Allison Brennan - La Caza

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Sólo hay una cosa que Miranda no puede perdonarse a sí misma: haber sobrevivido. Doce años atrás, consiguió escapar de las manos del asesino conocido como El carnicero, pero al hacerlo tuvo que dejar atrás a otras víctimas como ella, atrapadas, torturadas y asesinadas por un sádico que siempre ha ido un paso por delante de la policía. Ahora, vuelve a actuar. Miranda ya no es la presa, sino el cazador: sabe que atraparlo es la única manera de volver a encontrar la paz. Pero para ello tendrá que reencontrarse con Quinn, el hombre que la ayudó a superar el miedo y, también, el que la traicionó cuando más lo necesitaba. Ahora los dos se enfrentan a la más perversa mente criminal… pero también a unos sentimientos que han intentado enterrar durante años.

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Perdido en sus pensamientos, casi no lo vio.

De pronto, el sol se reflejó en un objeto tirado en el camino y Ryan se detuvo y se agachó para mirarlo.

Al principio, pensó que eran los ojos de una serpiente que lo miraba, a punto de asestar un golpe, y retrocedió de un salto. Pero enseguida recuperó el equilibrio y miró el objeto más detenidamente.

Desde luego, no era una serpiente. Los dos ojos eran dos pequeñas gemas oscuras. Verde oscuro, como el color de los pinos al atardecer. Las dos piedras estaban engastadas en una rústica hebilla de plata cincelada que parecía un ave. Parecida a un águila. Y las piedras eran los ojos.

Se agachó y lo recogió. Se sorprendió al ver que tenía un trozo de cuero todavía adherido a la hebilla. Al mirarla de cerca, vio que estaba desgastada y probablemente se habría roto cuando el dueño, un cazador, o un excursionista, se detuvo allá en la cumbre a orinar.

Ryan vaciló mientras miraba la hebilla. ¿Debería llevársela al agente del FBI? Quizá fuera importante para la investigación. El corazón le latía con fuerza. Los Intocables, era una de sus películas preferidas, y nunca se perdía un programa llamado Quién Sabe Dónde, que trataba de la búsqueda de personas desaparecidas.

Ahora su emoción se convirtió en inquietud. Su padre le había insistido que no molestara al sheriff. Y él le había mentido a su madre acerca del lugar adonde iba. Ella perdería la paciencia. No le gritaría ni le pegaría, pero tendría esa mirada que daba más miedo que cualquier castigo.

Tiritó de frío y se abrigó con la cazadora, aunque a esas horas comenzaba a hacer un calor agradable. Se metió la hebilla en el bolsillo y siguió por el estrecho sendero rumbo a casa. Si volvía a ver al sheriff Thomas, le mostraría la hebilla.

Lo más probable es que no tuviera importancia. Sólo un tipo que se había parado a orinar en el bosque.

Capítulo 10

Miranda sentía la tensión en todos los músculos mientras caminaba detrás de Quinn, Nick y los demás por el sendero hasta el claro que habían descubierto el día anterior.

Nick llamó a Pete Knudson, un agente forestal con quien había trabajado a menudo en otras búsquedas. Si encontraban una bala alojada en el tronco de un árbol, cortaba un trozo o talaba todo el árbol con el fin de guardar la bala como prueba.

Tanta tensión le provocaba un dolor de cabeza que le abotargaba el cerebro. Intentó combatirlo tomando tres aspirinas con un trago de su cantimplora. Era fácil achacar el dolor de cabeza a la falta de sueño, a su escaso apetito o a la tensión que significaba un secuestro más del Carnicero. Sin embargo, ella tenía a Quinn por responsable de la mayor parte de su malestar. Su presencia la desconcertaba de manera inesperada.

Durante años se había engañado a sí misma diciéndose que la traición de Quinn en la Academia no importaba. Llegó a la conclusión de que, aunque en ese momento se sentía herida, volvería a Bozeman y llevaría una vida apacible. Después de cuatro años en la Unidad de Búsqueda y Rescate, aceptó el puesto de coordinadora cuando su jefe, Manny Rodríguez, obtuvo un empleo en Colorado. Contaba con un equipo de dos miembros contratados por la unidad y más de una veintena de voluntarios, hombres que confiaban en ella.

– ¿Miranda? -dijo Nick, que caminaba a su lado. En su rostro atractivo y curtido, asomó una expresión de preocupación.

– Estoy bien -dijo ella, antes de que él le preguntara.

