David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Kate vaciló. Le costó vencer la curiosidad pero cerró el paquete.

– ¿Le dijo alguna otra cosa? ¿Sabía quién mató a Christine Sullivan?

– Lo sabía.

– ¿Pero no le dijo quién? -Kate miró a la anciana, que sacudió la cabeza con mucho vigor.

– Sin embargo me dijo una cosa.

– ¿Qué le dijo?

– Que si me decía quién lo había hecho no le creería.

Kate volvió a sentarse y pensó a toda máquina.

– ¿Qué quiso decir con eso?

– A mí me sorprendió mucho, se lo juro.

– ¿Por qué? ¿Por qué se sorprendió?

– Porque Luther era el hombre más sincero que he conocido. Cualquier cosa que me hubiera dicho la habría creído. Para mí todo lo que me decía iba a misa.

– Por lo tanto, la persona que vio debió ser alguien tan por encima de toda sospecha que incluso a usted le hubiera parecido increíble.

– Así es. Eso es lo que pensé.

– Muchas gracias, señora Broome. -Kate se levantó.

– Por favor, llámeme Edwina. Es un nombre curioso pero es el único que tengo.

– Después de que acabe todo esto, Edwina, me gustaría volver a visitarla si no le importa. Hablar un poco más de las cosas.

– Estaré encantada. Ser vieja tiene cosas buenas y malas. Ser vieja y estar sola es muy malo.

Kate se puso el abrigo y caminó hacia la puerta. Guardó el paquete en el bolso.

– Eso facilitará la búsqueda, ¿no le parece, Kate?

– ¿Qué? -preguntó Kate.

– Buscar a alguien tan inverosímil. Que yo sepa no abundan mucho esa clase de personajes.

El guardia de seguridad del hospital era alto, corpulento y ahora estaba rojo de vergüenza.

– No sé cómo pasó. Dejé la vigilancia durante dos, tres minutos como máximo.

– No tendría que haberse ausentado del puesto ni por un segundo, Monroe. -El supervisor, un tipo pequeñajo, se encaró con Monroe y el gigantón sudaba.

– Ya se lo dije, la señora me pidió que la ayudara con la bolsa, y yo la ayudé.

– ¿Qué señora?

– Se lo dije, una señora. Joven, bonita, bien vestida. -El supervisor le volvió la espalda, enfadado. No podía saber que la señora en cuestión era Kate Whitney, y que ella y Seth Frank estaban ya a cinco manzanas de distancia en el coche de Kate.

– ¿Le duele? -Kate le miró sin mucha compasión en las facciones o en la voz.

– ¿Lo dice en serio? -Se tocó con cuidado el vendaje de la cabeza-. Mi hija de seis años pega más fuerte. -Buscó algo con la mirada en el interior del coche-. ¿Tiene cigarrillos? ¿Desde cuándo no dejan fumar en los hospitales?

Kate buscó en el bolso y le ofreció un paquete abierto. El teniente cogió uno, lo encendió y después la miró entre una nube de humo.

– Por cierto, muy buena su actuación con el guardia. Tendría que trabajar en el cine.

– ¡Estupendo! Estoy dispuesta a un cambio de carrera. -¿Cómo está nuestro muchacho?

– A salvo. Por ahora. Intentemos que siga así. -Giró en la esquina siguiente y miró con dureza al detective.

– Verá, no entraba dentro del plan permitir que a su viejo se lo cargaran delante mío.

– Lo mismo me dijo Jack.

– ¿Pero usted no se lo cree?

– ¿Qué más da lo que yo crea?

– Para mí es importante, Kate.

Kate frenó al ver el semáforo en rojo.

– Está bien. Se lo explicaré de otra manera. Poco a poco me voy haciendo a la idea de que usted no quería que ocurriera. ¿Le parece bien?

– No, pero me conformaré por ahora.

Jack dobló en la esquina e intentó relajarse. El último frente de tormenta se había alejado, pero aunque ya no nevaba ni llovía, la temperatura rozaba el bajo cero y el viento soplaba con saña. Se echó el aliento sobre los dedos ateridos y se frotó los ojos hinchados por la falta de sueño. Entre los edificios vio la luna en cuarto creciente. Echó una ojeada al lugar. El edificio al otro lado de la calle estaba desierto. El local delante del cual se encontraba había cerrado las puertas hacía mucho tiempo. Salvo algún que otro transeúnte dispuesto a enfrentarse con la inclemencia del viento, Jack estuvo solo la mayor parte del tiempo. Por fin, se refugió en el portal del edificio.

