David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Mientras salía del despacho, parte de él deseó que ocurriera esto último.

Seth Frank esperaba impaciente en su oficina, sin apartar la mirada del reloj. En el momento que el segundero pasaba las doce sonó el teléfono.

Jack estaba en una cabina. Dio gracias a Dios porque en el interior hiciera tanto frío como afuera. El grueso anorak que había comprado al salir del hotel encajaba a la perfección con la multitud. Sin embargo, no conseguía librarse de la sensación de que todo el mundo le miraba.

Frank atendió la llamada, y en el acto oyó el ruido de fondo.

– ¿Dónde coño está? Le dije que no saliera de donde se hallaba. Jack no respondió.

– ¿Jack?

– Oiga, Seth, no me gusta quedarme sentado a esperar que me maten. Tampoco estoy en una situación como para confiar a fondo en nadie. ¿Entendido?

Frank abrió la boca para protestar, pero después se echó atrás. El tipo tenía más razón que un santo.

– Muy justo. ¿Quiere saber cómo hicieron el montaje?

– Le escucho.

– Había un vaso en la mesa. Al parecer, usted se había servido algo de beber. ¿Lo recuerda?

– Sí, una gaseosa, ¿y qué?

– Si no me equivoco el que le perseguía se tropezó con Lord y la mujer tal como usted dijo y tuvo que matarles. Usted se escapó. Sabían que en el vídeo del garaje aparecería saliendo del edificio más o menos a la hora de la muerte de ambos. Levantaron las huellas del vaso y las transfirieron al arma.

– ¿Se puede hacer?

– Claro que se puede, si se sabe cómo hacerlo y se tiene el equipo necesario, algo que probablemente encontraron en la sala de mantenimiento de la firma. Si tuviéramos el vaso podríamos demostrar que fue un falsificación. De la misma manera que las huellas dactilares de una persona son irrepetibles, sus huellas en el arma no pueden coincidir en todos los detalles con las del vaso. La presión aplicada y todo lo demás.

– ¿Los polis de Washington aceptarían la explicación?

– Yo no contaría con eso, Jack. Yo no lo haría. Lo único que quieren es cogerle. Dejarán que otras personas se preocupen de todo lo demás.

– Estupendo. Entonces, ¿qué?

– Vamos por orden. En primer lugar, ¿por qué le buscaban? Jack estuvo a punto de darse bofetadas por tonto. Miró la caja. -Recibí un envío especial de una persona. Edwina Broome. Es algo que seguramente despertará su entusiasmo cuando lo vea.

Seth se levantó con el deseo de poder tender la mano a través del teléfono y cogerlo.

– ¿Qué es?

Jack se lo dijo.

Sangre y huellas digitales. Simon se lo pasaría en grande.

– Me encontraré con usted dónde y a la hora que sea.

Jack pensó de prisa. Resultaba irónico, los lugares públicos parecían más peligrosos que los privados.

– ¿Qué le parece la estación del metro de Farragut West, en la boca de la calle 18, alrededor de las once de esta noche?

– Allí estaré -prometió Frank, mientras anotaba la dirección y la hora.

Jack colgó el teléfono. Iría a la estación del metro antes de la hora señalada. Sólo por si acaso. Si veía algo mínimamente sospechoso pasaría a la clandestinidad hasta donde pudiera. Contó el dinero que le quedaba. Cada vez menos. No podía utilizar las tarjetas de crédito. Se arriesgaría con los cajeros automáticos. Conseguiría algunos cientos de dólares. Serían suficientes, al menos por un tiempo.

Salió de la cabina, miró la muchedumbre. Era la típica multitud de Union Station. Nadie demostró el menor interés en él. Jack se estremeció. Una pareja de policías caminaba en su dirección. Entró una vez más en la cabina y esperó hasta verles pasar.

