo al ver al detective, apagó el cigarrillo y sin perder ni un segundo fue tras él.
En cuanto salió de la escalera, Frank echó una ojeada al vestíbulo y miró la hora. No había llegado tan temprano como pensaba. Se fijó en un montón de basura acumulada contra la pared. Entonces advirtió que en la taquilla no había nadie. Tampoco se veía a ningún viajero. Todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. El radar de peligro de Frank se encendió en el acto. Con un movimiento automático desenfundó su arma. Sus oídos acababan de captar un sonido ala derecha. Avanzó a paso rápido por el pasillo lejos de los torniquetes. Fue a dar a un túnel en penumbra. Al principio no vio nada. Después, a medida que sus ojos se acomodaban a la falta de luz vio dos cosas. Una se movía, la otra no.
Frank miró, mientras el hombre se erguía lentamente. No era Jack. El tipo vestía de uniforme, llevaba un arma en una mano y una caja en la otra. El detective acercó el dedo al gatillo sin perder de vista el arma del desconocido. Frank avanzó con cautela. Llevaba años sin hacer esto. La imagen de su esposa y sus tres hijas apareció en sumente hasta que consiguió borrarla. Necesitaba el máximo de concentración.
Por fin llegó a la distancia adecuada. Rogó para que la respiración agitada no le traicionara. Apuntó a la espalda del hombre. -¡Quieto! Soy agente de policía.
El hombre se quedó inmóvil.
– Ponga el arma en el suelo, por la culata. No quiero ver su dedo cerca del gatillo. Si lo veo le volaré la cabeza. ¡Hágalo! ¡Ya!
El arma bajó hacia el suelo poco a poco. Frank vigiló la bajada, centímetro a centímetro. Entonces su visión se volvió borrosa. Le pareció que le estallaba la cabeza, se tambaleó y luego se desplomó.
Al oír el ruido, Collin se dio la vuelta. Vio a Bill Burton que sujetaba la pistola por el cañón. Miró a Frank.
– Vamos, Tim.
Collin se levantó con las piernas flojas, miró al detective y acercó la pistola a la cabeza de Frank. Burton le apartó la mano.
– Es un poli. No matamos polis. Ya no mataremos a nadie más, Tim. -Burton miró a su colega. Le invadió una fuerte inquietud al ver la facilidad con que el joven agente se había convertido en un asesino despiadado.
Collin se encogió de hombros y guardó el arma.
Burton cogió la caja, miró al detective y después el cadáver del mendigo. Miró a su socio y sacudió la cabeza en un gesto de desdén mientras le dirigía una mirada de reproche.
Seth Frank recuperó el conocimiento al cabo de unos minutos, soltó un gemido, intentó levantarse y volvió a desmayarse.
Kate se había acostado pero le resultaba imposible conciliar el sueño. Por el techo del dormitorio desfilaban una serie de imágenes a cual más terrorífica. Miró el reloj despertador. Las tres de la madrugada. Por el hueco de las persianas entreabiertas veía la oscuridad exterior. La lluvia golpeaba contra el cristal. El ruido, en otras ocasiones tranquilizador, ahora sólo aumentaba su dolor de cabeza.
No se movió cuando sonó el teléfono. Sentía los miembros tan pesados que no se veía con ánimo de moverlos, como si se hubieran quedado sin sangre. Por un instante pensó que había sufrido un infarto. Por fin, al quinto timbrazo, levantó el auricular.
– ¿Sí? -Le temblaba la voz, no tenía voluntad ni para hablar. -Kate, necesito ayuda.
Cuatro horas más tarde estaban sentados en el salón del pequeño local de comidas en Founder’s Park, el lugar de su primer encuentro después de muchos años de separación. El tiempo había empeorado. La nevada era tan fuerte que casi no circulaban coches y caminar era un aventura de locos.
Kate miró a Jack. Se había quitado la capucha, pero la gorra de lana, la barba de varios días y las gafas con unos cristales gruesos como culo de botella desfiguraban tanto sus facciones que Kate le miró dos veces antes de reconocerlo.
– ¿Estás segura de que nadie te siguió? -preguntó Jack, ansioso.
El vapor de la taza de café molestaba la visión de Kate, pero así y todo ella veía la tensión en el rostro del hombre. Tenía los nervios a flor de piel.
– Hice lo que me dijiste. El metro, dos taxis y el autobús. Si alguien me siguió con este tiempo, es que no es humano.
– Por lo que he visto es probable que no lo sean -contestó Jack que dejó la taza de café después de beber un trago.
No había mencionado el nombre del punto de encuentro en la llamada. Daba por hecho que ellos lo escuchaban todo, que vigilaban a cualquiera relacionado con él. Sólo había mencionado el lugar de costumbre, en la confianza de que Kate le entendería, y ella le había entendido. Jack miró a través de la ventana. Cada peatón era una amenaza. Le deslizó un ejemplar del Post . La primera plana lo explicaba todo. Jack había temblado de furia cuando la leyó.
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