Elizabeth Kostova - La Historiadora

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Durante años, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesión que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenzó con la extraña desaparición del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorrió antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto más se acercaba a Rossi, más se aproximaba también a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que aún hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al oído.

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– Ministerio de Cultura -dijo con frialdad-. Tengo entendido que carece de un acuerdo de intercambio con el Gobierno turco para examinar esos materiales. ¿Es eso cierto?

– Por supuesto que no.

Le mostré una carta de la Biblioteca Nacional, la cual me autorizaba a investigar en cualquiera de sus dependencias de Estambul.

– No es suficiente -replicó el hombre, y tiró sobre la mesa mis papeles- Lo mejor será que me acompañe.

– ¿Adónde?

Me levanté, pues me sentía más seguro de pie, y confié en que no lo tomara como un gesto de obediencia.

– A la policía si es necesario.

– Esto es indignante. -Había aprendido que, en caso de duda burocrática, era

conveniente alzar la voz-. Estoy preparando un doctorado por la Universidad de Oxford, y soy ciudadano del Reino Unido. Me presenté en la universidad el día que llegué y recibí

esta carta como prueba de mi situación. No permitiré que la policía me interrogue…, ni tampoco usted.

– Entiendo.

Sonrió de una forma que me provocó un nudo en el estómago. Había leído algo sobre las cárceles turcas y sus ocasionales presos occidentales, y mi situación se me antojó precaria, aunque no entendía en qué clase de problema podía haberme metido. Confiaba en que alguno de los aburridos bibliotecarios me oiría y vendría a silenciarnos. Entonces comprendí que ellos habrían sido los responsables de admitir a este personaje, con su tarjeta intimidatoria, en mi presencia. Tal vez sí que era alguien importante. Se inclinó hacia delante.

– Déjeme ver lo que está haciendo aquí. Apártese, por favor.

Obedecí a regañadientes y el hombre se inclinó sobre mi mesa, cerró de golpe mis diccionarios para leer la cubierta, siempre con aquella sonrisa inquietante. Era una presencia enorme al otro lado de la mesa, y percibí que olía de una forma rara, como una colonia usada sin demasiado éxito para disimular algo desagradable. Por fin, cogió el mapa en el que yo había estado trabajando, con manos de pronto delicadas, y lo sostuvo casi con ternura. Dio la impresión de que no necesitaba examinarlo mucho rato para saber lo que era, aunque yo pensé que se estaba echando un farol.

– Esto es su material de archivo, ¿verdad?

– Sí -dije irritado.

– Se trata de una posesión muy valiosa del Estado turco. No creo que usted lo necesite para propósitos relacionados con países extranjeros. Y este pedazo de papel, este pequeño mapa, ¿lo ha traído desde su universidad inglesa hasta Estambul?

Pensé en contestar que también tenía otros asuntos, para despistarle, pero comprendí que eso podría prolongar el interrogatorio.

– Sí, por decirlo así.

– ¿Por decirlo así? -preguntó, más apaciguado-. Bien, creo que lo vamos a confiscar temporalmente. Qué deshonra para un investigador extranjero.

Me hervía la sangre, tan cerca estaba de la solución, y agradecí el hecho de no haberme traído mis copias de los antiguos mapas de los Cárpatos, que quería empezar a comparar con este mapa al día siguiente. Estaban escondidos en mi maleta, en la habitación del hotel.

– No tiene el menor derecho a confiscar material que me han autorizado a estudiar -dije con los dientes apretados-. Denunciaré este caso de inmediato a la biblioteca de la universidad, y a la embajada británica. De todos modos, ¿por qué se opone a que estudie estos documentos? Son fragmentos oscuros de historia medieval. Estoy seguro de que no tienen nada que ver con los intereses del Gobierno turco.

El burócrata miraba a lo lejos, como si las agujas de Santa Sofía presentaran un interesante ángulo nuevo que nunca hubiera tenido ocasión de ver.

– Es por su bien -dijo en tono desapasionado-. Sería mucho mejor dejar que otro trabajara en eso. En otro momento.

