Tess Gerritsen - Llamada A Medianoche

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Una llamada a medianoche despertó a la recién casada Sarah Fontaine. En lugar de oír la voz de su marido desde Londres, oyó la de un desconocido llamado Nick O'Hara que le decía que Geoffrey había muerto en el incendio de un hotel en Berlín. Convencida de que su marido estaba todavía vivo, Sarah decidió investigar por su cuenta con la ayuda de Nick. Había demasiadas preguntas sin respuesta, y las respuestas podían ser fatales…

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– Por los molinos de viento, supongo.

– No comprendo.

– Lieberman solía llamarme Don Quijote.

– ¿Y yo soy otro de tus molinos?

– No -le besó el cabello-. Eres más que eso.

La joven lo besó en los labios.

– Por Berlín -susurró.

– Sí -murmuró él, abrazándola-. Por Berlín.

Un amanecer brillante y hermoso. Las vías del tren, que un rato antes mostraban un color gris mojado, brillaban de repente como oro a la luz de la mañana. Nubes de vapor subían desde los raíles. Nick y Sarah estaban separados en la plataforma. Nick, con la gorra baja y un cigarrillo colgando de los labios, se apoyaba en un poste de la plataforma y resultaba irreconocible.

En la distancia se oyó el ruido de un tren que se acercaba. Fue como una señal que hizo que la gente se levantara de los bancos. Avanzaron como una ola hacia el borde de la plataforma esperando que parara el tren de Antwerp. Se formó una cola de pasajeros: hombres de negocios con traje, estudiantes con vaqueros y mochilas, mujeres bien vestidas que volverían pronto a casa con bolsas de la compra.

Desde su puesto casi al final de la cola, Sarah vio a Nick apagar el cigarrillo con el zapato y subir al tren. Segundos después apareció su rostro en la ventanilla. No se miraron.

La cola se hizo más corta. Unos metros más y ella también estaría a bordo. Entonces vio algo por el rabillo del ojo y una premonición de miedo la hizo volverse despacio. Lo que había visto era el sol reflejándose en unas gafas de sol plateadas.

Se quedó paralizada. Al lado de la taquilla había un hombre de pelo pálido, un hombreque tenía la vista clavada en la puerta del tren. A Sarah se le paró el corazón. Era el mismo que la había mirado desde la ventanilla del Peugeot azul. El de la sonrisa mortal. Y ella avanzaba directamente hacia su línea de visión.

Diez

Su primer impulso fue echar a correr, perderse entre los viajeros de la plataforma. Pero un movimiento súbito atraería la atención de él. Tenía que seguir adelante, esperando, contra toda esperanza, que no la reconociera.

Buscó en el tren la ventanilla donde había visto a Nick con intención de pedirle ayuda. Pero la ventanilla había quedado atrás y ya no se veía.

– ¿Señora?

Se sobresaltó al sentir una mano en el brazo. Un viejo tiraba de su manga. Lo miró y él empezó a hablar en un francés muy rápido. Intentó soltarse, pero él siguió agitando un pañuelo de mujer. Repitió la pregunta y señaló el suelo. La joven, que entendió al fin, negó con la cabeza y le dijo por gestos que el pañuelo no era suyo. El viejo se encogió de hombros y se alejó.

Casi llorando, se volvió para subir a bordo, pero algo le cortó el camino.

Levantó la cabeza y vio su rostro aterrorizado reflejado en unas gafas de sol.

El hombre rubio sonrió.

– ¿Señora? -dijo con suavidad-. Vamos…

– ¡No, no! -susurró ella, retrocediendo.

El albino avanzó hacia ella y en sus manos brilló una navaja. Sarah pensó en el arco que formaría en el aire… sintió casi el dolor en la carne. Se notó caer hacia atrás y comprendió como en una nube que no era ella la que se movía sino el tren. Se marchaba sin ella.

Vio la puerta del tren alejándose lentamente por el final de la plataforma… Era su última oportunidad de escapar.

Notó que el hombre se colocaba frente a ella para cortar el paso a la presa que creía que podía echar a correr.

Y echó a correr. Pero en dirección contraria. En lugar de hacia la calle, en persecución del tren.

