Llevaban unos quince minutos bajando la ladera sin ayuda de cuerdas. Ni ella ni Booker cruzaron palabra porque no podían. Miranda ya había llegado a la conclusión de que, en su estado actual, a Ashley le sería imposible escalar esa ladera. Eso las obligaría a salir por el camino más largo, lo cual significaba varios kilómetros por el lecho del río durante muchas horas.
Quizá corriendo.
Ahora veía el fondo de la quebrada.
– Booker -dijo, y señaló hacia abajo -. Tenemos que encontrar otra manera de bajar.
– El ha pasado por aquí -dijo Booker.
– Pero él venía subiendo. Podía usar su impulso para subir, asiéndose de los árboles. Son casi cien metros hasta abajo. Y los últimos quince metros son todo roca. Es demasiado peligroso. -A lo largo de los años Miranda había visto a varios miembros de su equipo lesionarse intentando subir y bajar superficies planas.
A Booker no se le veía muy contento.
– Puede que tengamos que alejarnos mucho para encontrar un lugar mejor.
– Parece más fácil por allá. Luego volveremos hacia atrás al llegar abajo. Pero tenemos que darnos prisa. No sabemos cuándo va a volver.
Miranda se giró y comenzó a caminar en paralelo a la quebrada. La tierra mojada debajo de la gruesa capa de pinaza hacía difícil avanzar. Más abajo, el aire estaba más frío, y no ayudaba en nada que ahora se hubiera nublado. Casi como si esperara esa señal, una gota gorda de lluvia le cayó en la cara.
– Vigila -le dijo a Booker-. La pinaza se vuelve resbaladiza con la lluvia.
– Miranda, he vivido aquí toda mi vida. Conozco la montaña.
– Perdón -farfulló ella.
Booker la miró sonriendo.
– Bajemos por aquí -dijo, señalando una pared que no parecía mucho más fácil que el trozo que acababan de dejar atrás. Mucha pinaza, unos pocos árboles caídos, rocas que sobresalían aquí y allá. Y una bajada abrupta.
– ¿Estás seguro? -preguntó ella, mirando hacia donde se dirigían. No se veía ningún lugar mejor.
– Totalmente. ¿Ves cómo al final la pendiente es más suave? Sólo hay quince o veinte metros difíciles.
– De acuerdo -. Miranda no estaba tan segura, pero entonces le cayó otra gota en la cara. Se les estaba acabando el tiempo.
Booker bajó primero. Ella ponía el pie donde él pisaba, con el cuerpo casi pegado contra la pared para no perder el equilibrio.
De pronto, Booker empezó a resbalar al ceder el terreno bajo sus pies. Capas y capas de tierra suelta incapaz de soportar su peso. La semana seca después de las lluvias había dejado el suelo húmedo, pero suelto.
– ¡Lance! -exclamó. Booker intentó controlar la caída pero cada vez resbalaba más rápido, hasta que empezó a rodar.
Y cayó al fondo de la quebrada. Medio cubierto de ramas y polvo, se quedó inmóvil.
Miranda bajó el monte arrastrándose lo más rápido posible. Era más fácil ahora que ya no quedaba tierra suelta.
– Lance, ¿te encuentras bien?
Vio que se giraba, pero cuando llegó al fondo del barranco, jadeando, era evidente que estaba mal.
– ¿Qué ha pasado?
– Creo que me he fracturado una costilla. Podría estar rota.
Miranda sintió los latidos del corazón con tal fuerza que pensó que le estallaría el pecho. Estaban en el fondo del barranco. Solos. Y el Carnicero volvería a alguna hora de esa noche.
Tenía que sacar a Booker de ahí, pero no había manera de subir la ladera. Y quedaban unos ocho kilómetros por la quebrada hasta el otro lado. Quizá lo conseguirían, si paraban de vez en cuando.
Y ¿qué pasaría con Ashley? ¿Cómo podía abandonarla estando tan cerca? El Carnicero iba a volver.
– Ve a buscarla -dijo Booker, como si le leyera el pensamiento-. Yo estaré bien.
– No voy a dejarte solo. Es una de mis reglas… Cuando tu compañero cae, te quedas hasta que llega la ayuda.