Se quedó inmóvil, con la cabeza vuelta hacia la ventana, casi como si quisiera que siguiera su mirada. Experimenté la sensación infantil de que no debía hacerlo, porque podía ser una añagaza, de modo que le miré a él, a la espera. Y entonces vi, como si el desconocido hubiera deseado que la luz aceitosa del día cayera sobre él, su cuello. A un lado, en la carne más profunda de una garganta musculosa, había dos marcas de pinchazos con restos de costras de color parduzco, no recientes pero no totalmente curados, como si dos espinas gemelas le hubieran atravesado, o bien hubieran sido ocasionados por la punta de un cuchillo afilado.

Me alejé de la mesa, y pensé que había perdido la razón por culpa de mis morbosas lecturas, que me había desequilibrado. Pero la luz del día era muy normal, el hombre del traje oscuro parecía muy real, incluso con el olor debido a falta de higiene y sudor, y algo más debajo de su colonia. Nada desapareció o cambió. No podía apartar mis ojos de aquellas dos pequeñas heridas. Al cabo de unos segundos se volvió, como satisfecho de lo que había visto (o yo había visto), y sonrió de nuevo.

– Por su bien, profesor.

Le vi salir de la sala con el mapa enrollado en la mano, falto de palabras, y escuché sus pasos que se alejaban escaleras abajo. Pocos minutos después apareció un anciano bibliotecario de espeso cabello gris, cargado con dos infolios antiguos, que empezó a guardar en un estante cercano al suelo.

– Perdone -le dije, casi sin voz-. Perdone, pero ha sido indignante. -Me miró

perplejo-. ¿Quién era ese hombre? El burócrata.

– ¿El burócrata?

El bibliotecario repitió mi palabra, vacilante.

– Deben facilitarme enseguida un escrito oficial sobre mi derecho a trabajar en este archivo.

– Pero usted tiene todo el derecho a trabajar aquí -dijo el anciano en tono tranquilizador-. Yo mismo le registré.

– Lo sé, lo sé. Alcáncele y oblíguele a devolverme el mapa.

– ¿A quién he de alcanzar?

– Al hombre del ministerio de… El hombre que acaba de subir. ¿No le dejó entrar usted?

El bibliotecario me miró con curiosidad.

– ¿Alguien acaba de entrar? No ha venido nadie desde hace tres horas. Estoy en la entrada. Por desgracia, poca gente viene a investigar.

– El hombre… -dije, y enmudecí. Me vi de repente como un extranjero demente y gesticulante-. Se llevó mi mapa. Me refiero al mapa del archivo.

– ¿Qué mapa, Herr profesor?

– Estaba trabajando con un mapa. Esta mañana firmé cuando me lo entregaron, en recepción.

– ¿No será ese mapa?

El hombre indicó mi mesa. En el centro había un mapa de carreteras de los Balcanes que no había visto en mi vida. No estaba allí cinco minutos antes, de eso estaba seguro. El bibliotecario estaba guardando su segundo infolio.

– Da igual.

Recogí mis libros con la mayor celeridad posible y me fui de la biblioteca. No vi ni rastro del burócrata en la bulliciosa calle llena de tráfico, aunque varios hombres de su corpulencia y estatura, vestidos con trajes similares, me adelantaron portando maletines.

Cuando llegué a la habitación donde me hospedaba, descubrí que habían trasladado mis pertenencias, debido a problemas prácticos relacionados con la habitación. Mis primeros bocetos de los mapas antiguos, así como las notas que no había necesitado llevarme, habían desaparecido. Habían vuelto a hacer mi equipaje a la perfección. Los empleados del hotel dijeron que no sabían nada al respecto. Estuve despierto toda la noche, escuchando los ruidos del exterior. A la mañana siguiente recogí mi ropa sucia y mis diccionarios, y tomé el barco de vuelta a Grecia.

El profesor Rossi enlazó las manos de nuevo y me miró, como si esperara con paciencia señales de incredulidad. Pero me encontré de repente conmocionado por la credulidad, no por la duda.

– ¿Volviste a Grecia?

– Sí, y pasé el resto del verano haciendo caso omiso de mis recuerdos de la aventura vivida en Estambul, si bien no pude hacer caso omiso de sus implicaciones.

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