El movimiento inesperado le hizo ganar un segundo precioso. El tren aumentaba la velocidad. Solo quedaban unos diez metros de plataforma y estaría fuera de su alcance. Sus pies parecían de plomo; oyó los pasos de él detrás de ella. Con el corazón a punto de explotar corrió los últimos metros. Sus dedos tocaron acero frío. Luchó por aferrarse a la barra… por subir a bordo.

Subió los escalones y se derrumbó, abriendo la boca para coger aire. Casas y jardines pasaban con rapidez a su lado, convertidos en imágenes veloces de luz y de color. El dolor de la garganta se disolvió en un sollozo de alivio. ¡Lo había conseguido!

Una sombra cruzó la luz del sol. El escalón crujió con un peso nuevo y un escalofrío recorrió su cuerpo anunciándole la muerte. No le quedaban fuerzas para luchar ni lugar al que retirarse. No podía hacer nada excepto quedarse quieta mientras él se acercaba a ella.

Paralizada por el terror, lo vio inclinarse hacia ella, tapando los últimos trozos de luz solar. Esperó que se la tragara su sombra.

Entonces, de algún lugar detrás de ella llegó un gruñido de rabia. Captó un movimiento más que lo vio, un pie que golpeaba salvajemente un cuerpo. La sombra que la cubría cayó hacia atrás con un gruñido.

El hombre rubio pareció quedar suspendido en una caída interminable. Se precipitó despacio desde los escalones y el ruido del tren ahogó su último juramento. Y ella seguía viva, respirando; la pesadilla había terminado por el momento.

– ¡Sarah! Dios mío…

Unas manos la levantaron del suelo, apartándola del borde, alejándola de la muerte. Estremecida, se abrazó a Nick. Este la estrechó con tal fuerza que pudo oír los latidos de su corazón.

– Ya ha pasado -murmuraba una y otra vez-. Ya ha pasado.

– ¿Quién es? -lloró ella-. ¿Por qué no nos deja en paz?

– Sarah, escúchame, escúchame. Tenemos que salir de este tren. Tenemos que cambiar de rumbo antes de que lo intercepte.

La joven quería gritar, pero se contuvo. Se abrazó más a él.

Nick miró el paisaje. Iban demasiado deprisa para saltar.

– La próxima parada -dijo-. Tendremos que seguir el viaje de otro modo. Andando. Autostop. Cuando crucemos la frontera con Holanda, podremos tomar otro tren hacia el este.

Sarah seguía aferrada a él y no oía sus palabras. El peligro había adquirido proporciones irracionales. El hombre de las gafas de sol se había convertido en algo más que humano. Era sobrenatural, un horror superior a todo lo que existía en el mundo real. Cerró los ojos y lo imaginó esperándola en la próxima estación de tren y luego en la siguiente. Nick no podría espantarlo siempre.

Miró las vías del tren y rezó por que la próxima parada llegara pronto. Tenían que salir antes de que los atraparan.

Pero las vías parecían extenderse de modo interminable. Y le daba la impresión de que el tren se había convertido en un ataúd de acero que los llevaba directamente a las manos del asesino.

Kronen examinó el golpe del rostro en el espejo y una oleada de rabia lo envolvió como magma caliente. La mujer había escapado por segunda vez. La había tenido en sus manos y había huido.

Clavó el puño en el espejo. Ese hombre, Nick O'Hara, se había interpuesto ya dos veces en su camino. No sabía quién era, pero se juró matarlo en cuanto volviera a encontrarlo. Aunque quizá eso no fuera tan fácil, ya que habían desaparecido.

Cuando los hombres de Kronen interceptaron el tren en Antwerp, la mujer y su acompañante se habían desvanecido. Podían estar en cualquier parte. No sabía adónde se dirigían ni por qué.

Tendría que pedir ayuda al viejo otra vez. Y esa idea lo enfureció. Contra la mujer por escapar, y contra su acompañante por entrometerse. Ella pagaría muy caras todas las molestias que había causado.

Se puso las gafas de sol. El golpe resultaba bien visible encima del pómulo derecho. Un recuerdo humillante de que había sido derrotado por una criatura tan patética como Sarah Fontaine.

Pero solo era un contratiempo pasajero. El viejo la buscaría, y tenía ojos en todas partes, incluidos los lugares más insospechados. Sí, la encontraría.

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