– Sí -dijo Nick, y lanzó una mirada a Quinn, que iba a la cabeza del grupo.

– ¿Qué ha pasado en la autopsia? -Intentó que la pregunta sonara profesional, pero no pudo evitar que le temblara la voz.

– Me he ido antes de que el doctor Abrams acabara, pero ha sido lo mismo de siempre.

– Eso lo sabíamos.

– Siento no haberte contado lo de Quinn -dijo Nick. Habló en voz baja para que nadie más pudiera oírlo.

– Siento haberte gritado ayer. No te lo merecías después de ver a Rebecca en ese estado.

Nick todavía intentaba protegerla del recuerdo de sus siete días en el infierno. No entendía que, aunque ella no pudiera escapar al pasado, el hecho de ayudar en la búsqueda de esas chicas le diera cierto sosiego. Miranda hacía todo lo posible por encontrar al Carnicero. Y, algún día, llegaría el momento de pararle los pies.

Ella quería estar presente cuando llegara aquel día de su captura. Tenía que estar, como si ayudar a atraparlo la fuera a liberar de sus fantasmas y pesadillas.

Nick dejó escapar un largo suspiro.

– ¿Pactamos una tregua?

– Nunca me dura demasiado el enfado contigo -dijo ella, y le sonrió. Quería a Nick, pero no como a él le habría gustado.

Lo había intentado. Durante tres años había querido darle su corazón. Quería de verdad amarlo. Pero cuanto más lo intentaba, más difícil era. Con su ex amante tenían una relación libre de amistad, lealtad y apoyo mutuo. Sin embargo, Miranda todavía tenía el corazón roto, y Nick no podía recomponer las piezas.

Miranda miró al único hombre que sí podía.

Quinn se sintió observado. Se detuvo en los límites del claro para orientarse, miró hacia atrás y se encontró con la mirada de ella. Durante una fracción de segundo, creyó ver algo diferente de la rabia en su rostro largo y delgado. Por un momento, vio un destello de deseo en sus ojos oscuros, una necesidad física y una añoranza emocional que él recordaba bien del pasado. Si le hubiera caído un rayo encima no lo habría sacudido con más fuerza. Hizo una mueca y parpadeó.

Aquello que había creído ver ya no estaba. Miranda tenía la boca cerrada, los labios convertidos en una línea rígida, el rostro impasible y la mirada dura, llena de sospechas y desconfianza.

Quinn se volvió hacia los hombres, se deshizo de la mochila y se quitó la chaqueta. Tomó un trago largo de agua fría de la cantimplora para combatir el calor que la embargaba con sólo pensar que Miranda todavía albergara algún sentimiento por él.

La temperatura había alcanzado apenas los siete grados por la mañana, pero el sol ahora tendía un manto cálido sobre aquel campo de árboles nuevos. En circunstancias normales, el tramo que acababan de cubrir sería un paseo estimulante y agradable.

Los agentes de Nick lo miraban con una mezcla de arrogancia y cautela. Obedecer órdenes de un federal era algo que no figuraba en sus manuales, pero él no dejaría que la hostilidad entre los diferentes cuerpos interfiriera con la investigación.

Se aclaró la garganta.

– Veréis los banderines naranjas donde la señorita Moore y yo encontramos las pruebas ayer. Quisiera encontrar la bala que fue disparada, si es posible. -Se volvió para mirar al agente Booker-. El sheriff Thomas dice que usted es el que mejor dispara de todo el departamento.

El agente se enderezó aún más.

– Gané la competición del condado, señor, pero…

– Booker -lo interrumpió Nick-, quiero que vayas hasta ese banderín de allá. -Señaló un punto a unos sesenta metros-, y te sitúes como si estuvieras disparando un rifle de grueso calibre a un blanco en movimiento del tamaño de una mujer de un metro sesenta que va por ese sendero -dijo, y le indicó otro banderín a unos siete metros.

Booker tragó saliva, se ajustó la gorra y miró a Miranda como si estuviera nervioso.

– Eh, sí, sheriff -dijo.

– Luego le cuentas al agente forestal Knudson la trayectoria y encuentras las malditas balas. -Nick se volvió hacia el resto de sus hombres -. Separaos. Ya sabéis qué buscamos. Y si encontráis cualquier cosa, llamad al agente Peterson o a mí. Nada de charlar por walkie-talkie; tenéis que ser minuciosos. La lluvia ha echado a perder nuestras posibilidades de conservar las pruebas, pero puede que tengamos suerte.

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