Compró hamburguesas y patatas fritas en uno de los bares del vestíbulo y después cogió un taxi. Comió mientras el taxi le llevaba a través de la ciudad. Aprovechó el respiro para pensar en sus opciones. Una vez entregado el abrecartas a Frank, ¿se acabarían los problemas? Al parecer, las huellas y la sangre corresponderían con las de la persona que había estado aquella noche en casa de los Sullivan. Entonces la mente de abogado defensor de Jack entró en juego. Desde ese punto de vista comprendió que había unos cuantos obstáculos casi insalvables para llegar a una decisión tan diáfana. Primero, las pruebas físicas podían ser no concluyentes. Quizá no podrían identificarlas porque el adn y las huellas dactilares de la persona no estaban en los archivos. Jack recordó una vez más la expresión de Luther la noche aquella en el Mall. Era alguien importante, alguien que la gente conocía. Aquí tenía otro obstáculo. Si acusaba a una persona así, más le valía tener pruebas concluyentes o el caso nunca vería la luz pública.

Segundo, se enfrentaban a un grave problema de custodia gigantesco. ¿Podían probar que el abrecartas provenía de la casa de los Sullivan? Sullivan estaba muerto; el personal quizá no podría jurar que era el mismo. Christine Sullivan lo había tocado. Tal vez el asesino lo había tenido en su poder durante un breve período. Luther lo había guardado durante un par de meses. Ahora lo tenía Jack y, con un poco de suerte, se lo entregaría al detective. Por fin cayó en la cuenta.

El valor del abrecartas como prueba era nulo. Incluso si encontraban a la persona, cualquier abogado defensor competente demostraría que no tenía ningún valor. Ni siquiera podrían conseguir una orden de acusación basada en la prueba. La evidencia contaminada no servía como prueba.

Dejó de comer de repente y se reclinó en el sucio asiento de vinilo.

¡Pero coño! ¡Habían intentado recuperarlo! Habían matado para hacerse con el objeto. Estaban dispuestos a asesinar a Jack para recuperarlo. Para ellos era muy importante, como si se jugaran la vida. Así que aparte de la importancia legal, tenía un valor. Y algo valioso podía ser aprovechado. Quizá le quedaba una oportunidad.

Eran las diez cuando Jack bajó por la escalera de la estación del metro de Farragut West. La estación, que formaba parte de las líneas naranja y azul del metro de Washington, era un lugar muy concurrido debido a su cercanía con la zona del centro donde funcionaban miles de oficinas. Sin embargo, a las diez de la noche, se veía casi desierta.

Jack salió de la escalera mecánica y echó una ojeada. Las estaciones del metro eran grandes túneles con los techos abovedados y suelos de ladrillos hexagonales. Un ancho pasillo con una de las paredes cubierta con carteles de cigarrillos, y la otra con máquinas expendedoras de tarjetas y billetes, conducía hasta la taquilla en el centro del vestíbulo, con los torniquetes a cada lado. Junto a las cabinas de teléfonos había un enorme plano del metro con los horarios de los trenes y el precio de los billetes.

En el interior de la taquilla, un empleado aburrido se balanceaba en la silla. Jack observó el lugar y después miró la hora en el reloj colocado encima de la taquilla. Volvió a mirar hacia la escalera y se quedó inmóvil al ver a un agente de policía. Jack se obligó a actuar con naturalidad y caminó sin separarse mucho de la pared hasta las cabinas de teléfonos. Entró en la primera. Se apretó contra el teléfono, oculto tras el plástico azul. Se arriesgó a espiar. El agente se acercó a las máquinas, saludó al taquillero con un ademán y contempló el vestíbulo. Jack volvió a ocultarse. Esperaría. El agente no tardaría en marcharse; tenía que hacerlo.

Pasó el tiempo. Una voz fuerte interrumpió los pensamientos de Jack. Asomó la cabeza. Un mendigo bajaba por la escalera. Vestido con harapos, llevaba un manta enrollada sobre el hombro. La barba y el pelo sucios y despeinados. El rostro curtido y tenso. Afuera hacía frío. El calor de las estaciones de metro era un paraíso para los indigentes hasta que los echaban. Los portones de hierro eran para impedir la entrada a personas como él.

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