A tres manzanas de distancia, un taxi destartalado se arrimó al bordillo, se abrió la puerta de atrás y un par de zapatos de tacón bajo pisó la acera de cemento. El taxi arrancó sin perder un segundo y, al cabo de un momento, la calle volvió a estar desierta. Kate se ciñó el abrigo mientras caminaba a paso rápido. En el momento que llegaba a la segunda manzana, un coche, con las luces apagadas, dobló la es-quina y la siguió. Kate, ensimismada en sus pensamientos, no miró atrás.

Jack le vio aparecer en la esquina. Miró en todas las direcciones antes de moverse, un hábito que acababa de adquirir y que esperaba abandonar cuanto antes. Fue a su encuentro a paso ligero. La calle estaba en silencio. Ninguno de los dos vio asomar el morro del coche por la esquina. En el interior, el hombre enfocó a la pareja con el aparato de visión nocturna que el catálogo de venta por correo anunciaba como el último invento de la tecnología soviética. Los ex comunistas no tenían idea de cómo dirigir una sociedad democrática y capitalista, pero eso no les impedía fabricar productos militares de primera calidad.

– Caray, estás helado. ¿Cuánto tiempo llevas esperando? -preguntó Kate que se estremeció al tocarle la mano.

– Mucho. Me ahogaba en la habitación del motel. Tenía que salir. Voy a ser un preso terrible. ¿Y bien?

Kate abrió el bolso. Había llamado a Jack desde un teléfono público. No le había dicho qué tenía, sólo que tenía algo. Jack compartía la opinión de Edwina Broome. Él asumiría todos los riesgos. Kate ya había hecho más que suficiente.

Jack cogió el paquete. No era difícil adivinar el contenido. Fotografías.

«Gracias, Luther. No me has desilusionado.»

– ¿Estás bien? -Jack miró a la joven.

– Sí.

– ¿Dónde está Seth?

– Por ahí. Me llevará a casa.

Intercambiaron una mirada. Jack era consciente de que Kate debía irse, quizás abandonar el país durante un tiempo, hasta que el asunto estuviera aclarado o a él le mandaran a la cárcel por asesinato. Si ocurría esto último, entonces las intenciones de Kate de empezar de nuevo en otra parte eran un buen plan.

Él no quería que se marchara.

– Muchas gracias. -Las palabras le parecieron poco adecuadas, como si ella acabara de traerle la comida, o la ropa de la lavandería.

– Jack, ¿qué piensas hacer ahora?

– Todavía no lo tengo resuelto. Ya lo decidiré. Sin embargo, no pienso rendirme sin pelear.

– Sí, pero ni siquiera sabes contra quién peleas. No es justo.

– ¿Quién dijo que debía ser justo?

Jack sonrió mientras miraba volar las hojas de un periódico arrastradas por el viento.

– Es hora de que te vayas. Este no es un lugar seguro.

– Tengo mi aerosol de defensa personal.

– Buena chica.

Kate se dio le vuelta para marcharse, pero después le cogió brazo.

– Jack, por favor, ten cuidado.

– Siempre tengo cuidado. Esto es pan comido.

– Jack, no bromeo.

– Lo sé. Te prometo que seré el hombre más precavido del mundo -afirmó Jack. Avanzó un paso y se quitó la capucha.

Las gafas de visión nocturna se fijaron en las facciones de Jack. Unas manos temblorosas buscaron el teléfono móvil.

La pareja se abrazó. Jack deseaba besarla pero, dadas las circunstancias, se conformó con rozarle el cuello con los labios. En cuanto se separaron, Kate sintió las lágrimas en sus ojos. Jack se alejó a paso rápido.

Kate se fue por donde había venido sin ver el coche hasta que el vehículo cruzó la calle y frenó con las ruedas sobre el bordillo. Retrocedió al ver que la puerta del conductor se abría violentamente. En el fondo sonaban una multitud de sirenas cada vez más cercanas. Venían a por Jack. En un gesto instintivo miró atrás. Había desaparecido. Cuando se dio la vuelta, se encontró con un hombre que contemplaba con aires de triunfo.

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