– Éstas son circunstancias especiales. -Booker se sentó, haciendo una mueca de dolor-. Iré contigo hasta que encuentre un lugar donde esconderme.
Miranda lo ayudó a incorporarse, imitando sin darse cuenta su mueca de dolor.
– Te pondrás bien, Lance. Pero si te cuesta respirar, no te muevas. Puede que tengas una costilla rota, y un movimiento repentino te podría perforar el pulmón.
– Ahora me duele un poco menos.
Empezaron a retroceder siguiendo el lecho rocoso del río hasta que volvieron a encontrar las huellas de Larsen. Sin embargo, con las rocas era difícil ver de dónde había venido antes de empezar a subir la ladera.
– Mira a tu alrededor, Lance. ¿Ves algo que indique por dónde pasó? -Las gotas de lluvia eran ahora una llovizna nebulosa. Era agradable, pero pronto empeoraría la visibilidad.
– Allá -dijo Booker, señalando hacia el otro lado del arroyo, donde esa parte de la quebrada estaba flanqueada por espesos matorrales.
En efecto, vieron un arbolillo quebrado.
Podría haber sido un oso o un puma. Pero era el único rastro que tenían, y lo siguieron. Por las huellas de las pisadas que vieron al adentrarse en el bosque, era evidente que por ahí había pasado un depredador bípedo.
– ¿Vas bien?
– Por ahora, sí.
Aún así, avanzaban más lentamente de lo que Miranda hubiera querido. Sacó su radio y llamó a Charlie para comunicarle su situación. Charlie llevaba diez años trabajando en la unidad de búsqueda y tenía más experiencia que Miranda. Aunque distorsionada por la estática, era agradable oír su voz. El equipo de Charlie estaba a diez minutos del rancho de los Parker.
Eso significaba que tardarían al menos una hora en llegar al fondo de la quebrada.
– Charlie, cambio y fuera.
– Entendido, toma…
– Espera.
La había visto. La barraca.
– ¿Miranda?
– Está aquí. Creo que he encontrado a Ashley. Voy a comprobarlo.
– Hazlo con precaución.
– Eso haré -dijo ella, y tragó saliva-. Fuera.
La destartalada construcción de madera estaba como combada por el paso del tiempo y por los inviernos fríos y húmedos de Montana. El techo de zinc tenía trozos oxidados pero, a diferencia de la barraca de Rebecca, ésta tenía al menos una ventana.
Miranda gritaba en silencio por todos los poros de su cuerpo.
– ¡Ten cuidado! -Podría estar ahí. David Larsen, el Carnicero.
– Miranda -susurró Booker. Estaba justo detrás de ella. Había palidecido y sudaba copiosamente.
– Tienes que sentarte -dijo ella, en voz baja.
– No puedo. ¿Qué hacemos si está adentro?
– Me servirás de apoyo.
Desenfundaron sus armas. A Miranda no le temblaban las manos, y eso la sorprendió, aunque tenía erizados todos los pelos de la nuca.
Sosteniendo el arma con ambas manos, se acercó con cautela a la barraca. Booker le hizo una señal para que fuera por un lado mientras él iba por el otro. Ella señaló la ventana. Él asintió con un gesto de la cabeza y ella se situó por debajo, intentando controlar su respiración. Estaba casi jadeando, sintiendo un miedo desbocado y a flor de piel.
Ahora no. Por favor, ahora no. La vida de Ashley dependía de ella. Si fallaba…
No. No podía fallar. Y no fallaría.
Lentamente, se asomó para mirar dentro del cuartucho. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, vio a una mujer desnuda atada sobre un colchón inmundo en medio del suelo. Su pelo rubio parecía negro de suciedad y sangre.
Sharon.
El dolor, la rabia y la humillación volvieron como una ola que la sacudió y la hizo caer de rodillas. Oh, Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has creado a este monstruo?
Pero aquella chica no era Sharon. Era Ashley. Y Ashley la necesitaba.
Y ¿si ya estaba muerta?
Miranda respiró hondo y se incorporó. Volvió a mirar por la ventana. Mientras escudriñaba la oscuridad, vio que el pecho de la mujer subía y bajaba. Estaba viva. Quizás había un Dios, después de todo.
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